Temporero a los catorce años, novelista a los cuarenta: la odisea de Juarma
Empezó a escribir a la vez que a trabajar, pero durante años quemó sus textos por vergüenza. Gracias a unos amigos publicó 'Al final siempre ganan los monstruos', que luego editó Blackie Books. Ahora vuelve con 'Punki' y su Macondo granadino

A veces Juarma (1981) se tapa la boca cuando ríe, como hacen los tímidos de manual cuando no llevan mascarilla. Y en ese tic hay mucha historia, y no solo vergüenza. Tenía dieciséis años cuando se cayó por las escaleras del anfiteatro de su pueblo y se partió un colmillo por la mitad. Se le murió el nervio, y algo más. Antes se había descascarillado las paletas inferiores en una pelea de la que no da detalles. Y ya llevaba destrozado un incisivo lateral.
Su sonrisa, claro, era un cuadro. Un cuadro que no quería enseñar.
Pasaron cinco años hasta que pudo pagarse un dentista. Le arreglaron la dentadura, pero el tic se quedó ahí, para siempre. ¿No ocurre lo mismo con la vida? Las cosas se superan, pero no se borran.
Juarma lo dice así: «En la vida real para cerrar una trama sudas sangre». Por eso le gusta la escritura. Por eso nunca la ha abandonado, a pesar de todo. Y por todo entendamos todo.
Esta es su historia. La de un chaval que empezó a escribir a la vez que a trabajar, a los catorce años. La de un adolescente que quemaba sus textos por pudor. La de un adulto que ha sido muchas cosas para seguir siendo. La de un escritor, en fin, que va a publicar su segunda novela y aún no puede creérselo. «He tenido una suerte de la hostia».
1. Peras y poesías
Estamos a finales de los años ochenta en Deifontes, un pueblo de Granada que hoy está rodeado de olivos y donde sigue naciendo un agua tan limpia como el cristal limpio: no es broma, brota del suelo. Hay un niño que corretea por una casa con chimenea, y que se entretiene leyendo los periódicos viejos que su abuelo usa para encender el fuego («yo leía más rápido que los otros niños»). Ese niño sueña con ser periodista deportivo, pero entonces no sabe nada. Solo que la biblioteca pública es un lugar maravilloso. Que hay tebeos de Astérix. Se lo dijo una profesora y él lo comprobó después. Y así descubre 'Las aventuras de Vanya el forzudo', un libro que nunca olvidará. El primero de tantos.
Un día, Juan Manuel (de dónde iba a venir Juarma si no) cumple catorce años y sus padres, temporeros, se lo llevan a Francia a recoger la pera. Es verano. Es julio. El chaval es un chaval y descansa más que el resto, pero el tiempo se le hace pesado, largo, eterno. Es el más joven de por allí, y por bastante. En el cortijo tiene una radio y un ejemplar de 'El conde de Montecristo' para entretenerse, pero no es suficiente.
«Sí, sí, empecé a escribir por aburrimiento», cuenta ahora, desde sus cuarenta y uno. «Recuerdo que en las cajas de peras se ponían unas cartonetas que eran muy grandes. Era un papel muy chulo, muy llamativo. Empecé a escribir ahí. Escribía poemas, aunque yo jamás había leído un poemario de verdad». Juarma hace una pausa y mira al cielo, azulísimo. «Eran poemas muy malos, supongo que inspirados por la música, porque yo solo había leído los poemas del libro de lengua».
Por lo que sea, se entregó a la poesía con esa devoción que solo existe en la adolescencia, cuando todo es definitivo e insoportablemente intenso y la piel aún está por estrenar. Quería mejorar, pulir su estilo, alumbrar versos redondos, o al menos endecasílabos. Leyó a Cavafis, a Silvia Plath, la 'Antología Palatina': esas eran sus referencias principales, con la música. Entre 1995 y 2003 terminó varios libros, pero nadie los leyó. Prefería quemarlos en un caldero de plata a enseñarlos. Y eso que los firmaba con seudónimo.

«El problema es que no conseguía olvidar los poemas. Los quemaba, pero no los olvidaba. De hecho todavía no me acuerdo de algunos. No me acuerdo de muchas cosas de mi vida, pero me acuerdo de los puñeteros poemas».
—¿Ah sí?
