LIBROS

Cunningham nos deja helado

Poner el nombre o una frase de Michael Cunningham en «Twitter» equivale a éxito asegurado. Son legión sus seguidores. Ahora llega su última novela, «La reina de las nieves». Prosa intimista en un Nueva York helado hasta los tuétanos

Michael Cunningham, autor de «La reina de las nieves»

RODRIGO FRESÁN

Alguien escribió que la nieve es el mejor efecto especial de la naturaleza y, tal vez, la prueba incuestionable de un dios creador con un gran sentido artístico. Vaya a saber uno si es así. Lo que sí sabemos es que Michael Cunningham (Ohio, 1952) hace magia con la nieve en su séptima novela, «La reina de las nieves».

Y aquí también, una vez más, Cunningham prueba tener un sentido divino de la apropiación para convertir en propio y personal lo ajeno. Lo hizo en su consagratorio «Las horas» ( Premio Pulitzer y PEN/Faulkner) con el espíritu e influjo de la «Mrs. Dalloway» de Virginia Woolf y lo hizo también con la electricidad corporal de Walt Whitman en «Días memorables». Ahora -habiendo publicado hace un par de meses en Estados Unidos una reescritura feroz de un puñado de cuentos de hadas y/o fantásticos con el título de «A Wild Swan and Other Tales»- lo que abduce y transforma y recrea Cunningham es, con astucia e inspiración, uno de los relatos más celebrados de Hans Christian Andersen. Aquel, «La reina de las nieves» , cuyas astillas de hielo no hace mucho fueron fundidas de manera irreconocible por los Disney Studios para esa «Frozen» con la que millones de padres tuvieron y tienen y tendrán pesadillas hasta que llegue su segunda parte y, entonces, a temblar de nuevo.

Una cima nevada

Y, sí, hay mucha nieve en estas páginas -el mismo tipo de nieve que cae en «Qué bello es vivir» de Frank Capra o asciende en «Eduardo Manostijeras de Tim Burton- y funciona muy bien como ese recurso climático para que lo realista se permita lo mágico. Sí, todo lo imposible se vuelve verosímil si se lo arropa con una buena nevada.

En «La reina de las nieves» -como en sus «Una casa en el fin del mundo», «De carne y hueso y Cuando cae la noche»- el modelo en tono y forma y prosa exquisita que parece seguir Cunningham es el de otro escritor delicadamente homosexual, con un recurrente interés por lo mítico (el eterno pulso entre lo apolíneo y lo dionisíaco) instalándose en la textura de lo cotidiano, y una reincidencia en el tema de los hermanos incompatibles pero complementarios siempre buscando algo que adorar: John Cheever.

El escritor norteamericano prueba una vez más tener un sentido divino de la apropiación para convertir en propio y personal lo ajeno

Y, digámoslo, resulta imposible superar al maestro de las novelas de los hermanos Wapshot y de relatos inolvidables como «Adiós, hermano mío». Pero sí se puede afirmar que Cunningham se muestra como uno de los alumnos más aventajados.

Desengaño amoroso

Salgan y vean: aquí, noviembre 2004, la nieve caerá sobre el alguna vez niño prodigio y ahora casi en la cuarentena y desconsolado y poco exitoso en todo Barrett Meeks . Barrett -quien vive en la parte nada «cool» de Brooklyn junto a su hermano drogadicto y músico bloqueado Tyler y su agonizante novia Beth, empeñada en recopilar una historia de todas las cosas antes de que el cáncer se la lleve más allá de las estrellas- acaba de sufrir un desengaño amoroso. Barrett es gay (pero, atención, en los libros de Cunningham, lo gay nunca ocupa el primer plano) y ha sido abandonado vía SMS. Y de pronto, cruzando el Central Park, Barrett es atravesado por un epifánico rayo de luz que lo convence de que comienza la resplandeciente aventura de su vida. Y que el oscuro pasado -incluida las radiaciones de una madre manipuladora fulminada por un relámpago mientras jugaba al golf- va por fin a quedar atrás. Entonces, Barrett «creyó -supo- que, sin duda, igual que él estaba alzando la vista hacia la luz, la luz lo estaba mirando desde lo alto» Y, con el creyente Barrett, Cunningham consigue que el lector crea. Otra cosa -muy diferente, se lo comprobará durante el último tramo del libro, cuatro años después de ese arrebato inicial, pasando en una constante precipitación de acontecimientos que altera el hasta entonces ritmo de vals triste convirtiéndolo en un «twist» rebosante de sorpresas- es que existan los milagros y la posibilidad de vivir felices y de comer perdices. Siempre y cuando el a la deriva Barrett decida seguir su llamado o el enganchado Tyler (nieve es, también, «slang» para cocaína) logre componer esa canción que salvará a Beth.

Más allá de esto y no queriendo anticipar ninguna de las revelaciones, sí es lícito adelantar una certeza absoluta: Cunningham -aunque a alguno pueda parecer lo suyo demasiado preciosista y un tanto artificioso y se resista de entrada a rendirse a su particular encanto- es un escritor prodigioso y un escritor de prodigios .

Incluyendo, por supuesto, el hacer que veamos y leamos nevar.

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