Isabel Allende: «Si censuramos a todos los autores que nos molestan nos quedamos sin cultura»

La autora en lengua española más vendida (74 millones de ejemplares en todo el mundo, según su editorial) está en Madrid presentando su nueva criatura, «Largo pétalo de mar» (Plaza & Janés), en la que se sumerge por primera vez en la Guerra Civil, aunque de perfil

Isabel Allende ABC
Bruno Pardo Porto

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Isabel Allende (Perú, 1942) dice que el paso del tiempo le ha ido liberando del lastre –ella lo llama «la hojarasca de la vida»– y que ya solo le va quedando encima lo esencial. Quizás por eso su buen humor permanente, sus ganas de escribir y de amar por encima de los golpes de la vida, que a su edad se cuentan en pérdidas de seres queridos. «Me gusta el romance, esa tontería», suelta entre risas.

La autora en lengua española más vendida (74 millones de ejemplares en todo el mundo, según su editorial) está en Madrid presentando su nueva criatura, « Largo pétalo de mar » (Plaza & Janés), en la que se sumerge por primera vez en la Guerra Civil , aunque de perfil. Su aproximación es a través del exilio en Chile, donde tanta relevancia tuvo el hoy vilipendiado Pablo Neruda , que fletó el Winnipeg y salvó, así, a más de dos mil españoles.

—Esta novela, como siempre, se empezó a escribir un 8 de enero. ¿Por qué esa fecha y esa costumbre?

—Por disciplina. Si no tengo un momento de empezar no empezaría nunca. Siempre hay algo que hacer: promover un libro, revisar unos guiones, un premio… Siempre hay algo. Pero yo sé que el 8 de enero me encierro y no salgo más hasta que no termino, por lo menos, el primer borrador.

—Aunque comienza en la Guerra Civil, el libro se centra más en el exilio. ¿Qué le interesaba del tema?

—Escribí sobre la Guerra Civil porque fue lo que produjo que esos refugiados llegaran a Chile. ¿Por qué hablar de refugiados ahora? Porque es el tema del día. Mis últimos tres libros son sobre inmigrantes y refugiados. Es el problema que afrontan Europa, Estados Unidos y tantos otros países. Es la tragedia de tanta gente que está escapando de su lugar de origen para poder salvar la vida. Nadie se va por gusto. La gente se va porque está desesperada.

—Usted nació en Perú, pasó su primera infancia en Chile, se exilió a Venezuela y desde 1987 vive en California… ¿Cómo le afecta a uno el hecho de vivir sin patria?

—En mi caso, estoy acostumbrada a la idea de que siempre voy a ser extranjera en todas partes. Porque cuando voy a Chile también ahí lo soy. El ser extranjera me obliga a adaptarme, a escuchar. Cuando uno aprende a escuchar recibe las historias, y yo me nutro de las historias. La gente que ha nacido y vivido toda su vida en el mismo lugar no tiene esa adaptabilidad porque no la necesita. La gente como yo sí la necesita.

—¿Y por qué terminó en California?

—Porque me enamoré de un hombre que vivía en California. Hace muchos años, en el 87. Decidí irme a pasar una semana con él. Yo estaba viviendo en Venezuela... Por resumir el cuento, me casé con él y vivimos 28 años juntos. Después nos separamos y se murió recientemente.

—Además de la inmigración, los otros dos grandes temas de «Largo pétalo de mar» son el amor y la amistad. Con el paso de los años, ¿qué importa más?

—Para mí el amor. Creo que las buenas parejas llegan a ser grandes amigos, y eso es maravilloso. Pero yo no he tenido esa oportunidad. He llegado a tener una amistad, por supuesto, pero al final me he separado por falta de amor. Ahora estoy con otro compañero y estoy enamorada, y espero que el amor no se transforme en pura amistad, que siga siendo amor. Eso es lo que me gusta: el romance, esa tontería.

—¿No cree en el «felices para siempre»?

—Cuando me casé la primera vez creía que sería para siempre, y después resultó que no. Ahora me voy a casar y estoy pensando en esos votos que hace uno cuando se casa, que promete todo, en la salud y en la enfermedad… Yo no sé lo que puedo prometer porque no sé nada.

—En la novela tiene un gran peso Pablo Neruda. Sus versos coronan todos los capítulos y es vital para la trama. Sin embargo, hoy en Chile se está revisando y criticando su figura. ¿Qué opina usted de este poeta?

—El personaje tiene fallas humanas, como todos. Y la obra hay que separarla del personaje. Si vamos a censurar o eliminar toda obra cuyo autor nos moleste tendríamos que acabar con la cultura. ¿Quién se salva? Ni los muralistas mexicanos, ni los del Boom latinoamericano, ni los escritores ingleses… No se salva nadie. Hay que verlas cosas en su contexto. No puedes juzgar hoy, con los parámetros de hoy, lo que pasó hace 100, 200 o 300 años. Si yo tuviera que reescribir «La casa de los espíritus» tendría que autocensurarme, porque hoy día no se pueden decir ciertas cosas que yo dije en ese libro que eran totalmente admisibles entonces. Hoy día no puedes usar esas palabras, porque son ofensivas.

