Fallece Bárbara Probst Solomon: de Nueva York a Sevilla
La escritora y periodista autora del libro «Los felices cuarenta», ha fallecido a la edad de 90 años
Bárbara Probst Solomon, escritora y periodista, ha fallecido el día 1 de septiembre de 2019 en su casa de Nueva York. Su historia de amor con Sevilla viene de lejos.
En el año 1982 la vida me hizo un regalo inmenso. Yo era una joven e «intrépida» periodista que nunca decía que no a cualquier encargo que mis veteranos y más sabios compañeros rechazaban. Trabajaba en aquel entonces en el Correo de Andalucía y el director pidió alguien para cubrir un mítin de Alfonso Guerra en Villanueva de San Juan, un pueblo situado en la Sierra Sur, bastante lejos de Sevilla. Yo, dije. La paliza era grande, pero en aquel momento y con aquella edad, nada pesaba. Y ese fue mi regalo.
Cuando llegué al coche en el que viajaba junto a Alfonso Guerra me encontré con una periodista norteamericana que hacía artículos para el New York Times, una mujer sonriente, afable, con una camarita de fotos muy chica en su gran bolso, y una risa espectacular que hacía volver la cabeza. Era Bárbara Probst Solomon (Nueva York, 1929- 2019).
Ese gran regalo se transformó en treinta y siete años de amistad, primero por sus viajes a Sevilla y los míos a su casa de Nueva York, y después a través del mails, cartas que guardo porque son y serán un tesoro.
Bárbara era una auténtica habitante de Manhattan, vivía en el Upper East Side, en un apartamento enorme que estaba lleno de obras de arte y recuerdos de sus viajes, sobre todo de España. Su pasión por nuestro país se cimentaba en sus amigos, Paco y Juan Benet, Juan Goytisolo, Marisol, Pilar, y quiero pensar que muchos años después, yo también estaba en un rinconcito de esa nómina.
En el año 1948 organizó junto a su amiga Bárbara Mailer la fuga de Nicolás Sánchez Albornoz y Miguel Lamana del campo de concentración de Cuelgamuros , en una odisea que luego relató en su libro, «Los felices cuarenta». Ella siempre decía que el caos de España en aquel momento facilitó mucho las cosas, «no pensaban que dos jóvenes locas americanas estaban ayudando a escapar a dos presos republicanos», se reía en su cocina.
En una de mis visitas a Nueva York me dijo que íbamos a cenar a casa de unos amigos. Era el año 1989. Fuimos, y en la cena sus amigos, claro, Norman Mailer entre ellos . Y yo sin cámara de fotos. La historia es cruel.
Sevilla le fascinaba y vino cuanto pudo, a pesar de que en los últimos años su salud no le hizo ningún favor. En uno de sus viajes llegó a Santa Justa en el AVE con su amigo el pintor Larry Rivers , (quien realizaría después un cartel para la temporada taurina de la Real Maestranza). Los recogí y nos fuimos hasta la plaza de doña Elvira. Se iban a alojar en casa de un amigo de Bárbara, el arquitecto Fernando Chueca Goitia. Al llegar, Larry se dió cuenta que se había dejado en el hotel de Madrid las pastillas para el corazón, y con las mismas, vuelta a la estación en dos horas y regreso a Madrid para recoger las pastillas. «Le conozco, decía Bárbara, si no las tiene no puede vivir en paz, y yo tampoco».
Alfonso Guerra presentó en Sevilla su libro «Latidos en la gran ciudad» en la desaparecida librería Antonio Machado. Tras la presentación, Bárbara comentó, «me ha desmenuzado página a página, qué capacidad de análisis». Se admiraban mutuamente.
Bárbara era todo pasión. Amaba sus hijas, Carla y María, a sus nietos y sobre todo su ciudad y la literatura. Mimaba su última revista, Reading Room, donde tuve el honor de colaborar, y para la que, a petición de Bárbara le pedí a otro sevillano, el pintor Luis Gordillo , un dibujo para una portada.
El apartamento en el que me acogía era inmenso y estaba entre Madison y Park Avenue. Había sido de sus padres, y en el portal te recibía un portero vestido de verde con gorra y que era dominicano o cubano, según. Para mí se quedan los larguísimos desayunos con Bárbara, donde ella hablaba y yo escuchaba con atención; sus gritos de emoción cuando le llevaba el regalo que ella quería: frascos de colonia de Agua de Sevilla (los tenía puestos vacíos en el alféizar de su ventana), y cuando recordaba que España le «oxigenaba …, será porque vuelvo a ser joven cuando piso tu país, o quizás porque fue donde encontré que era posible amar con pasión», decía.
En la Navidad de 2001 pasé con ella el fin de año. Cuando la llamé para desearle Felices Fiestas me dijo, «mi ciudad está herida, esto ha sido muy triste. Vente», y me fuí. Había ocurrido el 11 S y Nueva York tenía sonidos diferentes. Cenamos en Año Viejo en casa de su hija Carla. Bárbara me contó que tras las torres se había pertrechado en su casa e hizo acopio de paquetes y paquetes de papel higiénico, «me entró esa obsesión», decía. «Los neoyorkinos no vamos a ver las ruinas de las torres, lo que queremos es que lo limpien y arreglen ya», comentaba enfadada viendo por televisión las colas de gente visitando lo que habían sido los rascacielos destruidos.
Volvió años después a Sevilla en 2005 invitada por el Centro de Estudios Andaluces para participar en el ciclo «Decíamos ayer» sobre los valores republicanos, junto a personalidades como Paul Preston. Su disertación fue una lección de periodismo y de independencia.
En 2008 volví a estar con ella en Madrid. Le daban el premio de periodismo Francisco Cerecedo. «Vente, me dijo, me alojan en el Ritz y en este hotel aún ponen el té como en el antiguo Plaza de Nueva York», decía con su sonora carcajada.
La última vez que visitó Sevilla fue junto a su hija Carla, quería que ella conociera la ciudad que tanto le fascinaba, esa donde la vida era tan intensa como en su adorada Nueva York, «nos parecemos mucho, aunque allí somos más, pero con la misma pasión por no dejar nada atrás». Paseamos lo que pudimos por la ciudad, ya mala salud le impedía muchas cosas, y fuimos a Córdoba para ver la Mezquita y comer en Bodegas Campos. Se me perdió por la Mezquita, ella siempre tan aventurera.
Y todo ocurrió en 1982, cuando la vida me hizo ese gran regalo: la amistad con una mujer fuerte, feminista, valiente, inteligente y con una excepcional ternura, a quien he querido mucho. Su muerte duele, y poco a poco me consolará pensar que me ha dejado su ejemplo de mujer sin rendición y muchas horas de conversaciones inolvidables. Nos vemos en Manhattan o en Triana, un día de estos, Bárbara.