Robert Gottlieb, el rey midas de la edición

A sus 87 años, el estadounidense, artífice de las carreras literarias de John Cheever, Doris Lessing, Salman Rushdie, Nora Ephron, John le Carré, Michael Crichton, Toni Morrison o John Updike, publica sus memorias, «Lector voraz»

El editor Robert Gottlieb, fotografiado en su despacho de Knopf en Nueva York, en 1974 JILL KREMENTZ

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De todos los actores que intervienen en la cadena del libro , ese ente, aparentemente abstracto, que hace felices a todos los que nos llamamos lectores , el más desconocido, casi invisible, secundario en la sombra, es, sin duda alguna, el editor . Poco, o nada, se habla de él cuando se menciona un libro. Y mucho menos al referirse a un escritor . Quizás, la película «El editor de libros» (estrenada en España a finales de 2016), sobre la relación entre Max Perkins ( Colin Firth ) y Thomas Wolfe ( Jude Law ), vino a compensar tantos años de ignorancia, probablemente inconsciente. Si les pido que hagan el esfuerzo de pensar en su novela favorita , les costará, pero, finalmente, darán con ella; en cambio, si les pregunto por su editor, inevitablemente se verán obligados a recurrir a «San Google» , y ni con esas darán con el nombre. Pero, ya que están ahí, tecleen Robert Gottlieb (Nueva York, 1931).

No se dejen abrumar por la abundancia de referencias, la mayoría en inglés. Estamos hablando del rey midas de buena parte de la Literatura (sí, con mayúsculas) del siglo XX. Aquello que tocó se convirtió en oro. Y eso que por sus manos pasaron todo tipo de géneros y los más diversos autores, unos con más genio (el que atañe al carácter y el que se refiere a la calidad) que otros: John Cheever, Doris Lessing, Salman Rushdie, Nora Ephron, John le Carré, Lauren Bacall, Anne Tyler, Ray Bradbury, Katharine Graham, Michael Crichton, Toni Morrison, Bill Clinton, Janet Malcolm, Bob Dylan, Katharine Hepburn, John Updike... Por eso es extraordinario que, a sus 87 años, Gottlieb haya decidido hacer memoria, y contárnoslo. «Lector voraz» (Navona) es un recorrido, apasionante, por la Historia reciente del mundo literario y, de paso, una clase magistral de edición.

«No estoy muy interesado en mí o en mi pasado. No suelo mirar mucho hacia atrás o hacia delante. Mi hija quería que lo hiciese», confiesa Gottlieb, en conversación telefónica con ABC desde su casa de Nueva York . Aclarada la motivación, y tras asegurar que no disfruta escribiendo («Soy editor, es mi naturaleza»), explica de dónde viene esa avidez, constante, por la literatura : «Nací con ella. Leer era fundamental en mi familia. Mis padres eran unos lectores insaciables. Mi abuelo, que ayudó a criarme, me leía todas las mañanas. Cuando tenía cuatro años, leía perfectamente. Para mí, leer es como respirar».

De hecho, hasta los treinta años no se dio cuenta de que «leer no es la principal motivación para todo el mundo». Entonces, ya había empezado a trabajar en la editorial , donde llegó, tras haber pasado por Columbia y Cambridge , para ser asistente de Jack Goodman. Pero, aquel cometido, se le quedó, bien pronto, pequeño. «He tenido mucha suerte, porque al principio de mi vida profesional, pude elegir. Cuando era muy joven, ya tenía un cargo directivo. Tenía mucha responsabilidad, y mucha independencia». Ya con el timón de la editorial bien amarrado, Gottlieb publicó uno de sus primero best sellers, «Trampa-22», de Joseph Heller . «Me encantó entonces, y me encantó cuando lo volví a leer, cincuenta años después. Pero es sólo un libro, y probablemente he revisado unos mil», recuerda Gottlieb, que destaca que «el resultado han sido muchas amistades íntimas, y eso siempre ha sido maravilloso».

Cambios

En 1968, decidió dar un giro a su trama y dejó Simon & Schuster para incorporarse, con todos los honores, a Alfred A. Knopf . Se llevó consigo a dos de sus más fieles aliados: Nina Bourne y Anthony M. Schulte. Allí editó el libro del que, probablemente, se siente más orgulloso: los «Cuentos» de John Cheever . «Fue algo fundamental, porque él no quería hacerlo. Mi intervención marcó la diferencia, porque se me ocurrió la idea. Fue un enorme best seller y nos sorprendió. No se le conocería hoy en día como se le conoce sin ese libro», confiesa a ABC. En las memorias, Gottlieb asegura que, «como autor», Cheever «nunca se quejó de nada ni se entusiasmó con nada, pero fue indefectiblemente educado y cooperativo, si bien hacia el final de su vida, durante el período de su dura caída física y mental, se volvió atípicamente virulento con respecto al dinero». John Updike , en cambio, «era especialmente retraído con el dinero, y limitaba considerablemente la cantidad que quería que se le pagase anualmente», hasta el punto de que al editor le «angustiaba el hecho de que no aceptase nuestros anticipos».

