En Washington
Un museo para honrar a los cien millones de muertos del comunismo
Washington ha tardado casi 30 años en ver cumplido un objetivo marcado en su día por el Capitolio

Un número llama poderosamente la atención cuando uno entra en el nuevo Museo de las Víctimas del Comunismo, a apenas unos metros de la Casa Blanca. «Más de 100 millones de muertos por los regímenes comunistas», reza en una pared, sobre imágenes de la revolución en Hungría, la primavera de Praga, niños famélicos en China y refugiados huyendo de la miseria en Cuba. Es una cifra contundente, onerosa, casi embarazosa, pues no ha sido repetida hasta la saciedad en libros y lecciones de historia como las de otras atrocidades similares.
Según explica a ABC el director del museo, el embajador Andrew Bremberg, esa cifra resulta de la suma del exterminio de regímenes como el soviético o el chino, entre otros, y no es definitiva, pues todavía hay cinco dictaduras comunistas vivas en el mundo: Corea del Norte ... , Laos, Vietnam, China y Cuba. «Investigar y documentar esas muertes ha llevado años a los investigadores y se ha hecho mucho más difícil por el hecho de que, incluso hasta el día de hoy, el Partido Comunista Chino, por ejemplo, no ayuda a facilitar el escrutinio de sus propios crímenes», dice el embajador. De hecho, 60 millones de esos 100 millones de muertos son resultado de decisiones de una sola persona: Mao Zedong, el dictador chino.
No parece por tanto aleatorio que la mayor fotografía de Mao en este museo, todo diseñado en intensos tonos de un rojo casi hiriente, esté en suelo, y el visitante la tenga que pisar para pasar de una sala a otra. Pero en realidad, los dictadores -Lenin, Stalin- son más bien elementos ornamentales en la exposición permanente. Los protagonistas son sus víctimas: el cardenal József Mindszenty, represaliado húngaro; la socialista Milada Horáková, única mujer ejecutada por la dictadura checa en los procesos políticos de los años 50; el militar polaco Witold Pilecki, que ingresó de forma voluntaria en Auschwitz a organizar la resistencia y revelar el Holocausto que en 1949 fue ejecutado por el régimen comunista.
En una foto en otra pared, dedicada a los largos años de la Guerra Fría, Aleksandr Solzhenitsyn, el gran cronista de la miseria moral y humana del gulag, habla con la prensa en Alemania al inicio de su exilio exterior. Llama poderosamente la atención que el museo exhiba todo lo que alguien como él, condenado a trabajos forzados, podía comer en todo un día: una mugrienta y negruzca hogaza de pan con la consistencia de un ladrillo, nada más.
Terror inabarcable
Como primicia, el museo exhibe además los lienzos que el ucraniano Nikolai Getman pintó secretamente tras pasar ocho años en el gulag, recuerdos nítidos que parecen escenas fantásticas de terror, donados y traídos a Washington para colgarlos en estas paredes.
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Además de vídeos, imágenes y objetos empleados por o contra estas víctimas, el museo tiene también un componente interactivo. Ante una pantalla, uno puede tomar decisiones a las que se enfrenta uno de estos represaliados por el mero hecho de vivir bajo un régimen comunista. Por ejemplo, la hija de un disidente cubano quien ha fallecido en extrañas circunstancias, debe decidir si sigue por el camino de resistencia de su padre o no, si cede ante las amenazas o denuncia los crímenes de la dictadura, si arriesga su vida para ayudar a los presos políticos. Es un juego de aparente realidad virtual que al final resulta totalmente cierto: es el caso de Rosa María Payá, que en vídeo cuenta su historia tras este juego endemoniado.
El director del museo, el embajador Bremberg, explica que en los próximos meses habrá una exposición dedicada íntegramente a Cuba. De momento, en el piso superior del museo hay una muestra sobre la masacre de Tiananmen en 1989, donde la camisa ensangrentada de una reportera por la paliza que le dio policía se eleva como una bandera que representa a todos los represaliados chinos.
La historia de este museo es la de una larga espera. La fundación para honrar a las víctimas del Comunismo en EE.UU. la creó el Capitolio en 1993, pero sin dotarla de financiación. Desde entonces sus gestores han tenido que buscar fondos con donaciones privadas para erigir una estatua cerca del Capitolio —la diosa de la democracia con una antorcha— y, ahora, para poder abrir este museo, de momento todavía discreto. Aspiran también a seguir creciendo y a que el gobierno federal les dedique fondos, como hace con otras galerías dedicadas a la historia y al arte.
En julio, la primera dama de Ucrania, Olena Zelenka, visitó el museo en Washington, donde participó en un congreso sobre naciones cautivas, aquellas sometidas por ideologías dictatoriales, como sucedió a Ucrania primero con la URSS y ahora con la Rusia de Vladímir Putin. «El comunismo no es más que otra forma de totalitarismo. El sistema que te ataca puede tener diferentes nombres, pero siempre reconocemos el totalitarismo por sus características principales: la agresión, la violencia y la completa falta de respeto y devaluación de la vida humana», dijo Zelenska entonces.
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