La «exhumación» de Benito Pérez Galdós
La Biblioteca Nacional de España se suma a las conmemoraciones por el centenario de la muerte del escritor con una amplia exposición en la que repasa sus muchas (y diferentes) facetas

No está de más recordarlo: hubo treinta mil personas en el entierro de Benito Pérez Galdós . Treinta mil almas que lo acompañaron el día que su féretro partió del Ayuntamiento de Madrid con dirección al cementerio de la Almudena. Hombres y mujeres de todo pelaje y condición social, célebres (Unamuno, Ortega y Gasset o Valle-Inclán) y anónimos. Todos con un objetivo común: mostrar sus honores a ese gran escritor que tan bien había ficcionado la vida, sus vidas. Cuestra creelo: un literato moviendo esas multitudes. Eran otros tiempos...
De aquello –que ocurrió el 5 de enero de 1920– han pasado casi cien años y ahora, con la coartada de la efeméride, que nunca viene mal, toca echar la vista atrás y recordar quién fue ese hombre capaz de congregar a tantas y tan dispares personas. Esa es la intención de la nueva exposición de la Biblioteca Nacional de España en colaboración con Acción Cultural Española y el Gobierno de Canarias, «Benito Pérez Galdós. La verdad humana», que se presentó ayer y que permanecerá abierta hasta el próximo 16 de febrero: «exhumar» a Galdós, metafórica y merecidamente, se entiende, y traerlo al presente para conocer su tiempo (y también el nuestro). Porque él, todo él, era una buena definición de España: por eso Cernuda lo leía con ahínco en el exilio cuando echaba de menos su hogar.
El recorrido de la muestra, por fuerza, es cronológico y ecléctico, pues tiene como máxima recoger todas las caras del personaje, que no son pocas. Comienza en Las Palmas de Gran Canaria, en una casa donde casi «orillaba el mar», donde nació y recibió educación. Su madre era la mano firme, su padre el narrador de un pasado militar que, en opinión de Germán Gullón , comisario de la muestra junto a Marta Sanz , le influyó a la hora de pergeñar sus Episodios Nacionales. Allí, claro, se enamoró por primera vez. De Sisita, su prima por parte de madre. Sobra decir que la cosa no cayó muy bien en la familia y que al joven lo terminaron enviando a la capital a estudiar Derecho. Así que Galdós terminó en Madrid por amor y por castigo. Caprichos de la historia.
La llegada a Madrid
En Madrid afinó el oído y pronto descubrió que se escuchaban cosas más interesantes en la calle que en la universidad. «El verdadero maestro del habla es el pueblo», repetía. En los periódicos y revistas de la época le pagaban por eso. Por escuchar y escribir. Por vivir y contar. Lo de la gente, lo de los bares, lo del Congreso. «Estos textos periodísticos fueron el yunque donde se forjaron algunos rasgos del estilo galdosiano: el lenguaje hablado se combina con la descripción directa de los hechos o la expresión clara de las ideas», reza una de las cartelas. Trabajó en «La nación» y «Las cortes» y otras cabeceras, y fue director de la «Revista de España» y «El debate». Sin esa experiencia no se podría entender lo que luego sería el Madrid galdosiano de sus novelas. Tampoco sin la lectura de Balzac y Dickens, que presuntamente «descubrió» en la orilla del Sena, en esos puestos que hoy echan de menos el resplandor de Notre Dame.
Galdós, qué duda cabe, vivió su tiempo a fondo. Se involucró en los asuntos de su época y deshechó la posiblidad de vivir en una torre de marfil. Su ideología liberal se forjó durante sus años de periodista, luego apoyó la monarquía consitucional de Amadeo I de Saboya, aunque terminó siendo un republicano convencido. Se afilió al partido de Sagasta y, en 1886 fue elegido diputado: hasta 1916 vivió la historia de España desde dentro del Congreso, de ahí el valor de su testimonio.
Pero tenía más preocupaciones. Desde pequeño, fue un gran aficionado al arte. Se dice que antes de describir a sus personajes, los dibujaba. También fue un gran crítico. De hecho, dentro de su grupo de amigos estaban firmas de primer nivel, como Joaquín Sorolla , que firmó su célebre retrato, presente en la exposición, o Emilio Sala . Le interesaba, además, la música, pues tocaba el piano con soltura: en las dos últimas décadas en Santander sus pequeños conciertos eran una rutina cotidiana.
Sus amores
A Madrid, decíamos, llegó por amor. Y en Madrid conoció a la mujer de su vida, Emilia Pardo Bazán , que también tiene su hueco en este gran retrato. «Fue su gran amor. De esos que no se viven siempre», subraya Gullón. Después llegaron otros nombres – Lorenza Cobián , Concha Ruth Morell o Teodosia Gandarías –, pero ninguna dejó una huella tan honda como la de Emilia.
Los comisarios de la exposición han dividido su obra narrativa en cuatro partes: los tanteos, las novelas de asunto conemporáneo («la más considerada del autor»), las ficciones espiritualistas (las que le ayudaron a superar la ruptura con Pardo Bazán, entre otras cosas), y la narrativa mitológica. Y está , cómo no, el teatro, género en el que brilló y encandiló al público. Porque él, como insiste Marta Sanz, habló de y con «todas las capas sociales». Todas aquellas que se vieron representadas y que acudieron a despedirlo aquel 5 de enero.
La crítica de su tiempo lo encumbró como «el mejor escritor después de Cervantes». Sobre él escribieron Clarín , Juan Ramón Jiménez , Cernuda y Octavio Paz , por citar algunos. Lo hicieron antes y después de su muerte. Porque su sombra se alargó, a pesar del «ostracismo» que sufrió en el franquismo, como lamenta otro de las cartelas de la muestra. Sus historias terminaron adaptadas al cine y a la televisión. Ni la narrativa de este zarandeado siglo ha escapado a su influjo. Al final del recorrido, las voces (en vídeo) de Andrés Trapiello , Antonio Muñoz Molina , Almudena Grandes o Elvira Lindo dan fe de ello.