FESTIVAL D'AIX-EN-PROVENCE
«Ariadne auf Naxos»: especial consistencia y particular emoción
El festival de ópera francés presenta la obra de Richard Strauss, bajo la dirección musical de Marc Albrecht
Frente a quienes asumen el carácter efímero de la programación musical, están aquellos que confían en su poder de transformación y trabajan dejando huella, extendiendo el área de influencia de los proyectos más allá de un tiempo y espacio limitados. El ejemplo del Festival d’Aix-en-Provence es inmediato si se observa cómo en la madurez de sus primeros setenta años se ha expandido más allá de las estrictas fechas de celebración de cada una de las ediciones.
Este año, la programación oficial se ciñe al periodo del 4 al 24 de julio pero dos décadas ha cumplido la Académie Européenne de Musique , extensión del festival para la enseñanza y perfeccionamiento de jóvenes talentos musicales, y algo menos la Orchestre des Jeunes de la Méditerranée y la red Medinea , centrada en artistas emergentes. Estas últimas iniciativas reconocen el potencial integrador del festival en el área mediterránea como estímulo al diálogo entre culturas diversas y no divergentes.
La idea responden al propósito artístico de Bernard Foccroulle quien firma este año su última edición como director artístico en un festival que también aprovecha la posibilidad de retroalimentarse. Aquella academia de formación definida como «una gran familia, que nos ha transformado radicalmente», da cuerpo a una parte fundamental del reparto de « Ariadne auf Naxos », nueva producción que cuenta entre sus constructores al director musical Marc Albrecht y a la directora escénica Katie Mitchell . En el caso de esta última, la relación se ha afianzado gracias a su capacidad para integrarse en el ideario general, al que ha aportado importantes referencias. Mitchell hizo su aparición en Aix dibujando una de las producciones fetiche de su historia reciente: « Written on the Skin », nueva ópera de George Benjamin . Luego vinieron « Alcina » y « Pelléas et Melisande ». En todas ha demostrado una muy interesante habilidad para romper la horizontalidad del tiempo y la simultaneidad del espacio, poniendo en valor y primer plano un sicologismo que cabe vincular a un redefinición contemporánea del mejor teatro de arte de Stanislavski.
Voyerismo
Ante «Ariadne» todo tiene especial consistencia y particular emoción. Mitchell sabe acrecentar la disposición del público como voyerista de espacios privados y de íntimas pulsaciones escénicas, algo que en «Ariadna» se trenza con la propia obra dedicada a explicar en dos partes, el prólogo y la ópera, todo lo que sucede entre bambalinas antes de que se simultanee, dentro de la propia obra la representación de un intermedio cómico con anclaje en la «commedia dell’arte» y una ópera seria, precisamente «Ariadne auf Naxos». Basta la contemplación del exquisito salón construido por la escenógrafa Chloe Lamford y cómo este a partir de un frenético movimiento de actores digno de un sólido «divertissement» acaba convertido en teatrito casero. El enredo garantiza la sorpresa que aportan varios gestos. Conmovedor resulta el instante en el que se encienden tiras de luces a lo largo del vestido de Zerbinetta, personaje servido con gracia, voz cercana y estupenda precisión por Sabine Devieilhe , particularmente aplaudida en su muy compleja aria «Grossmächtige Prinzessin».
La figura de la propia Devieilhe es pequeña, delicada y pizpireta, como la de Ariadna es colosal. Lise Davidsen apabulla con una voz enorme, radical, de acento dramático, agudo muy decidido y una musicalidad de sólida justificación. El proyecto de Mitchell debe mucho a la participación de un reparto que defiende el prototipo con verosimilitud y recrea muy acertadamente situaciones y estados de ánimo. El famoso dúo de Zerbinetta y el compositor, en la primera parte, es un momento feliz al que ayuda Angela Brower defendiendo este último papel con muy notable solvencia y musicalidad. A su lado, al maestro Marc Albrecht hay que reconocerle una dirección musical que lleva a los cantantes con comodidad, aun quedándose corto desde la perspectiva emocional. La plantilla de escasos cuarenta instrumentistas exige una muy precisa participación que la Orquesta de París no acaba de asentar, ni redondea en familias como la cuerda, un vuelo que no prospera y una calidad de fondo espiritualmente alicorta. Mejora todo según avanza la representación y el final tiene más peso, nunca amplitud de miras.
Y a pesar de ello los golpes de efecto escénicos añaden consecuencias inmediatas: hay que reseñar el repentino encendido perimetral de la playa de Naxos en el salón, el fuego de bengalas de fiesta rememorando los juegos artificiales que deberían dar fin a toda la «representación» o la simpática captura de un ratón que congela a los intérpretes mientras baja el telón final. Mitchell añade alguna acción propia: varias intervenciones habladas, el retrato de gentes pintorescas como el maestro de baile muy bien defendido por Rupert Chastesworth , y el nacimiento del hijo de Teseo y Ariadna que llega al mundo como «el joven dios», cohesionando la segunda parte en un teatro congruente, sabio y bien construido, Se salva así la ralentización del tiempo, la ruptura del ritmo desenfrenado del prólogo y la explicación, en cierta medida, de lo que de «incomprensible» tiene la obra. Dice mucho que el espectador acabe con la sensación de haber asistido a un conmovedor y excéntrico artificio, digno de la refinada obra de Hofmannsthal y Strauss.