historia
La decisiva actuación de Stalin en la Batalla de Las Ardenas
Christer Bergström aporta nuevas teorías sobre la batalla que pudo cambiar el curso de la II Guerra Mundial
Aquel 20 de julio de 1944 Adolf Hitler no estaba para bromas. Nunca fue lo que se dice un tipo simpático. Pero, primero, las noticias llegadas del frente del este eran cada vez peores, con la maquinaria soviética del Ejército Rojo apisonándolo todo a su paso, incluidos varios cuerpos de ejército de la Wehrmacht ; y, por poniente, las cosas no iban mucho mejor: habían pasado cuarenta y seis días desde el desembarco en Normandía y el avance aliado era imparable. La Resistencia francesa preparaba el camino hacia la liberación de París y los combatientes de la Francia Libre estaban por todas partes decididos por fin a salvar el honor patrio mancillado cuatro años antes. Desesperado, el Führer había pensado en la política de la tierra quemada, incendiar la Ciudad del Sena después de apropiarse de todos sus objetos de valor, y sus impagables joyas artísticas.
Aquel día, el jefe nacional-socialista había convocado a su Estado Mayor a una reunión urgente. Había que tomar decisiones drásticas por mucho que costaran, por mucho que se llevaran por delante la vida de miles de soldados alemanes. Todo estaba preparado en la Guarida del Lobo , el refugio de los jerifaltes nazis. Se desplegaron los mapas y una tremenda explosión sacudió de arriba abajo la guarida. Varios altos oficiales se abalanzaron sobre el Führer temiéndose lo peor, pero sólo presentaba heridas leves. La bomba colocada por el coronel y conde Claus von Stauffenberg, brazo ejecutor de la operación Walkiria, no había conseguido sus objetivos. O tal vez sí.
Efectos colaterales
Los efectos colaterales parecían serios. Adolf Hitler se había salvado, pero en su interior, en su cabeza, ya no era el mismo. El pánico se había apoderado de él. Veía enemigos por todas partes y sus psicopatías se habían intensificado y se habían vuelto aún más peligrosas. Sabía que había que hacer algo y, tras la liberación de París, el 25 de agosto de ese 1944, Hitler empezó a preparar con sus mejores generales (aunque no todos confiaban en él) una gigantesca ofensiva para cortar el paso a los aliados que ya se acercaban al Rhin camino de un Berlín aterrorizado, cuyos habitantes soñaban con que los yanquis llegaran antes a la puerta de Brandemburgo que los soviéticos.
Había que parar a los británicos, canadienses y norteamericanos en Bélgica, en los bosques del área de Bastogne. En contra de la opinión de sus mejores hombres, Adolf Hitler tiró la casa militar por la ventana de la imprudencia y movilizó a las pocas unidades de gran poder que le quedaban: muchas unidades Panzer fueron retiradas del frente del este y traídas hasta Las Ardenas a toda prisa. Había que vencer o morir. Y en el peor de los casos, había que resistir todo lo que se pudiera para darle tiempo a la aún poderosísima maquinaria armamentística alemana (nutrida de prisioneros políticos y judíos, claro) a que concluyera sus experiementos con los aviones a reacción y las bombas dirigidas V-1 y V-2.
Hitler no admitió réplicas. El jefe era él, y a los demás sólo les quedaba obedecer. La suerte estaba echada. El 16 de diciembre de 1944, con un tiempo espantoso, comenzaba la contraofensiva y miles de soldados alemanes se lanzaban sobre las desprevenidas líneas aliadas, cogidas por sorpresa, debido a un exceso de confianza y a una labor poco afortunada o mal atendida de sus servicios de inteligencia. Había comenzado una de las batallas más terribles de la Historia, la batalla que pudo cambiar el curso de la Segunda Guerra Mundial y frustrar la victoria aliada.
200.000 víctimas
El historiador sueco Christer Bergström , autor de una veintena de libros sobre la Segunda Guerra Mundial, publica «Ardenas. La batalla» (Ed. Pasado y Presente), en el que, a partir de una documentación exhaustiva, aporta varias tesis innovadoras sobre aquella carnicería que le costó la vida a más doscientas mil personas: unas cien mil por bando. Entre esas ideas, que Churchill tuvo que llamar urgentemente a Stalin para que el Ejército Rojo «apretara» por el este con el fin de que los nazis tuvieran que reenviar allí a un buen número de tropas.
Bergström está de acuerdo, eso sí, en que los alemanes pudieron resultar victoriosos, pero que, «cuando el tiempo mejoro, la aviacion de los americanos destruyó su capacidad ofensiva». También asegura que «el espionaje de los norteamericanos y británicos anduvo un poco despistado. Todo lo confiaban a detectar los mensajes de radio alemanes, pero estos, astutamente, apenas si utilizaron sus emisoras». Éste es uno de sus grandes aciertos, y también «concentrar sus mejores fuerzas durante varias semanas sin ser descubiertos por los aliados», de los que destaca como grave error «creerse que los alemanes eran incapaces de lanzar una ofensiva de tanto poderío». Y llegamos a la pregunta del millón. Stalin mandó atacar al Ejército Rojo. Eso fue decisivo. ¿Por qué lo hizo? «Fue una decisión muy interesada. Primero, le convenía, porque así se aseguraba prácticamente llegar antes que los aliados a Berlín, y porque así se garantizaba una posición de fuerza con respecto a futuras negociaciones sobre el futuro de Europa».