La vida entre palabras y pinceles
La ilustradora Sara Morante debuta en la novela con «La vida de las paredes»
Explica Sara Morante (Torrelavega, 1976) que antes de la ilustración, mucho antes de convertirse en una de las autoras más solicitadas para imaginar cubiertas de libros y dar vida a relatos de Jane Austen o Edith Warton, ya estaba la escritura. Aún así, los encargos, el trabajo para editoriales como Impedimenta, Nórdica o Páginas de Espuma y, en fin, la vida, acabaron inclinando la balanza hacia los colores y los pinceles.
«Pensaba que la creatividad ya la tenía cubierta», asegura Morante, quien después de ilustrar siete libros y hacer las portadas de otra docena, toma las riendas de todo el proceso con «La vida de las paredes» (Lumen), novela en la que, además de escribir, se ha encargado por primera vez de ilustrar sus propios textos.
Todo surgió, relata Morante, con siete u ocho páginas que escribió hace años y que, tras un empujoncito de la asesora editorial Covadonga D’Lom, se animó a convertir en relato. «Al final, el proceso creativo acaba siendo el mismo cuando narras y cuando ilustras. Todo acaba surgiendo del mismo caos», apunta la autora, que durante más de un año fue perfilando los personajes que había ideado tiempo atrás para desarrollar una historia de melancolías y soledades compartidas.
De este modo, en su primera novela Morante se adentra en las vidas de un puñado de vecinos que, puerta con puerta, comparten soledad en un viejo caserón coronado por unas inquietantes gárgolas. Un paisaje anclado en el siglo XX que, apunta la autora, esboza una época que ya no existe. «Soy de provincias, así que hablo de lo que conozco.Creo que es una atmósfera muy del norte, muy de Cantabria o Gijón», señala la autora a propósito de una galería de personajes que, de la solterísima portera del edificio al paragüero voyeur pasando por la bordadora, la musa o los porteros, componen un peculiar retablo humano encerrado en el número 16 de la calle Argumosa.
A todos ellos acaba dando vida Morante entre palabras y colores, encerrándolos en una treintena de ilustraciones que, explica, le han permitido darse el gusto de hacer algo que no puede cuando trabaja ilustrando textos ajenos: intervenir en la narración. «Existe un diálogo entre el texto y las ilustraciones, y a veces has de modificar uno en beneficio del otro», explica.
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