El milagro que salvó al escritor Vladímir Rafeenko del cerco ruso de Bucha

Tras cuarenta días de invasión, dos jóvenes apodados Perro de Hierro y Twin Peaks lograron rescatar a los habitantes de una pequeña cooperativa agrícola junto a la ciudad de las matanzas. El novelista ucraniano Vladímir Rafeenko relata en primera persona su experiencia

Una casa en las cercanías de Bucha EFE

Por Vladímir Rafeenko

Sé que si me mantengo con vida durante al menos un par de años más, escribiré una novela sobre lo que he visto y oído en este mes de resistencia a la invasión militar rusa a gran escala, en mi tierra natal, Ucrania. Pero solo si todavía estoy vivo. Ahora hay que escribir mucho para diferentes medios, principalmente europeos. Para los que trato de plasmar, reflejar, encarnar en palabras la imagen y la naturaleza de las personas que nos mandó el Señor en aquellas circunstancias, en una situación de guerra cruel, una guerra para aniquilar a mi pueblo por parte de la Rusia Putinista. Pero estos suelen ser ensayos basados en lo puramente documental, y yo sueño con escribir una novela. De todos modos, ahora quiero recordar los últimos días que he vivido. Y mi principal recuerdo es el milagro que nos sucedió a mi esposa y a mí.

El caso es que ya somos dos veces refugiados. Nos vimos obligados a dejar todas nuestras pertenencias, la casa en que vivíamos, toda nuestra vida, por segunda vez en ocho años. La primera vez, fuimos expulsados de nuestra ciudad natal de Donetsk en el este de Ucrania, por la llamada «primavera rusa»: la ocupación de Crimea y ciertas áreas en el este de Ucrania, incluido Donetsk, por mercenarios rusos y camorristas que ocuparon la ciudad en la primavera - verano del 2014. En ese entonces, nos mudamos a Kíiv, alquilamos un apartamento allí durante algunos años y luego nuestros amigos nos ofrecieron alojamiento no muy lejos de Kíiv: una casa propia, ubicada en una cooperativa de casas de campo entre dos carreteras hacia el oeste, aproximadamente entre Bucha y Borodianka, pequeñas ciudades que ahora han dejado de existir casi por completo. Han sido completamente destruidas por los rusos en marzo de 2022.

Vivíamos en un lugar tranquilo, en una cooperativa de campo entre el lago Gloria y un bosque de pinos. Y realmente no queríamos creer que tendríamos que dejar todo lo que habíamos conseguido otra vez. Pero el 24 de febrero, los rusos comenzaron a bombardear con misiles las principales ciudades ucranianas. Y en pocos días se libraron feroces batallas en lugares que se encontraban entre nosotros y Kíiv. Unos días después, la casa en la que vivimos durante los últimos años ya se encontraba dentro del cerco de las fuerzas de ocupación rusas. E incluso cuando se pudo evacuar las ciudades destruidas que mencioné anteriormente, parecía que no nos concernía en absoluto a nosotros, personas que continuamos viviendo en una cooperativa rural tranquila y discreta. Además, para llegar a esos centros de esperanza, necesitábamos un transporte que simplemente no teníamos y que era casi imposible acordar.

Vladímir Rafeenko

Las batallas alrededor nuestro eran tan feroces, tan terribles, que estallaban por delante, por detrás, a izquierda y derecha, e incluso en algún lugar por encima de nosotros; que nuestra casa de dos pisos se balanceaba como un pequeño bote con las olas del océano. Una mañana, junto a nuestra cerca, encontramos varios pedazos de misiles o proyectiles grandes, sinceramente aún no sé qué era, ni cómo llamarlo. Uno de ellos, pesado, grande, negruzco, retorcido, con bordes afilados, de setenta centímetros de largo, llevaba algo así como un número de serie, algunos números y letras. Y aunque no pudieron decirme nada, por alguna razón los miré largo y tendido. Probablemente simplemente porque las letras por sí mismas suelen ser símbolos que contienen un significado, y en este instrumento de la muerte parecían completamente inapropiadas.

Debo decir que ya habíamos escuchado las explosiones en Donetsk ya en 2014, pero lo que comenzó a suceder a finales de febrero cerca de Kíiv, desde todos los lados al mismo tiempo, no se podía comparar con nada. Retumbaba de día y de noche. También pasaban aviones y helicópteros. Se produjeron combates con artillería pesada y ametralladoras.

