TEATRO

Rafael Spregelburd: «El teatro ennoblece la vida, la seduce y le presta trascendencia»

Matadero / Naves del Español acogen «La estupidez», de este dramaturgo y director de escena argentino, quinta parte de su ambiciosa heptalogía inspirada en la «Mesa de los siete pecados capitales» de El Bosco

Imagen del montaje de «La estupidez» en Las Naves del Español

JUAN IGNACIO GARCÍA GARZÓN

«Acaba de nacer mi segunda hija, Frida, y aquí estamos un poco convulsionados en casa». Este es uno de los motivos por los que el feliz padre, Rafael Spregelburd (Buenos Aires, 1970), no tiene previsto viajar en fecha próxima a Madrid, donde en la sala Max Aub del Matadero se representa una de sus obras más conocidas, «La estupidez», quinta parte de una heptalogía inspirada en «La Mesa de los pecados capitales» de El Bosco. Autor, director, actor, adaptador, traductor, la de Spregelburd es una de las grandes voces del teatro contemporáneo en lengua española, y también de las de mayor presencia internacional. Sus obras superan la treintena: «Destino de dos cosas o de tres» (1992), «Remanente de invierno» (1995), «Heptalogía de Hieronymus Bosch» –«La extravagancia» (1997), «La modestia» (1999), «La inapetencia» (2001), «El pánico» (2003), «La estupidez» (2003), «La terquedad» (2008) y «La paranoia» (2008)–, «Bizarra» (2003), «Lúcido» (2006), «Bloqueo» (2007) y «Santa Cecilia de Borja en Zaragoza» (2014), son algunas de ellas. El dramaturgo contesta a mis preguntas vía «e-mail».

¿Cómo concibió su «Heptalogía»?

Fue un largo viaje. Allá por 1997 yo me encontraba con ciertas dificultades para conseguir sala en la cual reponer una obra mía bastante exitosa, cuya temporada había terminado abruptamente por motivos institucionales del teatro donde la hacíamos. Para mi sorpresa, el proyecto no conseguía hallar dónde alojarse. Allí empecé a concebir esta idea medio monstruosa: los proyectos posibles no interesan a nadie. Imaginé que si me proponía un proyecto irrealizable, las cosas se simplificarían. Y de alguna manera así fue. La «Heptalogía» proponía –en principio– siete obras complejas en simultáneo, en siete salas diferentes o en la misma, una para cada día de la semana. El orden entre estas obras no estaba del todo claro, pero sí el asunto de su mapa: dependiendo de cuál fuera tu propio tránsito por el laberinto, obtendrías distinta información sobre los materiales narrativos. Inmediatamente muchas salas (que no tenían interés en aquella obra ya probada y eficaz que les estaba ofreciendo) me dieron el sí para este proyecto descomunal, lleno de incertidumbres y aún no escrito. Pero esa coyuntura fue sólo el puntapié inicial. Finalmente las siete obras cobraron gran independencia, sus morfologías son dispares (las hay de 30 minutos y de 3 horas) y entre la primera y la última pasaron más de doce años. En cualquier caso, fueron obras grandes y muy movedizas, y marcaron sin duda el desembarco de mi teatro en los lugares más remotos del mundo: Berlín, Vancouver, Milán, París, Nueva York, Stuttgart, Viena, Rio, Nova Gorica, Roma, Valencia, Fráncfort, Bruselas, Londres… La lista es impredecible. También es cierto que la obra (inspirada en la crisis moral y de conocimiento del fin de la Edad Media en la que pintó El Bosco) dialoga con otro fin: el de los valores de la modernidad. Es por eso que en general cada país que enfrenta una crisis puntual y muy profunda parece redescubrir en estas siete piezas motivos muy elementales de vigencia, sobre todo en piezas como «La estupidez» y «El pánico», que fueron las dos más influidas por un marco externo muy concreto, la gran crisis terminal de la Argentina en 2001.

En 2005 la representó con su compañía, El Patrón Vázquez, en el Festival de Otoño de Madrid. ¿Han variado mucho «La estupidez» obra teatral y la estupidez humana desde entonces?

