LIBROS

La segunda edad de la inocencia de Wharton

Edith Wharton nació en una familia rica, posición que le permitió retratar con humor e ironía a la alta sociedad de la época

Versión cinematográfica de su novela más conocida, «La edad de la inocencia»
Rodrigo Fresán

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El episodio figura -merecidamente- en toda biografía de ella y de él. Ella, Edith Wharton (Nueva York, 1862-Francia, 1937) era la por entonces consagrada grand dam e de la literatura norteamericana. Y él, Francis Scott Fitzgerald , el joven paladín que viene a honrarla pero, también, a reclamar su corona en cambio de guardia y relevo generacional. Y, por entonces, una y otro ya han abundado en el retrato entre lírico y despiadado de modos y modales en los que la buena fortuna en lo económico no solo no implicaba la buena fortuna en el amor sino que, en más de una ocasión, la impedía o prohibía.

Es el 5 de julio de 1925, el lugar es el Pavillon Colombe, en las afueras de París. Fitzgerald-quien ya se había burlado de Wharton en un ensayo con un «libró una buena batalla, pero con armas prehistóricas»- es invitado a un té. Nervioso, Fitzgerald toma varias copas antes, llega borracho, y pretende escandalizar a Wharton con el relato de una visita a un prostíbulo. Imperturbable, Wharton -quien le había escrito comunicándole su admiración por El gran Gatsby y sintiendo que «para vuestra generación, que ha dado un salto tan grande hacia el futuro, yo no seré más que el equivalente literario a mobiliario presuntuoso y candelabros con luz de gas»- lo dejó balbucear y vacilar y le escuchó atentamente. Y, cuando Fitzgerald cayó finalmente en el más alcohólico de los estupores, Wharton dictaminó: «Lo siento, pero a su historia le faltan datos». Esa noche, en su diario, Wharton apuntó: «Té con Fitzgerald (horrible)».

Y nunca más volvieron a verse. Lo que no implica que no siguiesen leyéndose de cerca. Especialmente Wharton quien -como Fitzgerald- había sido escritora generacional sin que eso le hubiese impedido continuar manteniéndose en lo más alto de las listas de best sellers valiéndose de un complejo truco perfecto que la consagraba como alguien tan astuta como genial: «simplificar» al entonces para muchos ilegible Henry James (a quien, digámoslo, transfería en secreto parte de sus royalties en señal de admiración y agradecimiento; además de pagarle a John Sargent por un primer dibujo al carbón del autor de El retrato de una dama ; y hasta conspirar en vano pero fervorosamente para que se le concediese el Nobel).

Vampírico

La operación que Wharton hizo con Fitzgerald fue, en cambio, muy diferente pero también un tanto vampírica: lo utilizó como atrezzo para actualizar lo suyo. Reconociéndolo a la vez que, a su parecer, mejorándolo. Así, dos de sus novelas -esta Los reflejos de la luna (1922) y aún más Sueño crepuscular (1927)- pueden ser consideradas fitzgeraldianas del mismo modo en que en E l gran Gatsby puede detectarse más de un destello de ese amor imposible y culposo en La edad de la inocencia.

Fue escritora generacional sin que eso le impidiera mantenerse en las listas de «best seller»

Así, en Los reflejos de la luna se asiste a una aparente transformación de lo que no cambia porque no hace falta que cambie: aquí está la manipuladora irresponsabilidad juvenil de Las costumbres del país o la tristeza insoportable de la perversamente titulada La casa de la alegría . En la en su momento súper-ventas Los reflejos de la luna -aparcada por Wharton al sentirla «inverosímil» durante muchos años hasta que la llegada de una nueva y alocada era la hizo súbitamente creíble- revisita motivos muy suyos pero se nutre de uno de los grandes temas de Fitzgerald: la pareja desinhibida y feliz que descubre demasiado tarde el cambio de reglas del juego al pasar por el hermoso y maldito tamiz del matrimonio. Aquí, sin embargo, el tono es el de una agridulce comedia de costumbres para narrar la irresponsable pero muy bien calculada unión por conveniencia de Nick Lansing y Susy Branch.

Hedonismo

Pareja incandescente -poco capital propio pero buenas relaciones, perfectos exponentes del improvisado hedonismo jazzeado de la nueva juventud- dispuesta a comerse el mundo sin siquiera sospechar la posibilidad de ser escupidos. Su idea/estrategia -luego de ganar el Pulitzer con la «de época» La edad de la inocencia , Wharton se decía con ganas de escribir «algo ultra-moderno»- tiene algo de farsa y conecta directamente con la ligereza de muchos de los «héroes» de textos breves y en su momento muy bien cotizados de Fitzgerald: disfrutar de regalos de boda y vivir de conocidos adinerados prolongando una muy llena y nada menguante luna de miel a lo largo y ancho de villas y palacios europeos hasta que, cada uno, conozca a alguien mejor situado que ellos y que propicie y justifique el más feliz divorcio. Pero nada es tan sencillo y la conclusión es uno de esos resignados y melancólicos finales felices -con Nick y Susy perdidos pero encontrándose en París con un tono que también evoca al de Hemingway en Fiesta - de los que, sí, Fitzgerald aprendió mucho.

Y una/otra vuelta de tuerca: tiempo después, el encargado de escribir el guion cinematográfico (rechazado) de la versión muda de Los reflejos de la luna fue un inconstante genio ya casi listo para caer en desgracia y olvido: Francis Scott Fitzgerald. Aquel que, seguro, inspiró a la disciplinada Wharton para librar otra buena batalla con armas futuristas y capturar un momento para el que -a diferencia del desesperado en primera línea de fuego intentando terminar la muy dura Tierna es el noche- posiblemente le faltasen datos, pero seguro le sobraba talento.

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