La casa se tambaleaba, pero aguantó. Salíamos de vez en cuando a respirar, porque estar sentados en la casa constantemente no tenía sentido. Sobre todo porque no teníamos sótano, y porque las delgadas paredes no protegían de nada. Tal vez solo del viento y del frío, aunque realizaban esta función de manera bastante básica, porque esta casa se construyó como una casa de veraneo. Y solo mucho más tarde se instaló calefacción de gas.

Cada día la situación empeoraba, aunque el día anterior parecía imposible. Pero por suerte, no estábamos solos. Había otras personas que vinieron aquí en los primeros días de la guerra porque pensaban que sería más seguro estar en el campo que en la ciudad. Por eso en las primeras semanas de la guerra sólo en nuestra pequeña cooperativa campesina de siete calles vivían 99 adultos y 34 niños. Pero llegó el día en que en Blizhny Sadí (Jardines Próximos), el nombre de una serie de pequeñas urbanizaciones que se extendían alrededor del lago Gloria, la luz, las comunicaciones e Internet desaparecieron casi simultáneamente. La calefacción de la mayor parte de nuestra casa dependía de la electricidad, porque en varias habitaciones las bombas que suministraban agua caliente eran eléctricas. Y está claro que, sin comunicación, nuestra situación de encierro en este continuo horror se hacía más evidente. Sin embargo, a los pocos días nos dimos cuenta que en algunos lugares del bosque se podía «pillar la cobertura». Y tener una conversación con Kíiv, tan lejano y tan importante para todos nosotros, con nuestros amigos y familiares. Por la mañana, después de algún tipo de desayuno (el tema de la comida se volvía cada vez más grave para muchas personas, porque ninguna de las tiendas locales estaba abierta desde el quinto día de la guerra), los »residentes de verano« iban al bosque e intentaban pillar cobertura. Si alguien captaba una onda en algún lugar, un montón de gente se reunía allí y eras testigo de una docena de conversaciones que se desarrollaban a tu alrededor al mismo tiempo.

Alguien gritaba a su madre que no se preocupara, pero la madre no oía, y él gritaba y gritaba. Alguien trataba de consolar a sus hijos que quedaron solos en la ciudad. Alguien pedía que lo sacaran de este infierno, pero al otro lado del hilo no entendían cómo podía ser que fuera imposible salir. Recuerdo como yo mismo gritaba al teléfono, intentando comunicar con mi amigo Liubomyr: «¿Kíiv todavía es nuestro? ¿Es nuestro? ¿Es nuestro Kíiv todavía? Y no escuché nada en respuesta, porque la conexión se cortaba constantemente – no había remedio, aunque lloraras. Y una abuela me abrazó y dijo en voz baja: «Kíiv sigue siendo nuestro, hijo, nuestro, no grites así. Justo ahora, mi hijo y mi nuera que se quedaron en Kíiv me aseguraron que los nuestros aguantan.»

Podría escribir un libro aparte solo sobre estas conversaciones. Pero primero quiero llegar a lo principal: explicar los últimos días que viví allí, sobre los cuales precisamente quería escribir. Hacia el veinte de marzo, nos dimos cuenta que no habría luz hasta el final de la guerra, y aumentó el número de fuerzas de ocupación rusas, que sembraban un auténtico terror en pueblos cercanos a nosotros. Era evidente que pronto nos llegaría el turno. No sabía qué hacer, cómo escapar. Las personas que tenían vehículos y podían comprar gasolina comenzaron a reunirse en improvisadas columnas humanitarias y tratar de salir de la zona ocupada por su cuenta y riesgo. Cientos de coches con banderas blancas pasaron frente a nuestra casa. Pero no todos lograron salir. En los primeros días, una familia fue enterrada en nuestro cementerio, adultos y niños, cuyo automóvil fue ametrallado por soldados rusos en un puesto de control ruso. Y no fue un caso aislado. Pero si mi esposa y yo tuviéramos coche, nos hubiéramos ido como todos ellos. Porque la condena de permanecer aquí, en la zona gris, puede que fuera la prueba más difícil. Más que el frío, la soledad, incluso que el horror de que se interrumpiera el suministro de gas – porque cada día, cada noche era imposible no pensar que, en cualquier momento, una bomba podría destrozar el gasoducto, y no tendríamos calefacción, y afuera hacía 15 grados bajo cero.

