Crítica de la ópera de Lorca: El espejo del público

Ayer se estrenó en el Teatro Real «El Público», ópera de Mauricio Sotelo basada en la obra de Lorca. Un espectáculo que entra por los ojos aprobando lo críptico del mensaje

Crítica de la ópera de Lorca: El espejo del público efe

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Es fácil entender la cara de satisfacción que anoche mostraban aquellos que han hecho posible «El público» : ópera compuesta por Mauricio Sotelo sobre libreto de Andrés Ibáñez a partir de Lorca , cuyo estreno patrocina el Teatro Real. El reto era complejo, el esfuerzo se adivina extraordinario y el resultado destinado a enorgullecer a quienes crean en la importancia de una ópera viva, capaz de poner en valor un potencial artístico que no merece el descalabro impuesto por las actuales circunstancias.

La paradoja se ha instalado en nuestro mundo musical: los medios existen pero una extraña enfermedad autoinmune inocula a orquestas creadas y alimentadas por todos, teatros y a alguna otra institución, provocando el rechazo hacia lo actual y lo español; hacia a un talento formidable sobre el que merecería la pena cobrar conciencia antes de esperar su degeneración. Por eso, este estreno es una noticia importante, posible porque el Real ha asumido un compromiso de la anterior dirección artística del que también formaba parte la ópera de Elena Mendoza, anunciada para esta temporada y, hoy por hoy, cancelada.

Sin miedo al vacío, Sotelo e Ibáñez se han apostado en un jardín complejo. El texto de Lorca se abre a mil lecturas que se subsumen en un conglomerado de imágenes difíciles de entrelazar en una narración mínimamente comprensible. Hasta lo evidente se discute y no falta, incluso, algún analista capaz de negar la referencia homosexual de un original que la explicita en palabras y gestos, aquí sutilmente transcritos. Importa lo absurdo y lo onírico que alimenta un misterio que cruza forma y fondo.

Desde ese material, Ibáñez ha forjado un libreto fiel e inmediato, que se crece en una producción alimentada de arquetipos y símbolos. Es indispensable evocar la manera en la que se inscriben el vestuario y la escenografía de Dziedzic y Polzin, capaces, con los medios justos, de alcanzar una visualidad notable en la ordenada y poco clarificadora escena de Robert Castro.

«El público» entra por los ojos y estos acaban por complacerse aprobando lo críptico del mensaje. Es una ayuda fundamental. La ópera contemporánea choca demasiadas veces contra la cuarta pared y la vocalidad. El propio Mauricio Sotelo lo sabe pues se estrenó en el género en 1999 presentando «De amore», un proyecto más camerístico y un punto alabancioso. Desde entonces ha crecido artísticamente rebuscando en el genoma del flamenco, procurando la unidad de lo dispar. En «El público» , pese a la heterogénea sucesión de desaparejados «estados mentales», ha logrado una atractiva continuidad, fabricando una música que recoloca su propio estilo en una perspectiva dúctil, congruente y sugestiva. Lo hablado y lo cantado, lo teatral y lo cinematográfico (momento importante), lo culto y lo inmediato, músicas recreadas y otras propias.

Todo se fusiona con extraordinaria fortuna en la segunda parte pues, frente a la parcelación de las escenas iniciales, surge una progresión que crece hasta rematarse con la formidable guitarra de Cañizares en un final lleno de elocuencia. Él y la percusión de Agustín Diassera insertan estupendas intervenciones que complementan el baile de Rubén Olmo, y el cante de Arcángel y Jesús Méndez, travestidos de caballos; la electrónica enfocada a una espacialidad que lleva a la sala una suave resonancia del escenario; y, desde el foso elevado, a la vista del público, el importante Klangforum Wien dirigido con perspectiva y claridad por Pablo Heras-Casado.

Muchas cosas se conjugan en «El público» , arropadas por una totalidad apenas rota por intervenciones más dudosas. Varias vienen de cantantes con demasiado acento extranjero. Destaca la presencia de José Antonio López quien exhibe compostura y honestidad, Josep Miquel Ramón, Antonio Lozano y Thomas Tatzl. Isabella Gaudí resuelve decorosamente el monólogo de Julieta, allí donde la voz surge más académica. Y todo se asoma al espectador convincentemente. Merece la pena comprobarlo.

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