Carlos Granés: «El referéndum independentista catalán fue una obra de teatro brutal»
El ensayista presenta su nuevo libro, «Salvajes de una nueva época», en el que desgrana la actualidad política en clave cultural, y viceversa
La belleza todavía no ha salvado al mundo ni la vida se ha convertido en una obra de arte, como querían algunos vanguardistas. Tampoco ha triunfado la revolución del 68 ni los sueños sin fronteras que cantaron los hippies. De aquello apenas nos quedan las camisetas, un par de buenas películas y la intuición de que el hedonismo sigue siendo la verdadera utopía, esa que nos da motivos para caminar, que decía Pirri. No. Cultura y política no son la misma cosa, aunque a veces se dan la mano y laten al mismo ritmo, como dos enemigos íntimos con derecho a roce. Así lo cree Carlos Granés (Bogotá, 1975), que ha dedicado su último ensayo a leer la actualidad política en clave cultural, y viceversa, para intentar desenmarañar un poco este presente agitado y convulso en el que las certezas duran menos que un tuit. El resultado es « Salvajes de una nueva época » (Taurus), un ensayo ácido que lo mismo la toma con el dadaísmo que con el procés catalán, dos realidades delirantes a partes iguales.
—Hay una idea que sobrevuela este ensayo, y es la de que la cultura se está domesticando mientras la política se está volviendo cada vez más salvaje. ¿Diría que es esta la columna vertebral del libro?
—Ese es el resumen. Analizando las manifestaciones culturales más recientes, y sobre todo los premios culturales más recientes, podemos ver que los artistas más notorios son aquellos que están abordando problemas sociales o que se enmarcarían en la nueva tendencia de lo políticamente correcto. Son los que se preocupan por el cambio climático, por las identidades minoritarias, por la violencia contra la población afroamericana en Estados Unidos. Paralelamente, los políticos que están teniendo éxitos repentinos, que parten de la nada y que en muy poco tiempo se convierten en actores relevantes, están empleando estrategias totalmente incorrectas. Apelan al escándalo, intentan socavar la moral progresista establecida, la moral que triunfó después de Mayo del 68. Atentan contra todo aquello que están defendiendo los artistas: el feminismo, las identidades minoritarias, los migrantes…
—Lo hacen porque funciona.
—Es que lo más curioso es que les está dando resultado a ambos bandos: los artistas políticamente correctos entran a las instituciones culturales y ganan premios, y los políticos políticamente incorrectos estaban obteniendo muchos réditos electorales, al menos hasta hace unos meses.
—Esta brecha entre cultura y política es nueva. Ha habido diferentes momentos, como la revolución mexicana o el fascismo italiano, en los que la política se aliaba con los artistas para epatar, para convencer a las masas. Pero ahora parece ser ya no les hacen falta los artistas, porque la política misma se ha convertido en puro teatro, ¿no?
—Exactamente, los políticos ahora son performers. Ya no estamos en una sociedad del espectáculo, estamos en una sociedad más bien performativa en la que todos somos productores de contenidos. Todos, a través de las redes sociales, a través de los canales de Youtube o de Instagram, producimos contenido. Y ya no hay espectadores para tanto espectáculo. Entonces, para captar la atención de la gente hay que usar estrategias agresivas, salvajes. Los políticos lo han entendido perfectamente: dentro de este océano de ideas y opiniones, si no eres agresivo dejas de existir.
—Esa certeza, afirma en el ensayo, llegó a España de la mano de Podemos, que a su vez la trajo de Latinoamérica.
—Pablo Iglesias hizo trabajo de campo en México y Errejón en Bolivia. Y no fueron a aprender cómo solucionar problemas de salud, cómo solucionar problemas del agro o cómo entender la política petrolera. No, fueron a entender estrategias de comunicación política. Estrategias de formación de mayorías políticas. En eso, tanto el subcomandante Marcos como Evo Morales y el grupo que le acompañó durante su campaña electoral fueron realmente notables. El subcomandante Marcos logró convertir la guerrilla en un fenómeno mediático. Esto lo vio Iglesias y en su tesis doctoral intentó analizar cómo esas estrategias usadas por Marcos son retomadas por movimientos antiglobalización en Italia. Y lo que vemos después es que esas mismas estrategias las empiezan a poner en práctica en la Complutense con los miembros de la asociación Contrapoder. Son acciones muy performativas, muy calcadas de las estrategias del arte contemporáneo, del arte político, del agitprop . Irrumpen de forma teatral, incluso con indumentaria teatral, para llamar la atención sobre un mensaje. Claro, todo se filma y se pone a circular.
—Esa nueva forma de comunicar ha triunfado. Parece que ahora todos los partidos juegan a eso.