Salía al bosque todos los días y llamaba a mi amigo Liubomyr. Estaba tratando de encontrar opciones para sacarnos a mi esposa y a mí. Y finalmente hubo algunos muchachos que aceptaron venir aquí a por nosotros y traer algo de ayuda humanitaria. La mera posibilidad de esto dio sentido a la vida. Se fijó una fecha concreta. Mi esposa y yo preparamos nuestras dos mochilas y esperamos todo el día. Esperamos como nunca habíamos esperado, quizás, como nunca en nuestra vida. Pero nadie vino a por nosotros. Yo, que encarnaba la esperanza para mi esposa, no podía levantar los ojos. Todavía estoy muy agradecido porque ella no lloró. Trató de sonreír. Esto es normal, dijo, es una guerra, nadie sabe ni siquiera si es posible. Esperemos lo mejor.

Al día siguiente, supimos que nuestro ejército no permitía el ingreso de automóviles a la zona ocupada porque era demasiado peligroso. Y esta prohibición se extendió a los próximos días. Nadie sabía cuándo habría una nueva oportunidad para sacarnos, y nadie podía garantizar ni siquiera que la habría.

Pero el 19 de marzo, los muchachos, esa gente audaz que nos intentó sacar la primera vez, decidieron intentarlo de nuevo. Liubomyr dijo que tal vez llegarían por la mañana. Mi esposa y yo nos levantamos a las tres de la madrugada. En la oscuridad, nos lavamos, nos vestimos y volvimos a revisar las bolsas. A las cinco y media de la mañana salí afuera. Y comencé a esperar. No había conexión con los conductores. Esperé cerca de la cooperativa rural e imploré. A las 2 de la tarde vinieron por nosotros. Poco después, ya comenzamos a avanzar hacia los puestos de control rusos.

Perro de Hierro y Twin Peaks, dos muchachos muy jóvenes que iban en el primer coche, conocían el área y lideraron nuestra pequeña caravana. Una pareja de ancianos, cuya casa en Hostómel fue destruida en los primeros días de la guerra, también iban en nuestro coche. Fue solo gracias a estos muchachos que este viaje vertiginoso se pudo hacer. Al final salió a la luz que ya habían venido aquí varias veces y habían sacado a más gente. Todavía no sé sus nombres reales, porque se presentaron con sus apodos. Y en el segundo y tercer coche, los conductores eran Iván y Denís, chavales jovencitos e increíblemente valientes. De profesión, actores. De comportamiento, ciborgs. Pero eran ciborgs sonrientes, educados, agradables y completamente abiertos, como niños. Nunca olvidaré a esos cuatro. Nunca olvidaré sus rostros. Nunca entenderé cómo se las arreglaron para hacer lo que hicieron. Y seguir haciéndolo. Sacando a la gente entre balazos y bombardeos, arriesgando sus propias vidas, sin absolutamente pago alguno.

Condujimos muy despacio a través de las aldeas ocupadas y vimos tanques rusos. Otros blindados militares estaban parados justo entre las casas de los habitantes; vimos hogares con los agujeros de las ráfagas de ametralladora; vimos a soldados rusos y un sinfín de su maquinaria destrozada. Intentamos comportarnos de manera «natural», como nos aconsejaron nuestros guías cada vez que los invasores inspeccionaban nuestro coche. Todavía no entiendo qué significa comportarme de manera natural en tales situaciones. Pero pasamos todos sus puestos de control y sobrevivimos. Solo hubo un momento en que los rusos casi comenzaron a dispararnos. Y solo seguimos vivos gracias al dominio de sí y la firmeza de Perro de Hierro y Twin Peaks.

Luego hubo puestos de control ucranianos, el largo camino hacia Kíiv y la sensación de que estábamos soñando, porque no podía ser que habíamos salido con vida, pero por alguna razón, fue así.

***

Ayer Iván me escribió en el Telegram que este camino ya no existe. Fue destruido para siempre. Que él está muy feliz porque nos pudieron sacar y que él y Denis se alegran mucho porque yo soy escritor, y ven en nuestra salvación la mano de la Providencia. ¿Y qué pasará después, quién les ayudará a los que se quedaron allí?, me pregunté, sin esperar una respuesta. Me escribió Iván que Perro de Hierro y Twin Peaks volverán a ir allí en los próximos días para buscar nuevos caminos.

Y cuando estaba escribiendo este texto, de repente pensé que los nuevos caminos y su búsqueda son lo principal que está sucediendo ahora en mi país. Y definitivamente los encontraremos. Ganaremos esta guerra y conquistaremos el derecho a una vida libre, a la libertad, a la dignidad, al honor, a nuestro propio camino hacia el futuro.

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