La obra no ha variado un ápice. Su delicada trama hace que sea muy difícil intentar incisiones severas en su curso. Casi todos los intentos de adaptación y de reducción que se le han intentado, fracasaron. Es una pieza con una fuerte voluntad de género (el falso vodevil y la apelación a la serie cutre norteamericana de los 70 y 80)y por eso su naturaleza es bastante autónoma de ciertas modas o tendencias teatrales. Creo que conserva su vigencia porque nunca fue «una novedad» sino más bien «un engendro». En cuanto a la estupidez humana, soy cuidadoso. No me atrevería a señalarla con el dedo, como si uno pudiera sustraerse éticamente de la hecatombe que signa nuestro siglo. Pese a su tramposo título, siempre he querido pensar que «La estupidez» es una obra sobre la inteligencia, o al menos sobre su preservación. Y sobre su falta, en todo caso. Hay una pregunta clásica en el pensamiento oriental: «Si un árbol cae en el bosque y no hay nadie allí para escucharlo, ¿ese árbol hace ruido o no?» Creo que mi obra formula esa misma pregunta: en épocas de enorme estupidez, ¿la verdad profunda, la inteligencia, pueden ser percibidas? En esta amarga comedia todos son bastante estúpidos, pero a la vez todos tienen sus motivos para serlo. No es una obra que vaya a traer buenas noticias, pero por algún motivo raro es una experiencia muy gozosa.

Que recibiera por ella el Premio Tirso de Molina en 2003 (y luego bastantes otros) ¿fue decisivo para su carrera como autor?

«En esta amarga comedia todos son bastante estúpidos, pero a la vez todos tienen sus motivos para serlo»

Creo que sí. Los premios internacionales (que trascienden la pequeña huertita local en el que un autor se hace conocido) reafirman el alcance global de tu obra y son siempre un raro y preciado honor.

En sus notas de dirección, Fernando Soto, responsable de la puesta en escena de este montaje madrileño, habla de que, por su riqueza y complejidad, «la sensación que se le queda a uno al leer ‘La Estupidez’ es la de estar delante de una catedral». ¿Qué le parece la imagen?

Supongo que es un gran halago. Si bien la sensación que me suelen producir las catedrales es siempre bastante aterradora. Lo que imagino que Soto quiere decir (y que mucho me honra) es que la obra está construida como una de esas temibles catedrales góticas, que ascienden, espiraladas, apenas apoyadas en dos o tres frágiles milagros. Mientras que algunos autores (a veces yo mismo) construyen sus obras como casas habitables, con el confort de lo sencillo y el aroma a Ikea de lo ya conocido, esta obra tiene un diseño endemoniado. No sólo en la complejidad de su argumento, sino en la traducción salvajemente capitalista de su contenido: los actores de la obra son literalmente explotados por la estructura narrativa. Cinco personas de carne y hueso deben dar carnadura a 24 personajes, y el error y la confusión (lejos de ocultarse) están siempre a la vista del espectador. Frente a la popular consigna de «lo menos es más», esta pieza ensaya la bestialidad incómoda e insolente de recordarnos que «lo más también es más».

Soto establece también un decálogo para disfrutar de esta pieza, en el que, entre otros «mandamientos», indica: «No vayas al teatro únicamente a ver un espectáculo, sino a compartir una experiencia», y también: «El teatro debería ser una parte de la vida, y no sólo una representación de la vida». ¿Está de acuerdo?

No sabía lo del decálogo, pero sí, estoy perfectamente de acuerdo al menos con estas dos sugerencias. Ir al teatro se ha convertido en una experiencia única por la convivencia en espacio y tiempo de unos contemporáneos: la risa de tus vecinos, su ofuscamiento, están en diálogo con tu propia risa y tu ofuscamiento. En el teatro, no hay que complacer a nadie; si en una comunidad de sentido hay fricciones, el teatro no hace más que complejizarlas para que analicemos a qué se deben. Por otra parte, el teatro en sí no tiene gran importancia. No cambiará el mundo ni el curso de la política. Pero la vida sí es importante (es lo único importante). Y el teatro ennoblece la vida, le presta trascendencia, la amplía y la seduce.

