Juan Gabriel Vásquez: «La solución de Venezuela va a pasar por un baño de sangre»
El autor colombiano, uno de los más aclamados de su país, regresa al arte del cuento con «Canciones para el incendio», un libro que explora las distintas formas de violencia que sufre el ser humano
Por el tono de su voz costaría adivinar que ha visto horrores, aunque algo se trasluce en su mirada, triste y seria, quizá reflejo involuntario de los años terribles de Colombia. Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) estaba allí en los ochenta y los noventa, cuando la violencia era «rara, impredecible y ubicua», es decir, cuando «una bomba podía estallar en cualquier lugar». Terminó marchándose a París para consagrarse como escritor, aunque su literatura nunca ha podido escapar de esos demonios. Ni él ha querido.
Hoy, de vuelta en casa pero sintiéndose extranjero, y convertido en uno de los grandes autores de su país, todavía sigue escribiendo (describiendo) esas huellas de sangre. Para muestra, « Canciones para el incendio » (Alfaguara), su nuevo libro, una colección de nueve cuentos que rescatan ciertos episodios de su vida pasada sin los que sería imposible dibujar su biografía, y que ayudan, de paso, a entender lo que ocurre al otro lado del charco.
—Todos los cuentos de «Canciones para el incendio» parecen cosidos por la violencia. ¿Era la intención?
—Una de las obsesiones del libro es explorar los momentos en que la violencia te pasa cerca, no necesariamente tocándote. Hay distintas gradaciones, pero en todos los cuentos está esa obsesión por explorar las formas en que los seres humanos hacemos daño a los otros, y también cómo lidiamos con el daño que nos hacen.
—Las historias que recoge el libro tienen un fondo biográfico… ¿Cómo vive usted la violencia y el pasado viniendo de Bogotá?
—Es un tema constante en mis libros. Todos, de alguna manera, han tratado de exorcizar los fantasmas de la violencia que me tocó de manera directa, por haber vivido en uno de los tiempos y lugares más violentos de la historia reciente colombiana, que fue la década de los ochenta y principios de los noventa en Bogotá. Los años del narcoterrorismo, de los magnicidios, de las bombas en centros comerciales y en aviones… El libro es también sobre el pasado, sobre cómo el pasado nunca se va. Los personajes del libro están descubriendo todo el tiempo que el pasado es algo que vuelve, que vuelve a afectar tu vida.
—Como ese joven que se libró del ejército en un sorteo y vio que su amigo, también por azar, terminó muriendo en la guerra.
—Yo fui ese que se escapó del servicio militar por un sorteo de balotas. Igual que en otro cuento yo fui ese joven que fue uno de los 200 extras en una película de Polanski. Y todas esas vivencias, por alguna razón, cobran significado con el tiempo. Pasaron de ser meras anécdotas a tener un significado más amplio. La escritura del cuento es un intento por descubrir cuál es ese significado. Por qué me incomodaron, por qué me desequilibraron.
—También tardó mucho tiempo en entender por qué se marchó a París en 1996, ¿no?
—Yo me fui a París porque quería ser escritor y había una especie de tradición latinoamericana en la que los jóvenes que querían ser escritores se iban allí. Le pasó a Vargas Llosa, a Cortázar, a García Márquez. Cumplir con ese lugar común de la literatura latinoamericana era lo que estaba explícitamente en mi decisión. Pero con el tiempo me fui dando cuenta de que tan responsable de mi decisión de irme era esa vocación literaria como la última década que yo había vivido, que terminó con la muerte de Pablo Escobar en 1993, y que fue uno de los periodos más violentos de la historia colombiana. También estaba esto detrás de la decisión de irme. Escapar de esa violencia rara, por impredecible, por ubicua. Una bomba podía estallar en cualquier parte de la ciudad. Yo también estaba huyendo de eso.
—En el cuento que ambienta precisamente en París, el narrador dice que la libertad de escoger dónde vivir es «la más terrible de las condenas». ¿Lo cree así?
—Esa libertad es en realidad fuente de mucha ansiedad, de muchas angustias, porque te puedes equivocar. Y está la idea del desarraigo, la idea de sentirte igual de bien o igual de mal en cualquier parte, que también puede generar mucha ansiedad.
—¿Por eso volvió a Colombia en 2012?
—Yo por temperamento soy una persona más o menos desarraigada, que se siente en casa con facilidad en sitios distintos del suyo. Si he vuelto a Colombia después de 16 años ha sido porque Colombia se ha vuelto tan extraña para mí como para permitirme una sensación de extranjería en mi propio país. Yo necesito esa extrañeza, necesito ser un extraño en el lugar en el que estoy. Pero eso también tiene consecuencias negativas. Es una cosa que transmites a tus hijos, además. Mis hijas saben que ya no son completamente de ninguna parte...