Como destaca durante nuestra charla, los gustos de Gottlieb por la lectura son «amplios y variados» y eso, inevitablemente, se trasladó a los libros que editó. «No me arrepiento de nada. Editar es un trabajo de servicio, es entender cuál es la intención del escritor, y ayudarle a lograr un libro mejor. No puedes hacer eso si no sientes ningún tipo de simpatía por el libro». Y eso hizo él, por ejemplo, con «La amenaza de Andrómeda» (1969), primera novela de Michael Crichton , que entonces era un «trabajador maravilloso, pero no un escritor maravilloso». «Hice posible ese libro gracias a mi mentalidad de editor. No es pro presumir, es una realidad», recuerda. Gottlieb no tuvo, nunca, ningún problema, en «decirle a un escritor: “Mira, esto está bien, pero aquí está mal”», por muy amigo que fuera.

«Hay una idea muy vulgar de que los escritores y los editores están reñidos entre ellos, se pelean. Pero no es así, casi nunca», aclara Gottlieb. Aunque reconoce que si bien hay autores, como Toni Morrison , a la que aún sigue editando, que «está abierta a volver a pensar y a volver a hacer las cosas», en otros, como los mencionados Cheever y Heller, es «un proceso», mientras que su adorada Doris Lessing «no trabajaba así». Y eso que, como escribe en «Lector voraz», «de todos los autores que nos siguieron a Knopf, con quien más amistad tuve durante muchos años» fue con ella. Sorprende leer, por ejemplo, que la premio Nobel «odiaba que la tildaran de feminista y luchó contra ello, en vano, durante décadas», y que «su característica más sorprendente» era «su cabezonería: cuanto más locas eran sus ideas, más tercamente las defendía».

Entre las divas (reales, las autoproclamadas merecerían otro reportaje) con las que trabajó, destaca, por encima de todas, Lauren Bacall , de la que editó sus memorias, «Por mí misma». Según cuenta en el libro, «Betty no necesitó un colaborador y, en cualquier caso, nunca hubiese aceptado uno». Como «no podía escribir en casa», Gottlieb le proporcionó «un despacho en Knopf y cada vez que estaba en la ciudad –cada día– aparecía y se ponía a trabajar, escribiendo a mano en sus cuadernos de notas amarillos, vagando por la oficina sin zapatos». Si su relación personal con la Bacall fue estrecha, «la mayor parte» de las comunicaciones con Bob Dylan «eran por teléfono o a través de su asistente». Del músico publicó «una colección de sus letras» y en la única cena que compartió con él tuvo «una revelación»: «Este genio rebelde y formidable estrella era prácticamente un niño: intuías que apenas sabía cómo atarse un zapato, y mucho menos rellenar un cheque. Había más de un Bob Dylan».

Relaciones

En el capítulo de reproches, aunque no lo sean como tal, cabe destacar las palabras que en el libro dirige a V. S. Naipaul («Mantuvimos una relación cordial. Sin embargo, percibí un halo de narcisismo en él, y demasiada ira contenida. También era un esnob. ¡Pero qué pedazo de escritor!») y Roald Dahl («Cuando Bob Bernstein no accedió a sus exigencias económicas desproporcionadas y provocativas, percibimos cierto trasfondo antisemita»), y la aclaración que hace sobre Salman Rushdie , con el que asegura haber vivido «uno de los momentos más incómodos» con un escritor. Un día que se encontraron en Cheltenham (Reino Unido), Gottlieb le compadeció «por el hecho de que si hubiese sabido de antemano qué iba a ocurrir, hubiese podido eliminar o cambiar algunas frases de “ Los versos satánicos ”, salvando así las vidas de los que fueron asesinados por sus implicaciones profesionales con el libro». Rushdie se giró hacia él, «furioso, balbuceando: “¿Por qué hubiese hecho algo así? ¡No es mi culpa que los matasen!”».

En cambio, con John le Carré mantuvo «una de las relaciones autor-editor más estimulantes» de su «vida laboral»: «Nunca dejé de sentirme evaluado, como si él estuviese descifrando cosas que no necesitaban ser descifradas. Ser precavido e ir un paso por delante en el juego, aunque no hubiese ninguno, formaba parte de su naturaleza».

De su paso por la revista «New Yorker» (de 1987 a 1992), donde sustituyó, como director, a William Shawn, con bastante mala recepción por parte de la redacción, sacó grandes lecciones («No soy periodista. El periodismo me parece extraño, no lo entiendo», confiesa a ABC), y aún hoy conserva mayores amistades, como la que desde finales de los 80 mantiene con Alma Guillermoprieto , reciente premio Princesa de Asturias de Comunicación .

Y para el final de nuestra conversación se guarda el mejor consejo para todo aspirante a escritor: «Escribir. No creo en las escuelas de escritura. No puedes enseñar a alguien a ser escritor, no puedes crear el talento». No la subestimen, es palabra de Robert Gottlieb .

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