TODAS LAS MUERTES DE JAMES W.
13. Concurso de pintura rápida
Iba vestido con pantalones cortos blancos, camisa de lino de idéntico color, mocasines y un sombrero Panamá. ¿Cómo pasará José María su día de playa?
12. El día del orgullo gay
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Aquello no era una playa sino una metáfora y esa tarde de julio no resultaba posible que uno solo de los presentes fuera feliz. Me refiero a alguien con más de quince años, por supuesto, porque los niños presentes sí que disfrutaban, reían como bestias ... y flotaban como esos 'putti' de la Capilla Sixtina, pero cambiando lo angelical por lo demoníaco y el espacio sagrado y umbrío por el criminal y distópico de las playas en verano. Más que un lugar soleado y resplandeciente, como una estrella, aquello parecía un agujero negro, una oquedad misteriosa con campo gravitacional propio donde todas las convenciones sociales se ponían en suspenso como satélites atraídos por la fuerza de gravedad del mal.
James W. no entendía bien por qué la gente perdía el pudor solo por el hecho de cambiar una base de cal por una de arena. Las mismas mujeres que jamás harían toples en la Gran Vía se desnudaban en esta otra Gran Vía, la que forma la orilla de la playa de La Salvé, en Laredo, que mide más de cuatro kilómetros de punta a punta, lo que hace que un paseo de ida y vuelta tenga una distancia de más de ocho kilómetros. Teniendo en cuenta que el Paseo de la Castellana mide poco más de seis, ese paseo no es que fuera la Gran Vía del Mar sino algo más cercano a la Vía Dolorosa, a un Vía Crucis con todas las estaciones, pero bajo el sol abrasador de la costa cántabra, que, pese a lo que se puede pensar, es más caníbal que la Galicia de Os Resentidos. Pero menos ye-ye.
Y ya no solo era el tema del toples. Hombres con cierta clase engullían trozos de melón como si salieran de un largo secuestro y las mujeres, otrora prendadas por el jazz y el Campari, bailaban reggaetón con la boca llena de tinto de verano, melifluo y dulzón como la canción sueca de Eurovisión. Le resultaba sorprendente que un prestigioso abogado madrileño no tuviera el menor reparo en enseñar su oronda barriga trabajada durante todo el año en Txistu.
Las mismas mujeres que
jamás harían toples en la Gran Vía se desnudaban en esta otra Gran Vía
O que mujeres coquetas y habitualmente presumidas se entregaran sin problema a la naturalidad de la piel dormida, abandonando el maquillaje y el resto del 'dopping'. Es como si, de repente, todo diera igual y la gente aceptara la verdad con cierto estoicismo y sin demasiados complejos. Pero, eso sí, todos con caras lánguidas, tristes y derrotadas. Había un arquiteceto haciendo un castillo de arena con sus hijos, lo que puede resultar ciertamente bonito y bucólico. Pero James W. sabía que detrás de esos ojos de buen padre había un señor cansado, con lumbago, un lunar problemático hasta arriba de protección 50, los hombros quemados, los nervios de punta y unas ganas inmensas de llorar en su sofá de Las Rozas.
Y había una mujer sobre una tumbona, con un gorro blanco y dos cucharitas sin mango en sendas cavidades oculares. La señora sudaba, sufría y, cada poco, se rociaba de agua o crema, alternando así la fe con la realidad. Definitivamente, no estaba a gusto, dijera lo que dijera. «Nadie puede estar a gusto abrasándose entre desconocidos y pagando, además, miles de euros por ello. Lo hace para estar guapa, vale», pensaba James W., como si fuera el guionista de un documental de La 2 observando una especie extraña.
«Denota fuerza de voluntad. Pero esa mujer sufre y mucho». Y, un poco más allá, también sufría un hombre que intentaba en vano leer las páginas de Deportes de su periódico sin grapa. El sol resplandecía como un espejo en esas hojas blanquecinas que le cegaban.
Esa tarde de julio no resultaba posible que uno solo de los presentes fuera feliz
Le cegaba también la mezcla de sudor y crema protectora que bajaba por su frente y que recorría un 'rally' alrededor de las cejas para morir dentro de sus ojos, como un conjuro. Había algo de hospitalario en la arena que le llegaba de los jugadores de volley playa que había a su derecha e incluso en el ritmo electrolatino de los jóvenes que dormían la siesta a doce metros exactos de su toalla.
Todo el mundo sufría en esa playa menos James W., que se planteó la visita a Laredo como un hecho contracultural, como un Limonov que luchara contra la vulgaridad y fuera a fusilar a un par de cachorrillos de Labrador. Iba vestido con pantalones cortos blancos, camisa de lino de idéntico color, mocasines y un sombrero Panamá. Tomaba notas en su libreta como si fuera Sorolla en la Playa de la Malvarrosa o Gauguin en Tahití. Quiso ver en sí mismo algo de Genovés ante la visión imaginaria de la playa desde arriba, aunque el calor acabó por confundirlo todo con el 'Guernica', una escena terrorífica y surreal donde, de tanto mirar el sol, las retinas quemadas solo podían distinguir el blanco del negro.
La soledad del artista
Y allí se plantó, a la vez como Turner, intentando pintar la luz, como Caravaggio intentando pintar la oscuridad y como Hammershøi intentado pintar cada mota de polvo y arena. Sacó de su bolsa el caballete plegable, la paleta y el lienzo y James W., en la inmensidad demoníaca de una playa repleta, se puso a pintar en la misma orilla, sobreactuando tranquilidad y fingiendo estar abstraído para denunciar la soledad del artista en un mundo que no le entiende.
Y así, cuantos más balonazos de niños le llegaban, más tranquilo se mostraba; cuantas más pelotas de tenis caían en el lienzo como proyectiles, mayor su aislamiento y cuanto más frecuentes los chorros de agua caliente que salían de pistolas de juguete, cuanto más calientes las ráfagas de agua de la gente salpicándose y cuanto más intensas las pequeñas ventiscas que formaban a su alrededor los futbolistas, como dunas protectoras, mayor su ensimismamiento y su sensación de ser el único sereno y cuerdo del litoral cántabro.
El resultado fue un cuadro a medio camino entre Tàpies, el Miquel Barceló del 'Kulu Be Ba Kan' y el Miró antipintor, salvaje y brutal que homenajeaba los pegotes y los materiales de deshecho. Cuando presentó la obra al certamen de pintura rápida 'Puebla Vieja de Laredo' quedó el cuarto, por detrás del impresionismo de una jubilada y su coma diabético, el hiperrealismo cansino de un adolescente con buena mano y poco talento y el «valiente vacío metafísico del euskera» presentado por una estudiante de Bellas Artes de la UPV. Celebrando su puesto anodino y ya vestido como Loquillo en el 87, fue a comerse un pollo al Asador Amavisca, donde olvidó premeditadamente su cuadro para denunciar, que, al negar la playa, en realidad estaba luchando a la vez contra el colonialismo, contra el cambio climático y contra el machismo sin que nadie lo entendiera. Y, sin más, de vuelta a Chamartín. (Continuará).
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