—¿Esa extrañeza es buena para la literatura?
—Claro. Yo he podido escribir sobre Colombia porque estaba fuera y la miraba desde la distancia. Y luego porque volví en un momento en que ya se había vuelto extraña para mí y podía descubrir mi país como un extranjero. Y eso es muy positivo.
—¿Cómo es la Colombia de hoy en comparación con la que dejó?
—El proceso de paz es lo más importante que nos ha pasado en décadas, en un siglo. Es triste ver cómo, ante la posibilidad de terminar una guerra que ha matado un cuarto de millón de personas y que ha causado millones de desplazados, lo que los acuerdos de paz han hecho, manipulados por nuestros políticos menos escrupulosos, es dividirnos como país, enfrentarnos, polarizarnos. Y hoy somos eso, somos una sociedad profundamente rota, profundamente dividida alrededor del tema de los acuerdos de paz.
—¿Por qué se rechazan esos acuerdos?
—Hay un sector muy grande del país que los rechaza sin pararse a pensar o sin tomar en cuenta el hecho simple de que los acuerdos de paz son la manera que hemos logrado de robarle a la guerra sus víctimas futuras. Solo por eso deberían unirnos como país. En el último año de la guerra murieron 2.300 personas. A partir del cese el fuego bilateral ese número bajó casi a cero. Y ya la violencia ha comenzado a surgir otra vez. Pero durante unos años se podía decir que estos acuerdos salvaron 2.300 vidas colombianas cada año. ¿Cómo no va a unirnos eso? ¿Cómo no va a obligarnos a persistir en el esfuerzo de implementar esos acuerdos? Pero hay mucha gente que tiene mucho que perder con la paz. Y es triste que hayan logrado dividir al país.
—¿Confía en que se pueda afianzar la paz?
—Bueno, los acuerdos son una realidad legal, están blindados. Pero los acuerdos no se pueden llevar a cabo bien si todo el país no se pone de acuerdo en su conveniencia. Y eso no está pasando. La oposición a los acuerdos ha logrado postergar su implementación, ha logrado meterle palos entre las ruedas al proceso. Y mientras eso pasa se crea un clima de incertidumbre que ya ha causado víctimas. Ya hay una violencia que surge aquí y allá con víctimas. Y es una lástima. Son muertos que se habrían podido evitar.
—Usted siempre participa en el debate público, mojándose cuando toca. ¿Piensa que es pertinente que los escritores se pronuncien sobre la actualidad, sobre la política?
—El escritor es también un ciudadano, y como ciudadano participa en la conversación pública y puede enriquecer o empobrecer el debate. El discurso de la política es reacio a cualquier forma de la complejidad, mientras que el discurso de la novela o el del periodismo, el del mejor periodismo, devuelve esa complejidad a la vida. Y no solo acepta sino que da la bienvenida a las contradicciones de los seres humanos y a las contradicciones de nuestras sociedades. Yo creo que eso es cada vez más necesario: entender al otro, con sus contradicciones, con sus ambigüedades. Es la única forma que tenemos de enmendar las divisiones de nuestras sociedades. Y las sociedades divididas están en todas partes. Está dividida Inglaterra, está dividida Cataluña, está dividido Estados Unidos. Están polarizados y enfrentados... Yo creo que el discurso de la literatura puede remendar un poco eso.
—¿Lo que estropea la política?
—Sí, claro.
—Menciona el gran periodismo, y usted firmó la primera traducción publicada en España de «Hiroshima», de John Hersey, uno de los reportajes que ya es un clásico en la profesión. ¿Todavía tiene ese periodismo cabida en un mondo donde la mayoría de la información se consume por internet, con las fake news incluidas?
—No solo tiene cabida, sino que es necesario. Creo que nuestras sociedades cometerían un grave error si se abandonan al periodismo de redes sociales, a esta idea populista y bastante tonta de que todo el mundo es periodista. No. Para hacer periodismo se necesita una formación, unos conocimientos, un entrenamiento. Esa práctica del periodismo serio, riguroso, que reivindica el valor de la verdad, es la única manera de enfrentarse a la posverdad, a las fake news , a la profunda distorsión que las redes sociales han introducido en nuestra vida de ciudadanos.
—Por cierto, ¿falta un gran reportaje sobre Venezuela?
