Nicolas Mathieu: «El neoliberalismo feroz produce efectos políticos deletéreos y tal vez criminales»
El escritor galo presenta en España «Sus hijos después de ellos», novela generacional con la que ganó el Goncourt y en la que retrata el ocaso del mundo obrero en la Francia de los 90
Cuando eres escritor, hay canciones que te azuzan y te conducen hasta ese lugar, en ocasiones incómodo, desde el que arrancar la historia que realmente quieres contar. En el caso de Nicolas Mathieu (Épinal, Francia, 1978), fue «The River» . Mientras escuchaba, en el valle del Fensch, la mítica canción que Bruce Springsteen compuso a finales de los 70 para retratar la conflictiva relación que tenía con su padre, supo que debía escribir «Sus hijos después de ellos» (Alianza de Novelas). Y la novela se convirtió en su vida, hasta hacer de su realidad ficción. La ficción de una generación -aquellos que fuimos jóvenes en los 90- enfrentada a la desaparición del mundo en el que crecieron, rural y obrero, sin saber qué futuro les espera, ni si tendrán, siquiera, un presente. Con esos mimbres, el Goncourt que ganó el año pasado es, casi, lo de menos.
Me pregunto si la novela está escrita desde la rabia, desde el rencor, desde la comprensión, desde el perdón…
De la rabia, seguro.
¿Por qué? Lo dice con mucha seguridad.
Porque hay muchas cosas en el funcionamiento del mundo y en concreto en el funcionamiento de las relaciones sociales que me encolerizan, porque lo he visto, porque lo he sufrido, porque veo a los que lo sufren. Esa rabia, esa ira, es un carburante especialmente valioso. La vida tiene cosas muy bonitas, pero también están las mujeres que nunca conseguiremos, cómo nuestros padres envejecen y mueren, lo que el tiempo le hace a nuestros cuerpos… Todo eso me provoca pena, dolor y la escritura es una forma de revancha, de devolver golpes. Hay que ver la literatura como un arte marcial en el que, en un ring, la escritura es una forma de devolver puñetazos por esa tunda que nos da la vida. Pero hay un término que ha utilizado, el rencor, no, nada de rencor.
¿Y el perdón?
No, no hay perdón, porque el funcionamientos de los engranajes sociales es tan injusto, tan inadmisible que perdonar sería darse por vencido.
¿Y el olvido? Aunque quizás escribamos precisamente para no olvidar…
No, no hay olvido. Lo único que se puede esperar es recordar con más tranquilidad.
No he leído su primer libro, pero al menos en esta novela su escritura es política.
Sí, es política, pero no en el sentido de una ideología de partida que intenta demostrar su acierto con personajes y situaciones, que es el peor tipo de novela que puede existir.
Estoy de acuerdo, sí.
Mi escritura es política por muchas cuestiones, de una forma muy arcaica, porque muestra cómo intentan convivir las personas, cómo se articula lo individual en lo colectivo y cómo articulamos también lo colectivo entre cada uno, lo que nos acerca y lo que nos aleja. Toda esa atención al mundo social, a los códigos, a sus fronteras, a sus pasos, esa es la esencia misma de lo político.
Yo llego a la conclusión, prácticamente cada día, y leyendo novelas como esta me reafirmo en esa conclusión, de que al final todo es política.
Sí, sí, estoy convencido. Todo es político: el sexo, la vida, leer libros, ¿hay algo más político que la amistad? Tenemos aliados, nos ponemos de acuerdo en cómo concebimos el mundo, llegamos a estrategias de combate, solidaridades… Todo es político.
En ese sentido, siguiendo por la senda política, ¿qué esperaba usted de la Francia retratada en la novela y qué espera de la Francia actual?
Lo que esperaba de la Francia que describo en la novela era que mantuviese las promesas que había hecho, las promesas de la escuela, de mis padres, de que todo iría bien. Mis padres me habían dicho que si estudiaba conseguiría trabajo, implícitamente se admitía que mi destino sería mejor que el suyo. Todo eso son promesas incumplidas. El colegio miente mucho, pretende ser una herramienta de construcción de uno mismo, de desarrollo personal y de los potenciales, cuando en realidad es una inmensa maquinaria para seleccionar. Esas promesas incumplidas han alimentado una gran desesperación que, efectivamente, alimenta la obra. Lo que espero del mundo de hoy no es mucho. Me siento muy inquieto y no veo muy bien dónde está la salida. Estamos en una maquinaria infernal que nos mastica, entre la catástrofe medioambiental en ciernes y la cloaca política sobre la que estamos asentados. Y encontrar una vía pacífica de mejora de la situación parece muy comprometido.