Y empieza a recitar: «Sin droga, sin amor, sin esperanza, / sin sustento para mis borracheras, / perdido entre monstruosos semblantes / que cruzan por mi lado sin mirarme. / Se dirigen hacia ninguna parte, / hacia horribles páginas en blanco…» Esto es de 2003, el año en que dejó la poesía para siempre: «He despertado en ciudades de alambre, / donde son lápidas los edificios: / los paisajes, vertederos de sueños». Y sí, Juarma repite que era malísimo, que no ha vuelto a intentar ser poeta. Pero también recuerda la satisfacción del punto y final, de vaciarse en tan pocas palabras, de levantar algo solo con la voluntad. Es el orgullo del orfebre, del artesano, del que aprende.
«Cada día valoro más los poemas malos que escribía. Para mí es lo más que voy a hacer en la vida. Pero solo para mí».
Sigamos.
2. Lo más punki es hacer cosas
Ser punki en Deifontes, dice Juarma, era una cosa peculiar. También era divertido. Y no solo por la música, la ropa o los grafitis. Era por el espíritu, que calmaba el hormigueo de las manos jóvenes. Era así: «Aquí te vestías como podías. No sabíamos muy bien quién era Johnny Rotten, pero sí sabíamos quién era Jero, el de los Chichos. Escuchábamos rumba, flamenco, 'heavy', lo que nos caía. Y hacíamos pintadas, cosas de chavales y tal. Pero del punk me llamaba sobre todo lo del hazlo tú mismo. Ver que había gente que se hacía las cosas a su manera, que no dependía de nadie, que cogía un lápiz y papel y se hacía su revista y la fotocopiaba. Eso es lo que más me marcó».
Había que hacer, había que moverse, agitarse, encenderse. Con sus amigos editó tres fanzines entre 1997 y 1999. Entrevistó a bandas de punk, reseñó maquetas y escribió relatos breves y pretendidamente graciosos. También empezó a dibujar para llenar los huecos del fanzine, aunque no tenía ni idea. Pero qué más da. Fue entonces cuando empezó a firmar como Juarma, que era el nombre que le había puesto el mundo.
«No tenía dinero para comprarme una guitarra, pero sí podía tener un lápiz y un papel. Era la forma de intentar explicar lo que sentía, lo que pensaba».
La ficción empezó a llamarle mucho. Llenaba folios y folios con su letra diminuta, por las dos caras y a lápiz. Muchas veces esos folios los quemaba, en un gesto digno de las vanguardias, como cuando el Joker quema la montaña de billetes, de millones, que acaba de robar en 'El caballero oscuro'. Juarma también hizo un fanzine sobre literatura del que solo tiró una sola copia: la suya. Y escribió un relato sobre los malos tratos para presentarlo a un concurso y ganar diez mil pesetas. Lo que recibió fue una hostia de su padre.
«Me lo tomaba muy en serio: inventaba personajes, planeaba la estructura de la trama, retocaba la prosa. Y después pensaba: si me pasa algún día algo y mi madre o alguien encuentra esto aquí qué vergüenza. Y lo quemaba. Era muy impulsivo».
El tiempo fue pasando, y él siguió yendo a Francia a trabajar. Y dibujando. Y escribiendo. Llegado el momento se matriculó en Filosofía, y después en Filología Hispánica, una carrera aprendió más bien poco de literatura, pero sí de lengua. Fue el primero de su familia que pisó un instituto, y por supuesto el primero en graduarse. Y con todo estuvo viviendo al día hasta los treinta y siete años: fue peón de albañil («mi oficio favorito, pero llegó la crisis»), camarero («el peor trabajo») y temporero (de uva, pera y aceituna: «la agricultura es lo que más controlo»). En el campo leía mucho, muchísimo.
Juarma vivía al día, sin pensar en un futuro, casi sin soñar con ser escritor: «Mi sueño era vivir tranquilo, tirar para delante como podía». Pero la historia, su historia, cambió en agosto de 2017. Fue en las fiestas de Deifontes, durante un concierto de Medina Azahara, uno de los grupos de su juventud. Hay que imaginarse la música, la nostalgia, el reencuentro con viejas amistades, un cosquilleo en la felicidad, la celebración de que seguimos aquí. La noche acabó con una promesa: «Javi, tengo que escribir algo sobre todas las emociones que he sentido esta puta noche».
Un par de semanas después, Juarma publicó un relato en su muro de Facebook. Y después otro. Y ya no paró. Tenía sesenta y cinco lectores y ganas de más. En diciembre de ese año terminó 'Al final siempre ganan los monstruos', su primera novela. Quiso borrarla varias veces de su disco duro, trituró el primer manuscrito, porque las mejores costumbres no se pierden, pero dos amigos (Jorge B. Ortiz y Enrique Rodríguez) montaron la editorial Camping Motel para publicarla. Tiraron trescientas copias. Su madre vendió el libro entre sus amigas, y pasito a pasito en un mes y medio ya no quedaban ejemplares. Uno de ellos llegó a Blackie Books. El fuego no pudo evitarlo.
