LIBROS
El último lazo con el pasado de Annie Ernaux
En «Una mujer», la autora francesa construye un relato extraordinariamente sensitivo para aceptar la muerte de su madre
En la literatura de Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) hay siempre una ruptura entre la Francia rural de su infancia –esos primeros años de escasez y de servidumbre a la tradición– y el lugar desde el que escribe; el de esa esa mujer hambrienta de saber que llega a la ciudad y que terminará configurando un personalísimo universo narrativo a medio camino entre lo autobiográfico y la sociología.
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Admirada por lectores y críticos, reconocida con premios como el de la Lengua Francesa, en 2008, o el Formentor de las Letras de 2019, a estas alturas acumula una veintena de títulos en los que ha abordado los orígenes de su familia, la conquista del deseo o su liberación como mujer. A Ernaux le gusta partir de sus experiencias vitales para –y aquí reside el encanto de su prosa– reseñar la transformación de un modo de vivir anclado en lo tribal por otro más libre y abierto, sí, pero también menos auténtico.
Explorar su intimidad
Una mujer ( Cabaret Voltaire ) nos lleva a 1989, la época en la que la escritora decidió dejar de lado la ficción para empezar a explorar su intimidad. En su primera incursión en la literatura del yo, La mujer helada (1981), había reflexionado sobre la sensación de sentirse atrapada en el papel de esposa y, ocho años después, necesita volver al folio en blanco para superar la muerte de su madre.
No hay aquí una voluntad poética, y de hecho expresa su deseo de permanecer por debajo de la literatura, sino una sucesión de recuerdos que va estampando a impulsos durante diez meses. «Mi madre tenía que convertirse en historia, para que yo me sintiera menos sola y falsa», anota al final, cuando ya ha olvidado muchas de las cosas que ha escrito.
La memoria de Ernaux es fragmentaria, a ratos alucinada, y extraordinariamente sensitiva
La memoria de Ernaux es fragmentaria, a ratos alucinada, y extraordinariamente sensitiva. En el comienzo hay una ruptura típica de Ernaux: después de disponer que enterraran a su madre con un crucifijo, de camino a la misa funeral con sus hijos, ajenos a la educación católica, se ve obligada a explicarles cómo deben comportarse durante la ceremonia. La autora se reconoce como el enlace de dos mundos: el de una familia sin oportunidades de la que ella solo es la «archivista» y el mundo «de las palabras y las ideas», el que ahora ocupa.
«La niña que fui»
Hay más rupturas aparentes que, no obstante, se revelan como puntos de encuentro. «Es ella, con sus palabras, sus manos, sus gestos, su manera de reír y de caminar, la que unía a la mujer que soy con la niña que fui», concede. Ernaux sabe ver que la rebeldía de su madre consistía en trabajar sin descanso en la pequeña tienda que regentaba; era su manera de rechazar la pobreza. Que cuando se lavaba las manos antes de tocar los libros estaba señalando el lugar que debía ocupar su hija.
Esa Ernaux adolescente, a menudo una «enemiga de clase» de su propia madre, a veces odiada, otras querida, terminará enfrentándose a los mismos desasosiegos: «Ahora, todo está unido».