—¿Cuáles?

—Hoy día es ofensivo casi todo. En Estados Unidos no puedes decir «girls», niñas. «Hola niñas, ¿cómo están?». «Hola chicos, ¿cómo están?». No, es ofensivo. Todo es ofensivo.

—Y políticamente incorrecto.

—Bueno, el cuento de lo políticamente correcto ya me tiene «hasta la tusa». Está bien tener consideración por otras personas, tratar de no ofender, pero llegar al punto de tener que censurar completamente el lenguaje… No puedes tocar a nadie.

—¿Estamos perdiendo libertades?

—Sí, se ha llegado a un extremo y puede que se llegue a un extremo mayor. Se tiene que regresar a un centro normal, de sentido común. En Estados Unidos tengo una amiga, profesora universitaria, que acaba de jubilarse porque dijo que ya no podía seguir enseñando. Resulta que al entrar a la clase tenía que anunciar cualquier tema que pudiera herir la sensibilidad de alguien. Por ejemplo, ella no podía hablar del Holocausto sin antes advertir a la clase de que podía herir sensibilidades. Y había alumnos que se iban. ¡Se quedaban sin saber una cosa fundamental de la historia de la humanidad!

—En esta obra pasa por la Guerra Civil, la dictadura de España y la de Chile: ¿qué tenemos que hacer con nuestro pasado más oscuro?

—No hay que vivir con la culpa de lo que cometieron nuestros antepasados, pero hay que saber lo que pasó. Porque esa es tu nación, tu país, tu cultura. De ahí vienes. La humanidad no cambia tanto. Las pasiones humanas permanecen y lo que pasó entonces puede volver a ocurrir. Alemania, que vivió la guerra y el nazismo y el Holocausto, ha hecho un esfuerzo tremendo por mantener viva la historia, por revisar el pasado.

—En las últimas páginas, el protagonista se pregunta cuánto tiempo dura el duelo. ¿Lo sabe?

—Perdí hace 25 años a mi hija y el duelo sigue, pero cambia. No sé cómo explicarlo… Bajo la piel hay una especie de tristeza permanente, que no es mala, es una tristeza dulce, casi tierna, sentimental. No quiero perderla. Es mi manera de recordarla, de vivir. Ahora estoy pasando por la misma etapa con mi mamá y con mi padrastro. Los dos se murieron muy rápido, casi juntos. Sé que con el tiempo va a ser como el duelo de Paula. Eso que uno lleva dentro con gusto.

—Como una cicatriz.

—Claro, son cicatrices que uno lleva con orgullo.

—Antes mencionaba el Boom como si le fuera algo ajeno. ¿No se siente dentro de esa generación?

—Yo nunca fui del Boom. Cuando escribí «La casa de los espíritus» dijeron que yo era post-Boom. Ser post-algo no está muy bien, pero bueno. En el Boom eran todos hombres. Era un fenómeno masculino. No me aceptaron un poco por eso, creo, y porque vine después, casi a la cola. Aunque muchos de ellos siguen vivos y escribiendo...

—¿Cómo se relaciona con la crítica?

—No la leo. ¿Qué voy a hacer? Si es mala no puedo remediar el libro. Y si es buena se me van a ir los humos a la cabeza. Lo que me gusta es el proceso de escribir, el trabajo. Y el contacto con los lectores.

—¿Por qué no ha vuelto a escribir literatura juvenil desde aquella trilogía que comenzó «La ciudad de las bestias»?

—Escribí un libro para cada nieto. No volví a escribir para jóvenes porque es muy difícil. Tienes muchas limitaciones que te ponen los editores, los padres o los maestros. Hay muchas cosas que uno no puede decir. A nadie le importa que escribas la violencia, pero no toques el sexo. Yo no puedo escribir así.

—¿Le preocupa el futuro de la lectura?

—No, porque veo que la gente sigue comprando libros. Se sigue publicando mucho. Y todo el mundo escribe. Será que alguien lee, ¿no? Han dicho que el audiolibro, las pantallas o las miniseries iban a acabar con la literatura, pero no ha ocurrido todavía.

—Es como la muerte de la novela.

—Siempre la están matando, desde hace 200 años.

—Después de tantos títulos publicados, ¿por qué se sienta religiosamente cada 8 de enero a escribir?

—Porque me encanta. Es lo único que sé hacer. Es mi vida.

—¿Nunca ha sentido cansancio de escribir?

—No, me cansan otras cosas.

—¿Qué le cansa?

—La conversación banal, el ruido, los cócteles, la gente tonta, la gente vanidosa. Lo que no me cansa nunca son los perros [ríe].

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