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La vida eterna de Billie Holiday

Homenajes y discos mantienen vivo, en su centenario, el legado de una cantante legendaria

La vida eterna de Billie Holiday abc

luis martín

Se cumplen mañana cien años de su nacimiento y Billie Holiday disfruta de un seguimiento envidiable. Su poderosa personalidad artística suscita biografías, infinidad de artículos, reediciones discográficas, homenajes e, incluso se especula con la posibilidad de rodar una nueva película sobre su vida. Habrá que ver quién se apresta a protagonizar la biografía de una intérprete cuya forma de reinventar los originales, dejándolos irreconocibles, se inscribe en la misma naturaleza del jazz.

Eleanora «Billie» Holiday se dio a conocer en plena época de la Depresión, en la década de los años 30, siendo todavía una adolescente. Provenía de una ciudad de segunda, Baltimore, donde había nacido en 1915. Hija de un intérprete de banjo y guitarra en la formación de Fletcher Henderson que pronto abandonó el hogar, aún era una niña cuando su madre la confió a unos parientes, mientras se instalaba en Nueva York buscando mejorar su pobre existencia. Billie conoció entonces el miedo mayor cuando fue violada por uno de los clientes de la casa para la que hacía recados y limpiaba. Había comenzado un largo, y vertiginoso, calvario que ya no cesaría hasta su trágica muerte en 1959.

Prisión y prostitución

Nueva York, de hecho, a su llegada en 1928, hace que vuelvan a airearse los trapos sucios en torno a ella cuando pasa cuatro meses en prisión, tras haberse iniciado en la prostitución. Billie cumple la pena y, en breve, un club de Harlem, el «Log Cabin», la contrata como cantante a cambio de las propinas de la audiencia. Nadie parece tener oídos aún para explicarse las formas de una cantante que se separa sustancialmente de sus compañeras de generación. Nadie, salvo el productor John Hammond, que, en 1933, la descubre en un club e, inmediatamente, acuerda con ella una grabación con Benny Goodman. Billie se convierte de forma inmediata en una sensación. Aquella grabación supuso su irrupción fulgurante en el jazz de la época, saludada con entusiasmo por el mismísimo Duke Ellington que le propuso ser la voz cantante en la banda sonora de la película «Symphony in black».

La información que acerca de su obra han recogido hasta el momento las numerosas biografías que sobre la cantante se han publicado -incluida la propia, en realidad escrita a cuatro manos con el pianista William Dufty–, está muy bien ordenada y plantea que los discos que la hicieron célebre fueron en su mayoría realizados entre 1935 y los primeros años de la Segunda Guerra Mundial . Aquí es forzoso abrir un paréntesis para situar a Billie Holiday en su contexto y calibrar la importancia real que tuvo. En aquella segunda mitad de los años 30, la industria de la música había clausurado las experiencias transformadoras de la década anterior y estaba entregada a la primera etapa de su consolidación como una de las iniciativas más sólidas del mercado del entretenimiento. Billie Holiday nunca había tenido éxito como intérprete de blues, pero fue la aceptación de la balada popular como medio de expresión artística la que le proporcionó el definitivo éxito. Sus grabaciones de «He’s funny that way» y «I can’t get started», de 1937 y 1938, son una muestra elocuente de un timbre vocal único y una infalible capacidad para dotar de emoción añadida unas canciones cuya melodía Billie zarandeaba acodándose en su personalísima dicción de los textos, como si estos hubiesen sido escritos expresamente para ella.

Una vida de luces y sombras

Como todo es empezar, para entonces Billie sigue trabajando con Teddy Wilson, con Lester Young y con Frankie Neston; se presenta en Chicago, en Los Ángeles y, en 1940, se la escucha con B enny Carter y en muy variadas emisiones de radio. Conoce el éxito de «Lover man» y «God bless the child», cuya letra ha escrito ella misma. Sin embargo, «Gloomy sunday» es prohibida en la radio, después de haber procurado –se dice– algunos suicidios.

La cantante se sume en una espiral de alcoholismo y drogas. De nuevo, la vida le muestra la cara menos amable del éxito. La mayor parte de los biógrafos han ocultado tras estos detalles escabrosos de su vida, un aspecto que es el que destaca hasta el final de sus días. Era una artista de los pies a la cabeza y jamás consintió que la fogosidad del mensaje de sus canciones se convirtiese en un melodrama.

«Strange Fruit»

Entre los meses de abril de 1939 y noviembre de 1956, Holiday registró un puñado de versiones de «Strange fruit», probablemente la canción de su catálogo que más ha trascendido. La llamada de desesperación de aquel poema de Lewis Allen, su descripción descarnada de aquellos extraños frutos humanos que colgaban de los árboles en la América de los años 30, informaba acerca de la ardiente lucha que la artista mantuvo a lo largo de su vida para alcanzar la propia identidad y la igualdad, conservando su capacidad de indignación moral.

Y, por supuesto, Billie Holiday -que supo de la importancia que tuvo conquistar el Carneggie Hall y el Mansfiel Theater en 1948, que apreció trabajar y grabar con Red Norvo, con Sy Oliver, con Eddie Condon, con Count Basie, con su querido Lester Young, que le puso el apodo de Lady Day- se fue de este mundo sin llegar a saber que su forma de cantar, yendo un compás por detrás de la melodía, estaba destinada a consolidar una de las formulaciones del jazz vocal más imitadas desde entonces. Murió en Nueva York un 17 de julio de 1959, puede que por agotamiento y miseria, puede que de incomprensión. Poca gente en el jazz tuvo una vida tan trágica; era la misma que, en ocasiones, trasladaba al oyente a través del mensaje de sus canciones en el momento de su interpretación.

La vida eterna de Billie Holiday

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