«La estupidez» es, creo, su obra más vista. ¿Cuál es el secreto o el atractivo singular de esta pieza? ¿Tiene alguna relación con «La teoría del caos» de Ilya Prigogine?

Bueno, hay mucho de Prigogine y de otros (Mandelbrot, Peano, Poincaré) en esta pieza. Supongo que a ninguno de ellos les gustaría que hablásemos de «teoría del caos», dado que ellos no la llaman nunca así. Sería más justo hablar de una «ciencia de la totalidad», que tiende a eliminar las fórmulas lineales y las respuestas fáciles para explicar la complejidad del mundo. Siempre que la ciencia llegó a una explicación simplificadora de un fenómeno, fue porque se hallaba en el umbral de una nueva bifurcación, y las cosas volvían a complicarse. La complejidad es una forma relativamente nueva de asumir explicaciones sobre el funcionamiento del mundo que son fascinantes: ideas como el tiempo, la velocidad, la entropía son ligeramente usadas como excusas parodiables en esta humilde pieza (yo soy lego en todos estos asuntos) pero sobre todo sí se ahonda en un concepto más cercano: el de la pseudocomplejidad. Ésta es una excusa fácil para hacernos suponer –sobre todo en el plano de lo político- que el mundo es excesivamente complejo para los humanos de a pie, y que por lo tanto es mejor no hacer nada. La pseudocomplejidad es una idea peligrosa, cómplice del anquilosamiento de la inteligencia y del estado paralizado de este mundo que ofrece cada vez más horror y menos esperanza.

La extravagancia, la modestia, la inapetencia, el pánico, la estupidez, la terquedad, la paranoia… ¿Son esos «sus» pecados capitales del hombre contemporáneo?

Sí y no. Son apenas los títulos de estas siete experiencias discursivas. Bajo cada título se esconde uno de los pecados «clásicos», aquellos pintados por El Bosco, y más o menos regulados por la institución de la Iglesia. La osadía de cambiar los temas de esta moral tiene que ver con señalar el carácter fuertemente convencional del pecado. El pecado es siempre una desviación: la línea recta es vigilada celosamente por una moral determinada. Pero el límite entre la recta y la curva es a veces muy vago. Todo pecado es la exacerbación de un instinto natural de supervivencia. Comer es necesario; pero comer en exceso es pecaminoso. Admirar al prójimo y a los grandes hombres es loable, pero pasar de allí a la envidia es un desastre. Querer ganarse el pan y el sustento es fundamental, pero acumular más de lo que se necesita es pecado. Y así con todos. Estamos expuestos al pecado por nuestra propia naturaleza humana. Y la idea de control social que ofrece el pecado es útil, muy útil, a los poderes de turno. La Iglesia estableció este sistema de siete piezas que permitían –en la Edad Media– un determinado control social y de pensamiento. Pero es un sistema que hace aguas por todas partes. Los reyes, por ejemplo, sí podían pecar de soberbia (incluso era deseable); gula y pereza, por ejemplo, fueron despenalizadas años después. La moral forma parte de un complejo mosaico sociopolítico. Y a mí me gustó la idea de evidenciar la condición convencional (no natural) de este modelo de comportamiento. Elegí estos siete títulos (y sus argumentos) de una larga y meditada serie de ideas. Pero no puedo decir que sean los necesarios, los más precisos o los más útiles a la hora de pintar la aldea de mi tiempo.

En 2003, justo el mismo año que «El pánico» y «La estupidez», también escribió «Bizarra», una teatro-novela en diez capítulos que se representaron en diez semanas consecutivas. Y tiene otras obras agrupadas bajo los rótulos de «Los verbos irregulares» y «Remanente de invierno». ¿Puede decirse que alberga cierta obsesión o propensión a concebir ciclos o series? ¿Puede contemplarse su obra como un gran ciclo de escritura no sé si concebido como tal?

