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El sufrimiento voluntario

La pasión por el ejercicio ha sustituido al ejercicio como forma de educación pasional. Javier Moscoso, autor de «Historia cultural del dolor», cree que contemplamos el mundo desde las cimas sin someternos a los efectos terapéuticos de lo sublime

Grabado de la ascensión a Barre des Écrins, en los Alpes franceses

JAVIER MOSCOSO

La práctica del deporte, que hoy nos parece tan razonable, se asienta sobre una extraña paradoja. Lo que parece un negocio exclusivo del cuerpo no deja de lado las pasiones del alma, hasta el punto de que la supuesta racionalidad del ejercicio físico hunde sus raíces en la historia de los remedios del desarreglo emocional. Quienes miran con escepticismo e incredulidad a los corredores que ahora denominamos «runners» , preguntándose por la necesidad de tanto esfuerzo para llegar a ninguna parte, quizá no estén tan solos como generalmente se piensa. Al igual que en otras muchas actividades que hoy damos por supuestas, la práctica del deporte no es ni tan antigua como parece, ni tan moderna como para carecer de antecedentes. Presente en el mundo antiguo, desaparecida casi por entero en el Medioevo y en Renacimiento , el sufrimiento voluntario que hoy denominamos deporte reaparece tímidamente durante el siglo XVIII y eclosiona a comienzos del siglo XIX, en parte para mejorar el rendimiento de las tropas después de las grandes caminatas de las guerras napoleónicas, pero también para combatir otros muchos trastornos emocionales del momento, desde la nostalgia a la ambición desmedida.

Gimnástica rítmica

Antes incluso de que su práctica estuviera ligada a los principios de la competición y, en consecuencia, a la idea misma de la realización de una guerra «por otros medios», antes también de que, como ocurrirá a finales del siglo XIX, los eruditos europeos comenzaran a reflexionar sobre la relación entre el placer y el dolor , la idea de calzarse un zapato cómodo y recorrer decenas de kilómetros a paso ligero podía tener efectos positivos sobre la salud de individuos y naciones. En ambos casos, la preservación del equilibrio humoral pasaba por los cambios de aires, la mejora del sueño y de la dieta, la regulación de las excreciones y retenciones del cuerpo, de los movimientos y afecciones del alma, así como por la combinación de ejercicio físico y reposo.

La racionalidad del deporte hunde sus raíces en los remedios del desarreglo emocional

Mientras que la medicina de finales del siglo XVIII operaba la revolución clínica que todos conocemos, y que remitía toda enfermedad a una lesión orgánica, también quiso promover políticas públicas, de inspiración galénica, para combatir los desequilibrios del alma. La gimnástica física, como se llamaba entonces, comenzó a practicarse de manera obligatoria en los colegios junto con la dietética. Higienistas y moralistas por igual recomendaban la marcha, la carrera, la danza, la caza, los juegos de pelota, la esgrima, la natación e incluso la declamación, entendida esta última como forma de ejercicio. Esto ocurrió alrededor del año 1800, es decir, en el mismo momento en el que la medicina neoclásica, ligada a una recuperación cultural de la política y la medicina de la Antigüedad, ponía de moda los cuerpos musculados que los artistas europeos se habían traído de los museos de Italia.

Pasión montañera

Ahora bien, si la posibilidad de encontrarnos con una legión de cuerpos florentinos corriendo por un parque nos parece rara, más extraño aún es toparse con seres humanos en las cumbres de las montañas en donde, antes de comienzos del siglo XIX, no acudían, si acaso, más que las cabras. La pasión por elevarse, por alcanzar el punto más alto de un accidente geográfico carece de parangón en la historia entera de la humanidad. A no ser que fueran asociados a cultos religiosos o a campañas militares, los montes formaban parte de un terreno al mismo tiempo desconocido e ignorado. Hay que tener presente que las primeras expediciones al mundo alpino, a mediados del siglo ilustrado, se hacían por escuadras en donde uno de los útiles más preciados del montañero era la pistola y en donde la provisiones incluían no pocas cantidades de alcohol.

Los primeros alpinistas no pretendieron batir récords, sino reeducar sus pasiones y curar sus penas

Aun cuando algunos de estos pioneros fueron primero cazadores y más tarde naturalistas, a partir de las primeras décadas del siglo XIX, la pasión por subir montes alcanzó a las clases burguesas y configuró una buena parte del turismo de lo sublime contra el que ya se revelará, por su masificación, el mundo victoriano. Extraño, quizá, pero no por ello menos comprensible, los primeros alpinistas nunca pretendieron batir récord alguno , sino reeducar sus pasiones y curar sus penas. Muchos de ellos llegaron a las cumbres como resultado del amor contrariado, de la promesa incumplida o de la ambición insatisfecha.

Subir entre lágrimas

Uno de los guías de los Alpes suizos, a quien por cierto debemos las primeras grandes descripciones de Chamonix o de Grindelwald, no podían ascender sin llorar. Para De Bourri , que así se llamaba, la cumbre y las lágrimas se reclamaban mutuamente. Como en el caso del denominado «pedestrianismo», una forma desaforada de marcha que se puso de moda sobre todo en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX, la regulación de las emociones parecía requerir una combinación entre el miedo que producía la propia finitud y la voluntad de superarlo.

Hoy en día, la pasión por el ejercicio ha sustituido al ejercicio como forma de educación pasional. Al mismo tiempo, hemos aprendido a contemplar el mundo desde las grandes cimas sin someternos a los efectos terapéuticos de lo sublime. No estará de más recordar, sin embargo, que tanto el alpinismo como la marcha o la carrera hunden sus raíces en los tratamientos higiénicos de las emociones sociales, y que ambos fueron recomendados para combatir la ambición desmedida y la esperanza insatisfecha que habían dado lugar a los horrores de la Revolución francesa.

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