—Bueno, se está haciendo. Claro, es una realidad que no hemos terminado de contar, que no terminaremos de contar, sospecho, en muchos años. Pero hay periodistas que están tratando de hacerlo. Y es difícil, porque el régimen de Maduro ha sido muy descarado a la hora de atacar a la prensa con la censura, el cierre o la expulsión de cadenas incómodas. Eso no es nuevo. Yo escribía columnas contra los desmanes de Chávez desde hace diez años. Pero ahora, como todo en Venezuela, se ha exacerbado.
—¿Hay una solución en Guaidó?
—No sé, lo de Venezuela es muy desconsolador. Sobre todo para los que llevamos ya varios años hablando de los profundos problemas democráticos que tenía el chavismo desde sus orígenes, y con frecuencia en contra de una parte de la izquierda europea que seguía admirando la revolución bolivariana. Yo soy muy pesimista, porque esto no se va a… Si tiene solución, la solución va a pasar por un baño de sangre, inevitablemente. Y eso es algo que tenemos que lamentar quienes nos interesamos en las libertades. Tenemos que lamentar que la libertad de Venezuela necesariamente vaya a pasar por la violencia.
—Volvamos a la literatura. ¿Se considera un hijo literario del Boom?
—Esa generación de García Márquez y Vargas Llosa fue mi aprendizaje, fue mi familia literaria cuando empecé a leer seriamente, ya con vocación de escribir. Todos los escritores que esa generación trajo a la luz, a la luz internacional, como Borges, como Onetti, como Rulfo, forman hoy mi tradición. Lejos de renegar de eso, como han hecho tantos de mis contemporáneos, yo reivindico y ensalzo esta generación, que es probablemente una de las más importantes e influyentes del siglo XX.
—Como escritor colombiano, ¿siente presión por la alargada sombra de Gabo?
—Al contrario. García Márquez nos ha abierto puertas, nos ha legado una lengua enriquecida. El trabajo de un novelista de mi generación no es el mismo que del de alguien que escribía novela hace 70 años, porque entretanto ha sucedido «Cien años de soledad», ha sucedido «Crónica de una muerte anunciada». A nosotros nos llega una caja de instrumentos enriquecida por el paso de García Márquez, y eso no puede ser sino un privilegio si uno lo sabe usar.
—¿Siempre se supo escritor?
—Digamos que no me acuerdo de un momento en el que no estuviera escribiendo. Siempre supe que eso era parte importante de mi vida, pero no siempre creí que pudiera convertir esa pasión en un oficio y en una profesión, con lo que me incomoda esta palabra. Por eso empecé a estudiar Derecho, porque pensaba que era una pasión de tiempos libres, de horas robadas. Luego me di cuenta de que no, de que era un vocación, lo único que me interesaba. Y tuve que darle un vuelco a mi vida para poner a la literatura en el centro.
—Y luego empezaron los viajes: París, Bélgica…
—Y mis trece años en Barcelona, una ciudad que quiero muchísimo, una cultura que quiero muchísimo, y que sigue siendo muy importante para mí.
—¿Cómo la ve ahora?
—Es una sociedad dividida, enfrentada, donde la convivencia se ha roto. Todo eso me parece muy de lamentar. Pero bueno, es una responsabilidad de los ciudadanos.
—¿Arreglar la convivencia es más responsabilidad de los ciudadanos que de los políticos?
—Claro. De hecho los políticos son los que han roto la convivencia, los que han manipulado los relatos, los que han manipulado las emociones de la gente para enfrentarla y sacar réditos políticos. La responsabilidad de reparar la convivencia, de eso que llamamos el tejido social, es de los ciudadanos.
—Al final del cuento «Canciones para el incendio», escribe: «Este es el único consuelo que tenemos nosotros, los hijos de este país incendiado, condenados como estamos a recordar y averiguar y lamentar, y luego a componer canciones para el incendio». Viniendo de ciertos lugares, de ciertas situaciones, ¿el recuerdo se puede convertir en una obligación ética?
—Siempre he entendido la memoria, en literatura, como un acto moral. La literatura tiene una capacidad especial para recordar lo que otros quieren que se olvide, lo que el poder quiere que se olvide, lo que la historia oficial quiere que se olvide. Tiene la posibilidad de recordar historias importantísimas pero que son pequeñas, privadas, íntimas, de modo que la gran historia pasa por encima de ellas. La pérdida de esas historias es una pérdida humana: dejamos de entender algo del pasado cuando se pierden las historias íntimas de la gente. La literatura las rescata. En ese sentido, recordar es una especie de obligación ética.
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