Ir al teatro se ha convertido en una experiencia única por la convivencia en espacio y tiempo de unos contemporáneos

No necesariamente. Hay algo bastante fascinante en la serialización, porque es contemporánea de la idea de rizoma y de intertexto, tan afines a nuestro tiempo. Pero creo que uno puede encontrar conexiones «seriales» incluso entre títulos diversos de un mismo autor. Como expliqué antes, tenía motivos muy claros que se fueron desvaneciendo cuando concebí la «Heptalogía». Tal vez el mejor ejemplo sea, sí, el de «Bizarra». Pero aquí la explicación es otra: quise echar mano de la telenovela latinoamericana (ese género bastardo, entre el «fantasy» y el gótico) para dar cuenta de la política argentina de la crisis del 2001: toda la realidad explicada en clave de folletín romántico. No he vuelto a experimentar con construcciones seriales. Pero ahora estoy haciendo frente a un encargo bastante similar: el teatro de Bregenz, en Austria, ha decidido comisionarme para un proyecto sobre las siete virtudes. Me hace mucha ilusión enfrentarme, una década después, a un sistema similar de valores y contravalores. Veremos si sobrevivo a mi propia repetición.

En su trayectoria teatral se mezclan escritura, dirección, dramaturgia, interpretación y traducción, ¿separa cada actividad o las concibe como diversas manifestaciones de un todo?

Todo el teatro es una sola cosa. Creo que es inútil tratar de separar lo que en el objeto se presenta con una fuerte unidad. Esta complicidad de roles se da con naturalidad en mi generación y en la Argentina, aunque sabemos que en otros países el teatro no se piensa así. Sería arduo explicar en dos párrafos por qué aquí y por qué en este momento, pero creo que podemos decir que en la Vieja Europa las actividades teatrales se han ido sindicalizando y separando por especialidades como producto de diversas reformas de la posguerra. Ni en la Italia de la « Commedia dell’Arte » ni en la Inglaterra isabelina existían estas divisiones, y sin embargo estas culturas también produjeron teatro, ¡y vaya si lo hicieron! Los argentinos nos hemos acostumbrado a ejercer una teatralidad huérfana de Estado y huérfana de Mercado, que son las dos instituciones que más trabas o etiquetas suelen ponerle a nuestra actividad. Por lo demás, no todo son buenas noticias: envidiamos la capacidad económica del teatro de otras latitudes y también –y sobre todo– el lugar central que le dedican a nuestro arte algunas culturas ricas, como la alemana o la francesa. Pero una de las claves del desarrollo marginal, original, de resistencia de nuestro teatro ha sido precisamente la formación multidisciplinar de sus ejecutores.

Tengo curiosidad por saber qué le llevó al teatro y a decidir dedicarse a él.

La casualidad. Y la terquedad. Yo no tenía ninguna condición natural para el teatro. Siendo alumno bachiller, tenía infinitas condiciones para otras cosas más útiles: la traducción, las matemáticas, la física, las ciencias. Sin embargo, sólo me tentó aquello en lo que fallaba sistemáticamente: la exposición a la que somete el teatro, la actuación, es una droga irresistible para los seres tercos e inconformistas.

¿Reconoce algún maestro o influencia? ¿Tiene autores que le hayan marcado especialmente? ¿Podría citarme a sus favoritos (creo que Joyce y Chéjov están entre ellos)?

Por supuesto les debo todo o casi todo a mis maestros: Mauricio Kartun , Ricardo Bartis, José Sanchis Sinisterra, y por qué no –en menor medida– a las breves pero intensas experiencias formativas con otros maestros de cuya influencia me vi beneficiado: Sarah Kane, Harold Pinter. Los autores que me gustan son muchos, pero mucho me temo que no suelen ser los clásicos: más allá de mi amor por Chéjov, Sartre, Pinter o Joyce, debo confesar que mis autores predilectos son aquellos que están vivos y produciendo, aquellos con los que la suerte me ha permitido establecer un diálogo entre piezas. Y estos son muchos. La mayoría son argentinos (Javier Daulte, Mariano Pensotti, Andrea Garrote, Mariana Chaud, Federico León, Lola Arias) pero hay también muchos extranjeros: el checo Petr Zelenka, el alemán Marius von Mayenburg, los británicos David Harrower, Tom Stoppard, Steven Berkoff, Caryl Curchill, Martin Crimp, Mark Ravenhill, por sólo mencionar algunos.

