crítica de ópera
«Muerte en Venecia», experiencia extraña e irreal en el Teatro Real
La producción de Willy Decker presenta una visualidad potente, repleta de sugerencias y una capacidad de síntesis que congenia estupendamente con la música
Las razones por las que «Muerte en Venecia», la ópera de Benjamin Britten, ha tardado tantos años en llegar a Madrid sólo se pueden explicar desde una cierta miseria intelectual asociada, en ocasiones, a intereses estrictamente personales; todo aquello que alimenta desde tiempo de nuestros abuelos la siempre apasionante historieta de la música española, aquella en la que el Teatro Real tiene mucho que decir. Las razones objetivas son que el estreno de la obra en nuestro país lo hizo el Teatro del Liceo en 2008, en una producción participada por el Real que ha terminado encontrado hueco en una temporada que se construyó aprisa y corriendo tras el último cambio de director artístico.
La propuesta tiene su mejor aval en la puesta en escena dirigida por Willy Decker, reconocida y premiada después de que la crítica la recibiera inicialmente con ciertas objeciones. Hay trabajos que necesitan respirar y este lo hizo muy pronto, cargándose de argumentos que hoy son indiscutibles: aquellos que aporta una visualidad potente, repleta de sugerencias y una capacidad de síntesis que congenia estupendamente con la música, a veces descarnada, concisa, a ratos terriblemente perspicaz, de Britten. Es necesario entender, como lo hace Decker, la calidad quintaesenciada de esta partitura postrera en la que el compositor volcó la experiencia de una vida y otras tantas inquietudes personales.
Se escucha en Madrid con dirección musical de Alejo Pérez, quien logra, por fin, demostrar sólidas aptitudes después de varias e irregulares actuaciones en el Real. Preciso e informado, suficientemente expresivo y moderadamente parco en algún momento culminante, quizá quepa imaginar una versión con un punto de mayor calidad instrumental. En esto, la orquesta titular del Teatro pueda ayudar sustantivamente cuando acabe de encontrarse definitivamente cómoda ante esta música, la proyecte con dirección hasta su disolución final y, sobre todo, la maneje con una mayor delectación y sutileza tímbrica. En la representación del jueves se hizo palpable después de un principio demasiado descarnado instrumentalmente.
Trabajo ímprobo de Daszak
Es el caso de la escena del sueño, allí donde las contradicciones vitales de Gustav von Aschenbach se dan la mano a la sombra de Apolo y Dionisio, de la serenidad y el equilibrio frente al éxtasis. También alcanzaría mucha mayor elocuencia el final fortaleciendo la imagen del escritor en sus últimos momentos, abandonado, bajo un cielo de Magritte, a la contemplación del joven Tadzio y al rodar una pelota sin dueño. Es en ese instante cuando el tenor John Daszak hace el gesto definitivo después de un trabajo ímprobo, vocalmente muy armado y teatralmente estupendamente trazado. El dibujo es complejo pues parte de la angustia del personaje ante la falta de inspiración para acabar consumido entre obsesiones y contradicciones. Pero Daszak es un fantástico recreador de la transformación mental y física que exige el texto, del mismo modo que, en el envés de la narración, Tomasz Borcyk reconstruye milimétricamente, a partir de una actitud impecable, la personalidad silente de Tadzio.
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