En febrero de 2021, Blackie publicó una edición ampliada y corregida de 'Al final siempre ganan los monstruos'. Vendió veinticinco mil ejemplares. Cristina Morales elogió su libro. Muchos de sus amigos se enteraron entonces de que escribía. Su abuela le pidió un ejemplar, aunque no sabe leer: «Le gusta tenerlo». Su madre sí lo leyó.
Así, de pronto, Juarma se convirtió en escritor. Un escritor feliz y ambicioso que la semana que viene publica 'Punki. Una historia de amor' (con Blackie Books, claro) y que tiene otras cuatro novelas en la cabeza.
«He tenido una suerte de la hostia, porque normalmente estas cosas no pasan. Y yo ahora mismo tendría un cajón con papeles. Y de vez en cuando los quemaría. Y así estaría hasta morirme».
Él todavía piensa, porque lo que se piensa no se controla, que es algo provisional. Es difícil dejar de vivir al día, imaginar un futuro, confiar en que las cosas durarán para siempre y no hasta mañana. «Cuando salió la primera novela pensaba que iba a ser la última… Si mañana tengo que volver a otro trabajo me da igual. Lo aprovecharé mientras pueda».
3. Siempre nos quedará Deifontes
De adolescente, Juarma quería huir de Deifontes, ver mundo: «Y ver mundo era ver Granada», suelta antes de la carcajada. Ahora se pasea por el pueblo de su infancia recordando: qué peligroso era bañarse en la presa, qué daño en el anfiteatro, el lavadero ese aún se usaba, la biblioteca estaba aquí y no allí, la carretera era de un carril y al fin tiene dos, las casas esas del parque son todas nuevas, esto está más limpio que nunca, está muy bonito. Sus dos novelas, y las cuatro que tiene en mente, suceden en Deifontes. Bueno, casi. En Villa de la Fuente. Que es Deifontes pero con otra gente y alguna calle de más. O de menos.
«Es mi escenario, un pueblo donde parece que no pasa nada pero sucede todo», repite. Mientras habla, una señora se acerca a la fuente que tiene a sus espaldas abrazando algo envuelto en toallas que resulta ser un pato. «Es mi mascota». ¿Y cómo se llama? «Cuac». ¡Macondo! Ya lo avisamos: todo es todo.
Los grafitis del lugar cuentan vidas intensas y al borde de algo. «Muero por vivir». «Te quiero». «Todo contigo». «Stop Wars». «Fuck the police». «Polla» (este iba con dibujo).
«Para mí es un honor volver al sitio donde empezó todo y contar historias desde aquí y no tener que salir fuera. Es increíble que siendo tan localista pueda llegar a tanta gente», celebra. En 'Punki' hay un mapa para que no nos perdamos y un árbol con los personajes y las familias del pueblo, como en las novelas rusas. Y en ese fresco está el éxito y el fracaso, la precariedad y la precariedad. «Es lo que te define muchas veces: sí, están las decisiones que tomas, pero también las cartas marcadas de nacimiento… Para mí escribir o dibujar siempre ha sido como rebelarme contra el no haber salido de aquí y no haber hecho nada».
—¿Qué es lo mejor de la escritura?
—Escribir es poner orden donde no lo hay. Por eso me gusta. Porque puedes cerrar las tramas de las historias, puedes resolverlas, algo que no ocurre en la vida real. Es maravilloso… Voy a seguir escribiendo.
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Echando la vista atrás, Juarma escribió esto, que resume ese viaje que empezó en un cortijo de Francia y no ha terminado todavía: «Desde finales de 2017 no he dejado de escribir. Disfruto y me lo paso bien. Lo que dure esta aventurilla, pondré todo de mi parte para dar lo mejor de mí mismo, tal como hacía en la hostelería, en la obra o en el campo. Igual alguien lee todo esto y piensa que se trata de una batallita de superación personal. Para nada. Eso no es así. Ojalá todo hubiese sido distinto. Ojalá nunca hubiese sentido tanta vergüenza con lo de escribir. Ojalá no hubiese disfrutado tanto quemando textos. Pero también me hace gracia el puñetero camino: no lo puedo evitar».
A veces, sí, Juarma se tapa la boca cuando ríe. Pero es que es un hombre con motivos para sonreír. Y para volver a casa.