—Desde luego. Recordemos, por ejemplo, cómo saltó Rivera a la política: se desnudó. También era una forma muy llamativa de darse a conocer. Muy teatral, muy performática. Vox también, con sus publicidades y sobre todo con sus comentarios absurdos, como abrir un debate sobre las armas en España: es un debate que no existe, que no corresponde a una necesidad social. No lo hacen porque les interese que la gente vaya armada, sino porque genera polémica inmediata y pasan de su declaración a las redes y de las redes a los titulares. Y todo el mundo empieza a hablar de eso.
—Se nota en el Congreso: allí se va a buscar el titular, no a debatir.
—El debate público ha degenerado muchísimo precisamente por esta dinámica. Lo que importa es una frase contundente, escandalosa, que sea seductora para los medios y que se convierta en trending topic . Si alguien en el Parlamento se pone demasiado sutil, o a matizar, es posible que pase totalmente desapercibido.
—A nivel performativo, ¿cree que el referéndum del uno de octubre y la posterior declaración de independencia han sido la gran perfomance política de este siglo?
—Lo fueron. No hay un ejemplo más claro de la apropiación de unos políticos de estrategias teatrales para impulsar su mensaje. Si uno compara el referéndum del uno de octubre con una obra teatral como «Paradise Now», de The Living Theatre, que son los pioneros del teatro de guerrillas, ve que tienen muchos elementos en común. Por ejemplo, convertir al público en actor. La gente que iba al teatro a ver «Paradise Now» no sabía que iba a terminar convertido en actor. Y es lo que ocurría, quisieran o no. El referéndum del uno de octubre fue eso: pusieron en un escenario una cantidad de elementos y todo aquel que salía a votar, de un momento a otro, se convertía en actor de una performance que no tenía ningún tipo de validez política, que no tenía ningún tipo de legitimidad política, pero que sin embargo, a nivel simbólico, tenía una fuerza impresionante. Era una obra de teatro brutal. Sirvió muchísimo para la internacionalización, para la visibilidad exterior del conflicto catalán.
—Es que era muy fácil vender ese relato.
—Pasara lo que pasara iban a tener una imagen que sirviera a sus intereses. Si la Policía no actuaba y la comunidad internacional veía a miles y miles de catalanes votando felices un referéndum, era una imagen positiva. Si por el contrario llegaba la Policía y lo impedía y había escenas de violencia, pues aún mejor. Como imagen era mucho más potente ver a un policía impidiendo meter su voto en la urna a un votante. Porque eso empezaba a corroborar el relato que ya habían lanzado previamente: que Franco seguía vivo paseándose por las instituciones, que España era finalmente un país rancio, autoritario, etcétera. Eso mismo pasaba en «Paradise Now». Allí decían: «Ustedes se creen libres, pero no lo son. Ustedes no pueden fumar marihuana, no pueden viajar sin pasaporte, no pueden desnudarse en público. El estado en el fondo es represor». Entonces lo hacían ahí y en efecto llegaba la policía y les daba un cachiporrazo por hacerlo. Y aquel relato previo cobraba sentido.
—Por cierto, ¿de verdad piensa eso que escribe de que los artistas se parecen mucho a los caudillos?
—Hay gente que dice que detrás de toda revolución hay un poeta. De toda guerra, incluso. Porque finalmente es un poeta el que crea la ilusión, la esperanza, la utopía. Y viene después el hombre de acción, que toma esas palabras y las convierte en rebeliones callejeras.
—Le cito: «Si Duchamp envió un orinal a una exhibición de arte, Esquerra Republicana de Catalunya envía a Rufíán al Congreso de los Diputados con un propósito parecido».
—Gabriel Rufián era un ejemplo perfecto de la teatralización de la política. Duchamp envió su orinal a un evento artístico para infiltrar el antiarte en la institución cultural. Para ver si colaba. Y coló. Parecía que Esquerra Republicana hacía lo mismo con Rufián: lo enviaba al Congreso a sabotear la institución con su impresora, con sus declaraciones antipolíticas y antisistema. Era un elemento antipolítico.
—Pero ahora tiene otro talante, ha cambiado de estrategia.
—Su transformación es muy curiosa. Después del verano ha llegado convertido en un hombre de estado, en una persona absolutamente sensata, en alguien que está intentando calmar las aguas, sosegar los espíritus. Es la respuesta de los partidos de izquierda, o que se dicen de izquierda, para diferenciarse de la ultraderecha: están dejándole el escándalo, la transgresión y lo políticamente incorrecto a la ultraderecha.
—Esto me recuerda a otra de las ideas del libro: que la rebelión de hoy es de quita y pon, que es un objeto de consumo más.
—Esto ocurre desde finales de los cincuenta, cuando la Generación Beat empieza a convertirse en el hippismo y el hippismo empieza a convertirse en un fenómeno masivo. Entonces, muchos beatniks que no podían vivir de la escritura o del arte entraron en las agencias de publicidad. Y empezaron a usar la rebelión y el sexo como ganchos publicitarios.
—En Colombia, por cierto, ha pasado con Pablo Escobar: lo han convertido en un icono comercial.