Además de ser política, está claro que su literatura nace de su empeño por contar las cosas que conoce, su propia realidad. ¿Debe ser así siempre?
No, no, no. El peor de los mundos posibles sería aquel en el que sólo se escribiera mi libro (ríe). Amo toda la literatura, me encantan los escritores de derechas, de izquierdas… Todo tiene que ser posible. Creo que fue Leibniz el que dijo que «vivimos en el mejor de los mundos posibles porque es el que permite el mayor número de formas de ser». Prefiero equivocarme a ser el único que tiene razón.
Se lo pregunto porque resulta paradójico que estudiara para escapar de su entorno y al final ha terminado escribiendo sobre él.
Sí, efectivamente. Pero tengo que precisar que he escrito sobre el mundo socioeconómico del que vengo, pero mi padres no son como los de Anthony, no tuve esa infancia. Mi madre siempre me pide que remarque que mis padres no eran alcohólicos (ríe).
Está bien, es una apreciación pertinente, sí.
Pero, sí, realmente, como dice, es una paradoja, porque de la misma forma que mis padres financiaron mi traición social haciendo que pudiera estudiar en buenos colegios, he usado esa distancia, esa pértiga intelectual, para volver a ese mundo y hacerle justicia. Se resume con la última frase del libro: «La pavorosa y dulce sensación de pertenecer».
Precisamente, el sentimiento de pertenencia está muy presente en la novela, es uno de los ejes alrededor de los que se articula.
Sí, así es.
¿Cuál es la patria de un escritor?
Es una jodida buena pregunta. No puedo hablar por todos los escritores, puedo hablar de mi caso preciso, es decir, el de un «transclase». Yo ya no pertenezco al medio del que vengo y nunca seré un burgués, porque no he nacido burgués. Me encuentro entre dos tierras, en una posición de «voyeur». Y el lugar en el que me encuentro, el sitio que me permite aterrizar, es la escritura. No quiero hacer una declaración general y decir que la patria del escritor es la escritura, pero en mi caso se organiza así, porque está ligado a un contexto sociopolítico.
Ha salido la palabra patria, hemos mencionado, también, el sentimiento de pertenencia y no puedo evitar pensar en el nacionalismo. ¿Cómo se puede evitar traspasar ese límite?
Es muy complicado… Me parece que el nacionalismo está ligado a la crisis de identidad, y las crisis de identidad están ligadas a sentimientos de inseguridad. Creo que esa es la vocación de los Estados. Hace poco leí un libro de un jurista francés que vuelve sobre el espíritu de Filadelfia del 44, que planteaba esto como base, la seguridad para las masas, y no era filantrópico, sólo pensaron que para tener realmente una sociedad pacífica había que dar seguridad a las personas. Esa lección se ha olvidado con el neoliberalismo feroz, que realmente produce efectos políticos deletéreos y tal vez criminales. La seguridad es la clave.
Heillange, en el libro, o Hayange, en la Francia real, es el ejemplo perfecto de esos lugares que han sido olvidados por las élites políticas, y también por las intelectuales. Eso genera desafección hacia esas élites y, sobre todo, un terreno abonado para la extrema derecha.
Sí y no. Yo creo que es más ambivalente que eso. Seguro que las personas que viven en lugares como ese ya no están representadas por las élites.
¿Ya no están representadas o no se sienten representadas?
Yo creo que ya no lo están. Los intereses de las clases populares no están representados desde hace tiempo de forma eficaz en la relación de fuerzas del campo político. Así que creo que el sentimiento es justo; cuando quieren algo, se les dice que no va a ser posible, que hay intereses que les sobrepasan, etc…
Y el problema es que eso es aprovechado por la extrema derecha.
Claro, efectivamente, se ha llevado el gato al agua. Ahí la extrema derecha ha jugado bien su juego, ha encontrado su caldo de cultivo recabando esa furia y esa frustración. Ha sido fácil, porque después del 89 el Partido Comunista fue barrido y los partidos socialdemócratas claramente se gentrificaron y aburguesaron y se alejaron de las preocupaciones obreras, así que claramente había un bulevard abierto para la extrema derecha. Pero estos lugares no siempre han sido ganados del todo por la extrema derecha, podría haber ofertas de izquierda que podrían aplicarse a esos lugares, reconquistarlos. Si descalificamos siempre las ofertas que se hacen a esas personas diciendo que son populistas, nunca ocurre nada. Al Partido Comunista, que llevaba la bandera de la clase obrera en los años 60, hoy se le llamaría populista. Esas personas tienen que ser representadas, tienen derechos, y sus intereses tienen que pesar en la relación de fuerzas que deciden las políticas.
