Ricardo Menéndez Salmón: «No todos somos padres, pero todos somos hijos»

El escritor presenta «No entres dócilmente en esa noche quieta», un libro de en el que explora los tormentos de la enfermedad de su padre

Ricardo Menéndez Salmón, retratado minutos antes de su entrevista con ABC Isabel Permuy
Bruno Pardo Porto

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Siempre nos quedamos con la palabra en la boca. Con la duda, con el reproche, con el cariño, con el rencor. Con algo que teníamos que decir. Nos damos cuenta tarde, claro, cuando el otro ya se ha ido y solo podemos hablarle a los recuerdos, que nunca responden. Qué le vamos a hacer, somos expertos en el arte de eludir lo esencial, de acumular asuntos pendientes. Lo escribe Ricardo Menéndez Salmón al principio de su nueva novela, « No entres dócilmente en esa noche quieta » (Seix Barral): «Las conversaciones importantes no se tienen a tiempo. Eso es algo que sólo sucede en la literatura o el cine. En la vida real, en la vida espantosa hecha de tedio, facturas y declive, en la vida gozosa hecha de momentos de júbilo, del misterio del mar y de la bondad de ciertos hombres y mujeres, el silencio es la norma. Un silencio educado, un silencio castrante; un silencio que tarde o temprano acabamos por pagar».

Más o menos así podría explicarse el sentido de este libro extraño, en el que el novelista asturiano se despoja de la ficción (y del pudor) para poner escrito no tanto la muerte de su padre –que es el punto de partida del relato– como su larga enfermedad, esa que trastocó por completo su infancia, esa que le negó el «derecho a ignorar la muerte», esa que determinó el rumbo de su biografía. «A mí me faltaron todas las conversaciones, hablar de todos los temas que están en este libro expuestos en su crudeza. Para mí esto tiene algo de diálogo ya imposible, porque el interlocutor me falta. Es un poco el modelo de la “ Carta al padre ”, de Kafka . El éxito de ese pequeño texto es precisamente que de fondo lo que está trabajando en él es la idea de “te estoy poniendo por escrito lo que nunca podemos hablar de palabra”», comenta Salmón a ABC. Pues eso, mejor tarde que nunca, mejor el papel que la nada.

De los muchos temas que saca a relucir la prosa de Salmón –afilada, precisa, fría como un bisturí– el de la presencia de la muerte es central. Pero no la pérdida del ser querido ni su ausencia. No. Es otra cosa, un temblor anterior: la amenaza del final, la certeza de que todo puede explotar en cualquier segundo, esa tensión que tuvo que habitar como un hogar, pues estuvo presente desde su niñez. «A los once años tu armadura intelectual e incluso emocional no está organizada para enfrentarse a algo así. Era muy inquietante. Porque era esa sensación de inminencia , de que en cualquier momento la fragilidad de la vida se podía ejecutar. Pero luego, paradójicamente, la vida de mi padre, siendo tan frágil, desmentía eso año tras año y acabó convirtiéndose en una cronificación del malestar», relata el autor.

Su padre falleció el 12 de junio de 2015, con 72 años de edad y 34 de enfermedad. Pasó mucho tiempo herido –por la enfermedad, por el alcohol, por la abstinencia, por la cirujía–, con un cuerpo que le negaba la plenitud de sus funciones, obligado a rebajar sus aspiraciones, también sus actos. El suyo era « un cuerpo torturado », y así lo veía su hijo: «Era muy doloroso ver que su vida había sido chupada de alguna manera por un invasor escandaloso que era la enfermedad». El hombre frágil tuvo que inventar su rutina. Empezó a hacer colecciones, y transformó sus pequeñas filias en proyectos faraónicos. «Hay que vivir, hay que llenar tu tiempo. De ahí esa obsesión que yo veía en él por el método, por el orden, por lo minúsculo. Es como aquello que decía Bernhard de que el mayor infierno de la vida es el tedio. No hay infierno mayor que ese, que el tiempo se te imponga como una cosa que hay que recorrer hasta el último segundo», evoca el escritor, ahora con mueca amarga.

Quizá el mayor empeño narrativo de esta obra sea el abrazo a la realidad con todas sus aristas, fueran o no cortantes, con o sin sangre. Cuenta el autor que fue un duro ejercicio de honestidad, de exploración del pasado y abandono de la ficción, en busca de una cierta verdad sobre la que asentar su memoria. «Yo soy consciente de que la memoria siempre es un artefacto . Es un artefacto narrativo. Cuando nos acercamos a la reconstrucción de nuestra propia vida necesariamente tenemos que hacerlo a través de un relato, y por muy limpio que queramos que ese relato sea, o por muy honesto que queramos que sea, desde el momento en que uno escribe desde el presente sobre algo que ya sucedió ya está introduciendo un montón de impurezas. Pero aun así creo que hay grados en este tratamiento de una memoria sentimental o intelectual», comenta.

De este psicoanálisis particular ha sacado alguna certeza, como que hoy no sería el tipo de escritor que es sin el tormento de su padre : sin esa enfermedad no hubiera profundizado tanto en el origen del mal, ni en la carne, ni en el cuerpo. Es la gran hipótesis que maneja en estas páginas: la enfermedad de su padre fue su despertar como escritor. «Este es un libro catártico completamente. Es un libro exorcista, es un libro espejo, es un libro conjuro, es un libro que me ha regalado un bienestar enorme. Una especie de paz en el sentido de un trabajo cerrado, de un círculo vital y de escritura», asevera.

«No entres dócilmente en esa noche quieta» es todas esas cosas, sí, y también su intimidad. Es una novela que él, siguiendo la tradición anglosajona, califica como « memoir ». Esto es: «Un fragmento de vida con una cierta vocación ensayística y una armadura narrativa». En fin, es un texto personalísimo que no por ello deja de interpelarnos, pues apunta a un lugar más bien común, compartido. «Es un universal. Es un calambre que recorre la espina dorsal de lo que somos: porque no todos somos padres, pero todos somos hijos», remata.

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