Like a Robert Stone
El novelista estadounidense falleció el pasado sábado en su domicilio de Key West (Florida) a los 77 años
En algún sitio entre victoriosos titanes de la Generación Perdida, los pacifistas beatniks/hippies surgidos de la victoriosa Segunda Guerra Mundial, y los vencidos por la perdedora Vietnam, Robert Stone (Brooklyn 1937, Key West 2015) plantó una obra que, todavía, respondía a los dictados de la Gran Tradición literaria de su país: salir a conocer el mundo para poder contarlo. De paso, se convirtió en el Gran Jefe de la novela político-metafísica y el thriller existencial, abriendo camino y territorios para nombres como los de Joy Williams, Don DeLillo, Joan Didion o Denis Johnson.
De perfil contracultural pero aún así muy apreciado por el establishment (uno de sus títulos clave, «Dog Soldiers», ganó el National Book Award correspondiente a 1974), Stone puede leerse hoy, también, como la versión gonzo y alucinada de Graham Greene. Sus novelas moviéndose por Hollywood y México («Hijos de la luz»), inventadas pero verosímiles republiquetas latinoamericanas (la Tecán de la magistral «Banderas al amanecer»), una peligrosa New Orleans («Una galería de espejos»), el Caribe vudú y dictatorial («Bay of Souls»), el océano antártico sin mapa («Outerbridge Reach») o la psicótica Jerusalén en llamas («La puerta de Damasco»), se leen y se disfrutan y se admiran, así, como despachos de uno de esos hombres que vivió primero y escribió después.
Un vitalista à laHemingway -y à la Norman Mailer y James Salter- pero con una mirada mucho más oscura y desencantada y menos sitio para la bravuconería o el lirismo. Abunda, sí, la paranoia. Y la sensación de que todo puede volar por los aires nunca demora en hacerse realidad. Sus héroes son eternos extranjeros en todas partes, con sus corazones latiendo en las tinieblas de un apocalipsis ahora y –como en «Like a Rolling Stone» de Bob Dylan—sintiéndose completos desconocidos y sin dirección a casa.
A diferencia de lo que ocurre y ocurrió con buena parte de los colegas de su generación, los últimos libros de Stone (la memoir titulada «Recordando los sesenta», los cuentos reunidos en «Fun with Problems» y el policial de campus «Death of a Black-Haired Girl») mantuvieron un nivel muy alto de calidad y una energía envidiable para alguien que se consideraba bastante averiado por los accidentes de una vida arriesgada y una ingenuidad que no estaba reñida con la épica.
En sus memorias, admitió que «el exceso es siempre una trampa para aquellos que se exigen mucho a ellos mismos o a la vida. El exceso es, de hecho, característico de los románticos, de las generaciones románticas». Y amplía: «En nuestros tiempos, fuimos ruidosos y vanidosos. No hablo solo por mí, sino por todos con los que compartí aquella era y la que creo que era su actitud. Lo queríamos todo; algunas veces confundimos la autodestrucción con la virtud y el talento, la aniquilación con el éxtasis, la temeridad con el coraje. Venerando las doctrinas de Hemingway como las venerábamos, queríamos la gracia constante bajo una presión constante, y un estoicismo ante la desilusión que, de algún modo, nunca perdiera su vigor. Queríamos morir bien todos y cada uno de los días, ser tipos interesantes y dejar bonitos cadáveres. Qué absurdo… Aprendimos lo que tuvimos que aprender e hicimos lo que pudimos. En algunos aspectos, el mundo se benefició y seguirá beneficiándose de lo que conseguimos hacer. Nosotros fuimos las principales víctimas de nuestros errores. Midiéndonos ahora frente a los dueños del presente, no nos arrepentimos de nada más que de no haber conseguido imponernos».
Sus libros, por suerte para nosotros, demuestran que --al menos en lo que él se refería y lo suyo atañe-- Robert Stone estaba equivocado.
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