Fíjese que una de las cosas que le iba a plantear es si los chalecos amarillos son una forma de populismo o todo lo contrario…
Es imposible responder a eso de forma sencilla, porque es muy «proteiforme», hay muchas cosas ahí dentro. Lo único que les une es su descontento respecto al estado actual de las cosas. Dentro encontramos izquierda, derecha, populistas, apolíticos… pero lo que les une profundamente es el descontento. No se ven representados desde hace tiempo y han vuelto al centro del tablero político por vías sorprendentes. Si no son escuchados, la cosa terminará mal.
¿Cree, por ejemplo, que Macron sabe dónde está Hayange?
Sí, sí. Pero no creo que el trabajo de Macron sea representar a estas personas.
¿No? ¿Por qué?
Lo que quiero decir con esto es que Macron es un político de derechas.
Él no dice eso.
Lo sé, pero lo es. Representa casi siempre los intereses de la derecha, y ¿por qué no? Pero el tema es saber si los intereses de esas personas pueden ser representados por otras partes y alcanzar un nuevo equilibrio de fuerzas. No habrá un presidente de los chalecos amarillos, y tampoco lo deseo (ríe), pero sus intereses son legítimos en una democracia. Esas personas no han tenido acceso a esa representación desde hace demasiado tiempo, así lo viven y creo que tienen razón.
Dejando de lado la política…
Sí, por favor, y no saque un titular con Macron, porque si no tendré que soportarlo seis meses en Francia…
No, no, volvamos a la novela. Hay un momento en el que escribe sobre la vida de Anthony: «No había cambiado nada pero ya nada estaba en su sitio. Estaba sufriendo; eso era bueno». ¿Cree que nuestra generación sabe sufrir, estamos preparados para sufrir?
Hay dos preguntas muy diferentes ahí. La frase habla del sentimiento amoroso, es una gran exaltación y una tremenda frustración al mismo tiempo. Nuestra generación se creyó protegida de la Historia durante mucho tiempo; luego llegó la crisis de 2008, Bataclán... Desde los años 90, nos creímos fuera de la Historia. En Europa parece que vivimos en un museo donde todo irá bien siempre, pero no es tan sencillo, hay historia que vivir todavía y lo peor está delante de nosotros, la crisis climática no ha hecho más que empezar y va a tener incidencia política en nuestra vida cotidiana. Esa es nuestra historia, la que viene.
¿Qué piensa de Greta?
(Ríe) Pienso que su discurso es refrescante, porque nos saca de nuestros viejos hábitos, nos saca del espíritu de los telemaratones. Llevamos 30 o 40 años diciéndonos lo mismo con el clima, pero nada cambia. Hay que tomar la medida del problema, tener miedo de verdad y empezar a reorientar nuestros deseos. Un crecimiento infinito es insostenible. Greta anuncia una relación con la crisis climática de las futuras generaciones que me parece realmente interesante y aprovechable, señala la emergencia de un nuevo discurso, de una nueva toma de conciencia sobre eso que está en juego.
La novela habla sobre el final del mundo de la clase obrera. ¿Es así, se ha acabado realmente ese mundo?
Sí, lo que no se ha acabado son los obreros, pero la clase obrera sí. Es decir, esa relación colectiva con el mundo, con el trabajo, con la solidaridad, ha sido totalmente barrida, ya no existe.
Y, entonces, ¿qué va a ser de los obreros, si ese mundo ya no existe pero ellos siguen existiendo?
Es un tipo de organización social lo que ya no existe, y a ellos le ocurre lo que a todo el mundo, tienen vidas individualistas y narcisistas (ríe). Los chalecos amarillos son pequeños asalariados, pequeños obreros, pequeños empresarios que de pronto se han juntado en las rotondas, y esas rotondas se parecen mucho a los foros, a las ágoras de los romanos, se crean nuevas solidaridades.
Salvo que en su caso hay veces en las que recurren a la violencia.
Claro, pero no todos, y además no creo que sea el elemento principal de esas manifestaciones.
No, claro, no lo es.
No sé cómo lo tratan aquí informativamente, pero en Francia han hablado mucho de ello porque daba muy buenas audiencias, pero ha habido miles y miles de chalecos amarillos en Francia y no siempre han sido violentos, han provocados muchas otras cosas: innovación política, nuevas solidaridades, historias de amor, fiestas… ¿Qué manifestación colectiva humana no produce violencia llegado a un cierto umbral? Y no quiero justificar nada, eh.
¿Siente melancolía por esa época que ya no existe?
No. Siento melancolía ligada al paso del tiempo.
Nos hacemos mayores…
Exactamente. En la novela, el personaje principal es el tiempo que pasa, porque lo vemos actuar, lo vemos intervenir... Me parece que la melancolía es el gusto exacto del tiempo que pasa.