—Todo lo rebelde se puede convertir en mercancía, sobre todo si es rebeldía anticapitalista. Ya te evitan la necesidad de salir a la calle y rebelarte y tirar piedras para sentirte rebelde. Porque puedes consumir mercancía rebelde. Eso ha ocurrido permanentemente con cualquier gesto rebelde desde Mayo del 68. Con las Pussy Riot, por ejemplo: a los pocos meses de su performance en la iglesia de Moscú, los maniquíes de la calle Fuencarral estaban decorados con sus capuchas.
—Al final, todo se puede vender.
—Ahora lo que estamos viendo es que la rebelión y el sexo está dando paso al ecologismo, al feminismo y al cambio climático como ganchos para el consumo. Muchas marcas se vinculan a proyectos de empoderamiento femenino en África o usan lemas feministas en sus camisetas. Pero no bajan el precio.
—En la primera mitad del libro lamenta que el capitalismo se haya comido a la cultura, ¿pero ha existido alguna vez el arte fuera del mercado?
—Creo que al principio la vanguardia era un fenómeno al margen del capitalismo. Es más: el surrealismo fue un movimiento que se opuso radicalmente al capitalismo. Breton le prohibía a los miembros de su grupo que vivieran del arte. Tenían que tener un trabajo a parte y vivir de eso y por nada del mundo creer que podían mercantilizar su producción artística o poética.
—Pero de ahí salió Dalí.
—Exactamente. Por eso lo echó del surrealismo y lo repudió. Aunque también el dadaísmo fue un fenómeno anticomercial. Fue un estallido de irreverencia, de infantilismo, de risa que intentaba atacar los valores que habían conducido a la primera guerra mundial. Y tampoco entraron en el mercado. Eso fue posterior, a partir de los 50, que se empezó a mirar al pasado para entender el arte pop y se recupera el dadá, que despierta un interés enorme entre coleccionistas y museos.
—En estas páginas sostiene que aún no hemos superado el dadaísmo, que hoy es una transgresión manida.
—La vanguardia triunfó: no acabó con el capitalismo, no acabó con los museos, no convirtió la vida en arte, pero sí transformó los gustos y ciertas actitudes vitales. Nos volvimos más hedonistas, mucho más autoexpresivos, más antiutilitarios. ¿Qué ocurre? Que todo eso que era revolucionario, que se enfrentaba al establishment , una vez que triunfa se convierte en el nuevo establishment . Desde entonces hemos visto una repetición de gestos de la vanguardia histórica que no transgreden nada, que no contradicen nada. Porque son nuestros gustos, los que mayoritariamente compartidos los nacidos en los setenta hasta hoy. Somos hijos de la vanguardia.
—Es decir, que nos hemos quedado sin ideas.
—Hay algo nuevo: la corriente de lo políticamente correcto. Es un nuevo moralismo que impide que el arte explore otro tipo de problemáticas y le impone como un deber ser al artista. Hoy en día los jóvenes corren masivamente a hacer arte contra el cambio climático porque creen que deben hacerlo. Es lo mismo que ocurría en Perú en los años 30: todos los poetas y pintores y escritores tenían que ser indigenistas porque tenían que reivindicar al indígena, salvarlo. O en México con el muralismo, que surge en los años 20 como una gran vanguardia, maravillosa, pero para el año 1950 se había convertido en una escuela opresora que forzaba a todos los artistas a hacer indigenismo, a reivindicar el campesinado, el proletariado.
—¿Puede existir el arte reivindicativo hoy dentro del mercado? ¿Tiene sentido?
—Sí puede haberlo. Hasta hace muy poco la población transexual estaba condenada a la oscuridad, a la marginación y posiblemente a oficios bastante denigrantes. Y los que empezaron esa reivindicación de darle visibilidad, de forzar a la integración y normalización de la condición transexual, fueron los colectivos artísticos. Lo hicieron de una forma muy agresiva, muy transgresora, pero efectiva. Eso nos ha mejorado moralmente a las sociedades occidentales.
—Le reboto una pregunta del libro: «Si un curator puede determinar que la basura es arte, ¿por qué un cleaner no va a poder decir que una obra de arte es basura?»
—Si el arte es arte porque lo dice el artista o el curador…
—¿Diría que el arte de este siglo es más un discurso que un objeto?
—Sin lugar a dudas. Sin discurso mucha de la producción cultural que se crea hoy en día sería irrelevante, no tendría sentido. En la Tate Modern de Londres se ha expuesto un vaso medio vacío. Sin un discurso que lo arrope y lo justifique, pues es un vaso. Y eso ha llegado a ser irritante.
—¿Irritante por repetitivo?
—El arte conceptual empezó en los 60. Y hasta el día de hoy seguimos dependiendo de estrategias discursivas que carguen de sentido a objetos cotidianos para que podamos verlos como arte. O para que se puedan vender como arte. Esto se sigue vendiendo como algo nuevo pero se hace desde hace sesenta años. Criticarlo no es reaccionario, criticarlo es exigir novedad, criticarlo es decir «hombre, ya está bien».
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