Miguel Aguilar
El test Ferlosio
En la era de Google, la figura del sabio es difícil de explicar, al fin y al cabo nada contiene más información que el teléfono más barato. El sabio quedará como un arquetipo mítico, un personaje de los cuentos infantiles y algunas películas antiguas, un señor despistado y cargado de conocimientos inútiles sobre temas arcanos. Sin embargo, frente al conocimiento accesible desde el teléfono, que exige una pregunta previa, el sabio es capaz de guiar a cualquiera por un camino insospechado y deslumbrarle con información que no necesita, que es siempre la más necesaria. Rafael Sánchez Ferlosio, que ha muerto con 91 años pero con el mismo aspecto que le recuerdo desde hace cuarenta, era la perfecta encarnación del sabio, capaz de enfurecerse al hablar de Felipe II, de contar la historia de los faraones como si la hubiera vivido, de analizar hasta el último detalle de las jarcias de un velero ante una lámina ilustrada. Para un niño era una aparición fantástica, quizá porque siempre conservó la curiosidad y la capacidad de fascinación de la infancia, cuando la falta de sentido, de argumento, no supone un problema para la apreciación de una concatenación de frases o historias, como expone brillantemente en su ensayo «Carácter y destino» al hilo de un paseo por el Retiro con su hija Marta. Durante años las solapas de sus libros terminaban afirmando «Habiéndolo emprendido todo por su sola afición, libre interés o propia y espontánea curiosidad, no se tiene a sí mismo por profesional de nada», qué mejor confirmación de una vocación de infancia prorrogada. Y probablemente era con los niños con quien se sentía más cómodo, en los últimos años con su nieta Laura. Al fin y al cabo, los niños no buscan el sentido de las cosas sino que las disfrutan en sí, como el patinador disfruta del mero hecho de patinar.
Quien no conociera a Ferlosio en persona, sino solo a través de sus libros, se podría sentir intimidado por la prosa hipotáctica y lo enrevesado del camino, las vueltas y revueltas y las digresiones a veces sorprendentes, a veces iluminadores. Pero bajo esa capa superficial estaba el mismo espíritu juguetón que se demoraba en dibujar un caballo para el nieto de un amigo, contaba aun con sorpresa setenta años más tarde un viaje de jóvenes escritores por tierras de Castilla, con pernoctas en conventos, o emprendía polémicas a distancia con Stephen Jay Gould a cuenta del año cero. La tertulia sabatina que presidía de modo informal reunía a varias de las mejores mentes de este país, en torno a dos cafés y algún agua tónica, para, como los niños, hablar de temas y no de personas. La aparición de la ventana en el arte occidental o los pormenores teológicos de la elección de un papa nuevo protagonizaban horas de tertulia anagónica, nunca de encendido debate; el placer, de nuevo, estaba en la tertulia misma.
Se supone que la mejor prueba de la inteligencia artificial es el test de Turing, cuando tras una conversación un humano no sepa si ha hablado con una máquina o con otro humano. Con todos los respetos para el gran científico británico, habría que plantear como un avance el test Ferlosio: habrá inteligencia artificial cuando un chip de silicio sea capaz de pensar por el mero placer de pensar y disfrute de dar vueltas a las cosas como hacía con los meandros fascinantes de su prosa Rafael Sánchez Ferlosio.
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