Nélida Piñon - Desde la otra orilla del Atlántico
La vaca hermana
Esté en Brasil o en los montes de Galicia, la vaca es un animal que siempre tiene algo de noble, hasta de santo

No soy la única que quiere a las vacas. La India, por entero, les dedica una exaltada devoción. Reconoce en este animal un ser sagrado, de naturaleza intangible y profunda como la propia poesía . Tanto que para protegerlas del instinto sanguinario del hombre prohíbe por precepto religioso derramar su sangre en vano. Les reserva la muerte natural.
Consolidé mi estima por las vacas en São Lourenço , en el sur de Minas Gerais. Un balneario donde la familia se alojaba en verano invitada por mis abuelos maternos, Amada y Daniel. Era un territorio amoroso en el que cumplíamos la obligación de ejercitar la felicidad a la vez que conocíamos a personajes públicos, como el presidente Getúlio Vargas , que solía descansar en São Lourenço, en el elegante Hotel Brasil .
En una ocasión, al encontrarlo en las alamedas del Parque das Águas, un jardín francés de hermosa concepción, me lancé a sus brazos siguiendo un impulso infantil . El presidente, emérito populista, no vaciló, me abrazó, me aupó, esperando la aprobación circundante. Cuando mi padre tuvo que excusarse por el atrevimiento de la hija, el mandatario, sin embargo, elogió aquel sentido patriótico .
Leche y afecto
Las vacas de São Lourenço, procedentes de un estado de alta singularidad, se distinguían por una leche espesa que, convertida en delicioso queso blanco, maridaba a la perfección con los dulces que la región producía.
Yo las contemplaba en medio de las divagaciones infantiles, tan propicias a la imaginación. Les ponía nombres ficticios al verlas pastar sueltas , rumiando la hierba que debía parecerles ambrosía de los dioses mientras probaban los límites del mundo.
Dicha familiaridad, sin embargo, no constituía abuso o enfrentamiento con esta especie recatada. Solo quería expresar afecto con la esperanza de ser correspondida. A fin de cuentas, me transmitían un misterio del que yo carecía . Como consecuencia, mis sentimientos se recrudecían, mi corazón se encogía ante aquel ser que había adquirido una dimensión mitológica .
A los diez años, en Galicia, tierra de mis antepasados, donde viví dos años, otras vacas se sucedieron en mi memoria, yo que, entonces, vivía sobresaltada por el apasionante día a día gallego .
En aquella temporada, que me propició un aprendizaje que todavía hoy genera frutos, pude, provista de zurrón y cayado, azuzar a las vacas hacia el monte Pé da Múa , como un pastor que apacienta sus ovejas.
Indiferente a las seducciones humanas, se recoge en el establo cuya paja le recuerda en la memoria ancestral el pesebre de Cristo
Entregada a aquel oficio, aprendí a vislumbrar en el dorso de aquellos animales el aura de un enigma que me sigue aturdiendo . A solas con ellas, en la cima del monte, envuelta por el frío, por la neblina de los días de invierno, tejía la realidad con los hilos invisibles y poderosos de la ilusión. Me consolaba ver brotar de aquella coraza grave y taciturna, de la ubre espléndida, la leche de la misericordia. Me conmovía sorprender en aquellas caras la misma tristeza reflejada en algunos retratos de familia , en los que en todos es tangible la convicción de que la muerte viene a llamar a la puerta para segar lo más alegre de aquel rebaño en cuanto acabasen de posar para el fotógrafo.
La mirada de la niña que fui se confunde con el ser que soy ahora, tantos años después. Y las vacas, brasileñas o gallegas, siguen esquivas. De nada vale rodearlas de atributos o golosinas. Perfecta en sí misma, a la vaca le place rumiar la impenetrable soledad de quien se ha pasado la vida masticando la hierba nacida del santo suelo de Dios. Indiferente a las seducciones humanas, se recoge en el establo cuya paja le recuerda en la memoria ancestral el pesebre de Cristo. Allí, resignada, acepta escuchar la música clásica que los suizos, según la tradición, le ofrecen diligentes con el afán de estimular su productividad, de manifestar aprecio por un ser en todo distante del desperdicio que ahoga el alma del hombre , este, sí, criatura fútil y predatoria.
Utopía hecha de leche
La vaca de la que les hablo es cualquier cosa menos cosmopolita . Diverge de los hombres y de los perros que pasean por Ipanema creyendo que están en París. Como si sus corazones estuviesen protegidos de la agónica nostalgia que persigue a los que han perdido el paraíso y desconocen el camino de vuelta a casa.
Con todo, a pesar de ser vaca, y eso por el modo en que nos mira, aparentar indiferencia por la compasión de los hombres que enseguida se transforma en furia impiadosa, confieso mis ganas de llevármela a casa. De hacerla huésped y reina . De convivir con sus formas dadivosas, de disfrutar de su mansedumbre. De reverenciar en ella el mito que me falta. De depositar en sus costados, en cuanto amanezca, mis ansias de utopía. De la utopía hecha de la amalgama de la leche, la patata, la palabra, la fantasía . Sobre todo de la leche con la que iniciamos la reflexión sobre la tierra. De la leche, en fin, que la madre nos ofrece y la vaca sustituye como si fuera la segunda madre del hombre.
En el epicentro del salón, entre bibelots, el animal me observaría de soslayo, contrario a la intimidad . Ceremoniosa, yo le preguntaría si tiene algo de lo que quejarse sobre los límites de su especie, pues sería natural que protestase. A fin de cuentas, también yo, única representante de la raza humana en aquella casa, deploraría las propias imperfecciones . Es difícil vivir entre los míos, que embadurnan sus heridas con ungüentos y palabras nobles.
Fue cuando, de repente, nada más oírla mugir, creí que nuestras razas se fundían y que, bajo el auspicio de su amparo bovino, yo resistiría al naufragio de las emocione s, al alud de sentimientos.