Fernando Marías, en busca del tiempo perdido... y de su padre
El novelista publica su libro más personal e intransferible, «La isla del padre»
Era casi un niño de teta cuando se encontró de golpe, frente a frente y de bruces con aquel hombretón que venía de los mares en el pasillo de su casa bilbaína. Padre frente a hijo e hijo frente a padre, pero apenas si se conocían. Él, el padre, había sido un jovencísimo voluntario de la República , con diecisiete primaveras. Luego, como tantos, tuvo que salir por piernas y echarse a la mar como marino mercante. Él, el hijo, había nacido en 1958, y no era especialmente más travieso que otros de su quinta.
El padre volvía de permiso desde allende los mares de vez cuando, y en uno de esos cuandos, en una de esas veces, se vio por fin ante su hijo, ya más crecidito que la primera vez, pero tan sólo un chiquilicuatre, llamado Fernando Marías. Fernando quería ser director de cine, porque las aventuras que contaba el marinero eran casi como las de «Tatuaje» : «Él vino en un barco, de nombre extranjero...».
Con ese material, Marías decidió decir la frase de su vida: «¡Mamá, quiero ser artista!» . Y eso hizo. Dejó atrás su pasión por Sam Peckinpah (se le saltan las lágrimas al hablar de Bob ) y cogió la estilográfica que le habían regalado en su Primera Comunión. Se convirtió en un escritor de éxito, habituado a los premios (Nadal, Ateneo de Sevilla, Primavera) como el último de ellos, el Biblioteca Breve, por «La isla del padre» (Ed. Seix Barral), páginas en las que relata con mucha realidad y alguna ficción la figura de su padre, aquel Simbad del exilio. «Mi padre nos contaba historias cuando volvía de los viajes, porque creía que no le queríamos, algo que en mi caso no habría sido extraño, casi ni nos conocíamos. Hasta que pasó eso, yo vivía como el príncipe de palacio con mi madre y mi abuela. Lo primero que pensé fue decirle, ¡lárgate! Pasado el primer recelo, nos llevamos muy bien».
La vieja casa de Bilbao
Fernando Marías empezó este relato en 2009 con ese padre ya enfermo en su vieja casa de la capital vizcaína, gracias a que el propietario al que le habían vendido el piso le permitió terminarlo allí, y a pesar de que un reencuentro con el padre siempre puede ser pesaroso, el creador de «Todo el amor y casi toda la muerte» asegura que éste ha sido «uno de mis trabajos más fáciles, era un proyecto irrenunciable, pero no me ha costado demasiado esfuerzo». Al día siguiente de morir mi padre, ya estaba escribiendo». Un libro que es una manera de recobrar el tiempo perdido y que es también «un homenaje a aquel hombre que era el único padre anómalo de toda mi clase, con su maletín, silencioso, discreto, tanto que mi hermana y yo creíamos que era un espía como James Bond».
Le hemos dejado a ustedes con Fernando Marías encerrado («En un ambiente fantasmal, mirando cara a cara al fantasma de mí mismo») en su casa familiar, muy consciente de que es necesario «dar ese paso del reencuentro, pero para hacerlo hay que ser ya una persona madura, debes saber, al menos, quién eres y ante quién estás. Pero sí, llega un momento en el que tienes que encontrar respuestas, siempre olvidando juicios y reproches para poder comprender a ese “enemigo”. Pero es necesario para estar en paz».
Ser novelista y escribir una historia con tu propio padre (y demás familia) de protagonista debe hacer dudar, un pie delante y otro atrás, con esa sutilísima frontera entre la ficción y la realidad. «La experiencia te hace confiar en la intuición. Este libro está escrito como una ficción, pero basada en lo real. Esta es una historia honesta, y escribirla me ha hecho libre, porque he manejado mis recuerdos a mi antojo al convertirlos en ficción. Este libro ha sido un regalo de la vida. Recordar es muy sano. Creo que los que recordamos somos mejores».