En sus obras hay voluntad crítica, elementos morales, políticos... y humor ¿Qué le preocupa o interesa a la hora de escribir y cómo se organiza? ¿Le importa la idea de perduración de su obra?

«Lo único que me preocupa realmente es la configuración de un sistema de reglas internas firmes y poderosas»

Lo único que realmente me preocupa es la configuración de un sistema de reglas internas firmes y poderosas, como una gramática, o como un juego, uno que valga la pena jugar durante un rato. Es sólo en ese plano, el de la creación de un mundo «otro» de reglas propias e interesantes, que la crítica, lo político o lo humorístico pueden aparecer. El buen teatro se me presenta como «vida artificial» agregada al mundo real. Quizás para demostrar que eso que llamamos «mundo real» no es tal cosa, sino otra forma de artificio.

¿Es verdad que le espanta lo solemne?

Puede ser. Pero me espantan muchas cosas. En lo solemne se pierde la otredad, y con ella, la posibilidad del pensamiento. Lo solemne es aquello que no admite otra mirada más que la que el propio objeto te propone. Son esas obras que te dicen todo el tiempo cómo debes mirarlas, negando que la experiencia de percepción y de interpretación es un acto de enorme libertad y de una gran carga de capricho. Hay un tipo de humor, incluso, que puede ser muy solemne: el de las comedias de género, por ejemplo, en la cual ya está establecido de qué deben reír los espectadores. Sí, me espanta un poco todo eso.

En alguna ocasión ha hablado de su obsesión por el lenguaje y ha citado «La búsqueda de la lengua perfecta» de Umberto Eco como una obra que le interesa mucho, ¿puede comentarme algo al respecto?

Es una obra magnífica, enorme . Eco revisa todos los intentos que se han hecho por descubrir un disparate: ¿en qué lengua habló Dios a Adán? O lo que es más accesible a la mente atea: ¿cuál es la lengua más perfecta? Las discusiones son hilarantes, sobre todo aquella que enfrentó a españoles con ¡holandeses! Sí, los holandeses del Medioevo pretendieron que su lengua era la más bella y armoniosa. Más allá de las muchas bromas, este libro me reveló una pista fundamental para mi escritura: la de las lenguas artificiales. Soy un curioso cultor del esperanto y analizo casi todos los proyectos de lengua artificial que caen en mi escritorio: el deseo de construir una lengua sobre un principio estable, matemático, que carezca de connotaciones políticas, siempre me ha parecido un lúcido disparate. Uno digno de estudio y de debate.

Me parece que «Todo» en 2011 y «Lúcido» en 2012 han sido hasta «La estupidez» sus últimas obras montadas en España. ¿Tiene previsto visitarnos en algún momento con su compañía como hizo en 2005? Por cierto, ¿qué es de El Patrón Vázquez?

«Me alegra especialmente saber que al menos mis textos sí encuentran sitio en salas españolas. "La estupidez" no es el primer caso»

Supe tener una relación muy fluida con España, sobre todo con Barcelona, donde siempre soy muy bienvenido como docente. Pero es inusual que las obras en español de compañías argentinas sean montadas por compañías locales en España. Lo que suelo escuchar es «¿Para qué hacerlas aquí si siempre podemos contar con la posibilidad de ver vuestros montajes, que tanto gustan a los españoles?» Creo que con la crisis económica esa vía de ida y vuelta se ha cortado mucho. Los festivales ya no programan nuestras obras. Y nos hemos ido alejando bastante unos de otros. Los últimos intentos de llevar espectáculos a festivales españoles han fracasado en su totalidad. Es una relación un poco desgastante. Y como esto se da más naturalmente con otros países (con Alemania, Italia o con Brasil) lo triste es que España ha ido desapareciendo de mi agenda. Por eso me alegra especialmente saber que al menos mis textos sí encuentran sitio en salas españolas. «La estupidez» no es el primer caso. No hace mucho tiempo Diego Sabanés montó en Madrid las dos primeras entregas de la serie: «La inapetencia« y “«La extravagancia». El Patrón Vázquez está un poco desmembrado: mis actores han adquirido gran notoriedad y están muy requeridos por proyectos más redituables. Yo mismo gano más como actor en cine (en proyectos de otros) que con mis propios montajes, tercamente independientes. Pero volveremos. Siempre es agradable volver a casa.

