Juan Manuel de Prada - Raros como yo
Ni en la vida ni en la muerte
Silverio Lanza fue un misántropo absoluto y un maldito de vocación que llegó a prohibir publicar sus obras
«Prohíbo que a costa de mi muerte se busque notoriedad, con entierros fastuosos, coronitas, veladas pseudo-literarias, necrologías mentirosas y declaraciones de paternidad predilecta o adoptiva hechas por Ayuntamientos de brutos y de caciques . También prohíbo solemnemente la impresión de mis manuscritos y la reproducción de mis obras impresas». ¿Alguien puede concebir a un escritor con mayor vocación de malditismo que quien escribió estas líneas? Firmaba sus obras con el seudónimo de Silverio Lanza , aunque su nombre de pila era Juan Bautista Amorós; y aunque Ramón Gómez de la Serna se atrevió a incumplir su voluntad (como más tarde haríamos también Camilo José Cela y yo mismo), su designio se ha cumplido a la perfección.
En las ediciones esotéricas de sus libros, Silverio Lanza nos muestra su rostro de cíclope con meningitis, su frente como un ariete, sus ojillos mefistofélicos, su nariz aberenjenada y sus barbas entreveradas de fideos e ironía. Hijo, nieto y biznieto de militares y marinos conspicuos, ingresó en la escuela naval , pero diversas afecciones (¡desde la viruela a las almorranas!) lo obligaron a licenciarse; luego sublimaría su fracaso en «Desde la quilla al tope» (1891), una suerte de memorias apócrifas en las que se sueña almirante.
Feroz contra todos
Encerrado en la crisálida del rencor, el licenciado guarda marina empieza a destilar una ferocidad indiscriminada e hiriente contra las lacras de la sociedad purulenta de la Restauración . Los funcionarios prevaricadores, los militarotes camastrones, el clero infractor del celibato, los políticos chaqueteros, la burguesía pancista, la plebe adocenada y, muy especialmente, los caciques que han convertido España en un mosaico de reinos de taifas se van a convertir en la diana de sus invectivas.
A partir de 1880, y en apenas una docena de títulos, Silverio Lanza desarrollará un estilo pintoresco y digresivo, infiltrado de socarronerías y causticidades , que en su rigor censorio no admite parangón en nuestras letras. Dispara contra todo lo que se mueve con candor y felonía, con afabilidad y ensañamiento, con ingenuidad y perfidia, en obras vitriólicas llenas –como certeramente señaló Ramón– «de la incongruencia de la vida, de sus tropezones y de esos tiros que muchas veces sucede en la vida que salen por la culata».
Lanza dispara contra todo lo que se mueve con candor y felonía, con afabilidad y ensañamiento
Detractor impenitente de la democracia (que permite votar «a gentes sin instrucción, sin educación, sin responsabilidad moral o material, sin civismo y sin conciencia de sus actos»), Silverio Lanza anhela quiméricamente un «gobierno dirigido por la aristocracia del saber, del trabajo y de la virtud». Aunque tuvo una época en que frecuentó los cafés con chubesqui y estrépito de gargajos, no tardó en recluirse desengañado en un caserón de Getafe , tras casarse en 1885 con una mujer quince años mayor que él. Allí subsistió durante casi tres décadas, con la rentita que había heredado de sus padres, como un hidalgo antiguo y observante del débito conyugal (aunque esa observancia nunca fuera recompensada con una prole que anheló hasta la muerte). Allí desarrolló aficiones estrambóticas, como la «antropocultura» ; y hasta llegó a desarrollar un sistema estupefaciente de timbres y otros artificios eléctricos que le permitía detectar ladrones.
Incendiario
No sólo dedicó los años de su retiro getafeño a las excentricidades, sin embargo. En 1889, publica «Noticia biográfica acerca del Excmo. Sr. Marqués del Mantillo», una parábola sobre la rapacería, el chaqueterismo y la incuria moral de los políticos que se anticipa en varias décadas a la «quest» biográfica y a las erudiciones apócrifas de Borges . Al año siguiente, publica la más incendiaria de sus novelas, «Ni en la vida ni en la muerte», ambientada en una imaginaria Villarruín, una aldea cuyo gobierno se disputan los jueces venales, el clero concupiscente y los caciques ávidos de sangre. Y en 1893, «Artuña», una novela en dos tomos que puede considerarse una «summa» de las obsesiones lancistas, amén de una de las obras más misóginas de la literatura universal : «Comprendió la mujer que había sido vencida por la culebra y la odió; pero procuró imitarla para conseguir sin riesgo su victoria, y avanza silenciosamente, se enrosca para ocultarse, se pone erguida cuando se la molesta y se quita la camisa en cuanto encuentra ocasión».
Aquel aborrecedor del sexo femenino también tenía, sin embargo, su corazoncito. Y cuando su esposa fallece en 1896 se zambulle en las tenebrosas aguas de la depresión, de las que vendrá a rescatarlo un jovenzuelo con aspecto de botijo ambulante y voz de trompeta desquiciada llamado Ramón Gómez de la Serna, que le devolvió el entusiasmo por la literatura y lo incitó a escribir su última novela , «La rendición de Santiago» (1907), en la que vuelve a arremeter contra todo bicho viviente, y en esta ocasión muy especialmente contra los socialistas, a los que moteja de «majaderos y holgazanes con pretensiones cursis»; la novela, además, es precedida por un prólogo ininteligible y desternillante en el que se hace mofa de la jerga jeroglífica empleada por los críticos literarios . El 30 de abril de 1912, Silverio Lanza dejó por fin que su corazón muriese de hipertrofia. A su entierro sólo acudieron los gatos famélicos, para tumbarse al sol del cementerio, que es el sol de los hombres puros, porque es el que menos calienta.