Tomas Tranströmer: lenguaje, no palabras

Poeta pluriforme, dueño de un universo de sólida unidad, el Nobel era aficionado a los museos y a la ciencia. La II Guerra Mundial supuso para él dos nuevos hallazgos: la política y la biblioteca

Tomas Tranströmer: lenguaje, no palabras REUTERS

JAIME SILES

La muerte de Tomas Tranströmer (Estocolmo, 1931), Premio Nobel de Literatura del año 2011, deja huérfana a gran parte de la mejor poesía europea de la segunda mitad del siglo XX. En su «Visión de la memoria», publicado en 1993 y traducido por Roberto Mascaró en 2012, ya había adelantado que toda incursión en los recuerdos resulta peligrosa, pues es como si nos acercásemos a la muerte, ya que «las vivencias más tempranas son en su mayor parte inalcanzables».

Tal vez por ello hizo suyas otras formas de «vivencia de la muerte», como fueron en su caso la afición a los museos y a un tipo de ciencia, inspirada en el ejemplo de Linneo, que él mismo define con tres infinitivos: «Descubrir, coleccionar, examinar». Y de esas lecciones de los invertebrados y la sección de Paleontología extrajo sin saberlo otra vivencia: la de la belleza, que pronto se vio intensificada por otra afición: la de las láminas.

La Segunda Guerra Mundial supuso para él dos nuevos hallazgos: la política y la biblioteca, así como el desarrollo de su instinto recolector y, sobre todo, de una enorme capacidad para reproducir en su interior lo que horas antes había visto en el cine : «Días sin huella» y «El testamento del doctor Mabuse» fueron para él dos experiencias que le familiarizaron con las voces que hay en el silencio y con el mundo sin palabras que la oscuridad convierte en músical rumor.

«Lenguaje, no palabras»

A ellos se sumó pronto el latín: Catulo y Horacio, especialmente éste «con la maravillosa precisión del verso». Lo que se tradujo en algo que lo diferenció muy pronto de sus contemporáneos: el considerar a Horacio un contemporáneo y, acorde con ello, la adopción de dos de sus estrofas más usadas -la sáfica y la alcaica- que en un primer momento la crítica malinterpretó como un deseo de sofisticación cuando lo era sólo de investigación de las posibilidades formales del clasicismo.

Su correspondencia con Robert Bly descubre muchas de sus preocupaciones y lecturas, y también numerosas claves para comprender la evolución de su poética: entre otras, lo que Carlos Pardo ha descrito muy bien al subrayar su «inusual capacidad de seducción plástica». Y es que Tranströmer, en vez de ocultar el nacimiento del poema, lo transparenta en esa búsqueda de «lenguaje, pero no de palabras» que, desde «La plaza salvaje» (1983) ha ido reduciendo su escritura hasta hacerla pivotar a casi toda ella sobre el haiku en un deseo de que -como las piedras de su poema homónimo- «todas nuestras acciones / claras como el cristal» caigan «no hacia otro fondo/ que nosotros mismos».

De ahí que, en ocasiones, su verso roce la greguería y que, en otras, diga que «el espíritu de Dios es como el Nilo: se desborda/ en textos surgidos en épocas distintas». De ahí también el uso de la parataxis azoriniana («casas, caminos, nubes») y una percepción del tiempo menos en su fluir que en su totalidad: «Yo estaba en una habitación que contenía todos los instantes». Y de ahí su interés por los dísticos latinos mezclados con otros de herencia surrealista.

«Gran amor sin resolver»

Tranströmer es un poeta pluriforme, dueño de un universo de sólida unidad. Para él «cada persona es una puerta entreabierta/ que lleva a una común habitación»: los cinco movimientos de sus «Fórmulas del invierno» reflejan lo que esta obra es y cómo el yo «es solo una palabra/ en la lúgubre boca de diciembre».

Pero nada mejor para caracterizarla que su saber leer correctamente en lo invisible y su inmersión en los espacios negros en los que saber ver rayos de luz. Poesía, pues, total y esperanzada que sobrecoge por las zonas sombrías que ilumina en un canto, que es grito soterrado y que deja al desnudo la extrema contingencia de nuestro ser.

Lo que Tranströmer nos enseña es a transformarnos -como los recuerdos- en nosotros mismos, a entender que «el otro mundo es también este mundo» y que «en algún lugar de nuestras vidas hay un gran amor sin resolver». El silencio avaro que aprendió en Mallarmé llegó a ser lenguaje en él. Lo que es tal vez lo máximo que todo poeta puede hacer.

Tomas Tranströmer: lenguaje, no palabras

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