Su última obra, o una de las últimas, se titula «Santa Cecilia de Borja en Zaragoza». Me llama la atención ese título con una referencia española, supongo que quizás tenga que ver con el «Ecce Homo» restaurado a su manera por Cecilia Jiménez. ¿Me puede contar algo de esta pieza?

Claro que tiene que ver. Es una veloz fantasía especulativa sobre el magnífico acontecimiento de la restauración catástrofe del «Ecce Homo». El texto fue producto de unos talleres que dicté en L’Ecole des Maîtres, en Udine, como parte de una serie de textos breves reunidos bajo el insidioso título de «El fin de Europa», e inmediatamente empezó a cobrar vida propia. En esta pieza de una media hora de duración, dos profesores universitarios discuten apasionadamente si el «Ecce Homo» de Cecilia Fernández debe tenerse en cuenta como cambio de paradigma en los programas de estudio de historia del arte. Después de todo, ni Warhol se atrevió a tanto: es la primera vez en la historia del arte que alguien decide pintar un original encima de otro. Y también la primera vez en la que este acto involuntario (decorativo y no estético) modifica la situación de valor del objeto en cuestión: la triste pintura original, que a nadie interesaba, de pronto cobró una vida intensa y real, con peregrinos que –en broma o con razones– llegaban a Borja a presenciar el escándalo. He tratado de ir más allá de la broma campesina. La pregunta es por qué un acto de amor (y de conservación) no puede entrañar más valor que la fría contemplación y la mera destrucción de imágenes a la que nos somete el magma de imágenes y píxeles en el que nadamos con estupor. La obra se estrenó en catalán, bajo mi dirección, en el TNC, con unos actores formidables y como parte del espectáculo «Fronteras». También se hizo en italiano dentro de mi espectáculo «Furia avícola». Y su versión francesa se hará en el Teatro Nacional de Caen, con las demás piezas del combo «El fin de Europa».

Y la última, ¿qué proyecto tiene entre manos en este momento?

«El fin de Europa» es el más grande, un espectáculo concebido para tres noches, que será producido por el Teatro de Caen en 2017. También planeo el estreno argentino de «La terquedad», tal vez la obra más grande de la «Heptalogía», que se ha hecho ya en Fráncfort, París, Ginebra y Valencia, pero que todavía –por motivos de costos- no logro montar en mi propia ciudad. Estoy también escribiendo para dos teatros de afuera: un texto sobre el actor Philip Seymour Hoffman para la compañía belga Transquinquennal, y la pieza «Inferno», sobre el Bosco y las siete virtudes, para el teatro de Bregenz. La obra nueva para El Patrón Vázquez avanza muy lentamente y tiene que ver con Chernobyl. Mientras tanto, el cine me ocupa bastante. Este año espero el estreno de al menos cuatro películas: «Waterfall» (basada en una novela española, dirigida por Alejandro Chomski), «Zama» (la nueva maravilla épica de Lucrecia Martel), «Una noche de amor» (la película de Hernán Guerschuny, el mismo que me convocara hace unos años para protagonizar «El crítico») y «La flor» (la película en la que Mariano Llinás invirtió alrededor de ocho años). Durante 2016 actuaré en al menos otras cuatro películas: todas me interesan mucho por diversos motivos. Actuar en proyectos de otros, sobre todo en cine, ha significado para mí una enorme escuela de actuación, dado que en mis proyectos yo suelo actuar bajo mi propia dirección, lo cual me condena un poco a mis pequeñas obsesiones y caprichos. Cuando ese candado se abre, siento que tengo más libertad y que me regalan vida. En este sentido, el proyecto más goloso es la nueva película de Sebastián Alfie, argentino radicado en Madrid, autor de «Gabor», quien me ha llamado para protagonizar una película de artes marciales. Es el colmo. Hace un año que me entreno en raras habilidades. Veremos qué surge de todo esto. La vida es breve y es bueno atravesarla con flexibilidad y con ojos bien atentos.

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