«Que se evoquen y compren falsas utopías del pasado es consecuencia de la falta de confianza en el mañana»
Veinte años después de su publicación se reedita la colección de ensayos del prestigioso antropólogo Luis Díaz Viana sobre «Los guardianes de la tradición»
Veinte años pueden parecer muchos, pero aquella colección de ensayos del antropólogo, filólogo y escritor Luis Díaz Viana sobre « Los guardianes de la tradición... y otras imposturas acerca de la cultura popular » (editado en España por Páramo y en México por la UNAM) sigue de rabiosa actualidad. Ello «no constituye especial motivo de alegría» para este reputado experto en la cultura popular y la literatura oral, porque denota que «esa pulsión nostálgica que anida en todo folklorismo se ha acrecentado» y con ella, el auge de nacionalismos que invocan a la «tradición».
¿Por qué crees que el libro mantiene su vigencia 20 años después de su primera edición o incluso ésta se ha incrementado?
Fundamentalmente porque, en el fondo, no han cambiado tanto las circunstancias que me movieron a escribirlo. Podría incluso decirse que, en algunos aspectos, esa pulsión nostálgica que anida en todo folklorismo se ha acrecentado. Como bien supo ver el sociólogo Zygmunt Bauman, al punto de que en su último libro llegó a hablar de retrotopías, el que se evoquen y compren falsas utopías de pasado (por ejemplo de una vida rural idílica), es consecuencia directa de la falta de confianza en el mañana. O, por decirlo así, una expresión del recelo cada vez mayor hacia las utopías de futuro.
¿Quiénes son «los guardianes de la tradición»? ¿Han variado o mutado en estos 20 años?
En el libro se dice con bastante claridad, si no «quiénes son» (con nombre y apellidos) esos «guardianes», sí qué hacen y básicamente siguen haciendo -o para qué sirven- los mismos, pues su función principal apenas ha variado en estos 20 años: es la de «autorizar» lo que debe «existir» o quedar y ser valorado del magma de la «cultura popular». Y ello en el sentido de que serán esos «guardianes» los encargados de acreditar la «autenticidad» de lo que se recolecta. Porque, además, tales «autentificadores» de las tradiciones vienen a decidir, en la práctica selectiva de lo que ha de recogerse, qué es digno de pervivir –en el conjunto de una cultura- para representar al verdadero pueblo.
¿Crees que la ironía que encierra ese título aún no acaba de captarse?
Así parece. De hecho el término –desde que se publicó el libro- ha venido utilizándose con muy diversos sentidos y múltiples intenciones (que prefiero no entrar a evaluar ahora), pero a menudo con un significado laudatorio que sepulta cualquier atisbo de ironía. Como resulta difícil creer que en todos esos casos se emplea por gentes o autores que no han tenido noticia del libro, solo me resta deducir que, una de dos: o no lo han leído –aunque conozcan el título de oídas y de pasada-, o es que realmente no han entendido nada.
¿Cuáles son las principales manipulaciones e imposturas acerca de la cultura popular que desmontas en el libro y quiénes las estarían llevando a cabo ahora?
Eso es –precisamente- lo que me pregunto en el libro y, de algún modo, intento dar respuesta: ¿Quiénes, para qué y por qué se han convertido en esa especie de jueces o valedores de lo puro y auténtico, o «centinelas infalibles» de la autenticidad de lo popular? Luego, que cada cual ponga cara o identifique -si quiere- a dichos guardianes, que serían –sobre todo- quienes se encargan (ante instituciones oficiales de cualquier tipo) de cosas como rescatar, almacenar y blandir tradiciones. Son «expertos en tradición», sin –la mayoría de las veces- formación y trayectoria académica al respecto que los avale, pero que hacen lo posible por figurar en listas manejadas desde la administración como tales.
Aparte de la nota a esta edición, ¿qué otras novedades has incorporado?
Hay un Prólogo de James Fernández McClintock, catedrático emérito de antropología de la universidad de Chicago, que creo acierta a encajar muy bien el significado y repercusión del libro tanto en un contexto nacional como más allá de este. Y ello es algo que deja muy claro en la medida que reivindica cómo puede haber –y hay, aunque a menudo parezca dudarse desde fuera de aquí y, lo que es más grave, aquí mismo de esto- estudios con una perspectiva especial e interesante en las periferias de lo que sería el centro de la investigación en Ciencias Sociales; es decir, y según él indica, Gran Bretaña o Estados Unidos. Además, he incorporado a la edición meramente revisada y corregida de 1999 en la Editorial Sendoa, una segunda parte que constituye algo así como un ejercicio autocrítico de revisitar mis propios textos dos décadas después.
Recuerdas en esa nota a esta edición que ya hace 20 años proliferaron no pocas discusiones a raíz de este trabajo. ¿Cuáles fueron las más encendidas? ¿Siguen abiertas?
Sí. Me refería a que hubo bastantes reseñas y comentarios sobre el libro en revistas científicas, pero también en otro tipo de publicaciones, y una cierta polémica que aún perdura respecto al análisis que en él se hacía del uso de la «tradición» y lo «tradicional» respecto a lo «popular»; así como en torno al propio concepto antropológico de cultura, inseparable- para mí- del de «cultura popular». Es muy curioso, sin embargo, que (como también señalo en la nota a esta nueva edición) el empleo de «tradición» y «tradicional» ha cedido –si no ha caído en desuso o descrédito- frente al de «cultura popular» en el ámbito más estrictamente académico; pero –mientras- la utilización de «tradición» y «tradicional» ha aumentado en la esfera mediática y aun más coloquial, hasta «desemantizarse» -en cierto grado- o llegar a perder su significación. Lo que seguramente no sea casual.
¿Sigue existiendo eso que llamas «populismo cultural latente»? ¿Por qué crees que los momentos presentes son tan preocupantes?
Desde luego, y ya menos latente, pues se ha ido haciendo bastante visible. Toda construcción nacionalista apela a una cultura propia que –al tiempo- suele ser reducida, como punto de partida, a una tradición. La alquimia de este proceso es sencillo: quienes identifican y recuperan a aquella (o hacen que se imponga sobre otros aspectos de lo popular) se convierten en valedores de las esencias ancestrales de un pueblo que –por fuerza- está destinado a constituirse en nación y en estado-nación. Desaparecen las clases, las tensiones entre humildes y poderosos, los desequilibrios y luchas internas. El pueblo-nación sería solo «uno» y el culpable de todos los males que aquejan a la sociedad, «otro», «los otros»: quienes no son como nosotros, aunque quieran confundirse y mezclarse entre los «nuestros». En esta línea resulta muy revelador que, cuando la extrema derecha ha empezado a impulsar sentimientos abiertamente xenófobos (en paralelo a los desatados por el nacionalismo catalán más furibundo contra los «españoles»), se haya invocado como remedio y auxilio a la «tradición», a tradiciones pretendidamente auténticas por arcaicas y rurales y «de siempre».