MÚSICA
Rafael Riqueni: «La cárcel no es un sitio para filosofar ni componer»
Lo descubrió Paco de Lucía con 13 años y hoy es uno de los guitarritas más importantes de la historia del flamenco, tras reconstruir un mundo que se le hizo pedazos en 1996
Hace dos años y medio que Rafael Riqueni (1962) salió de la prisión de Sevilla I , en Mairena de Alcor, cuando aparece en el camerino del Auditorio Nacional nada más terminar el que ha sido uno de los conciertos más importantes de su carrera. Dos horas de tarantas, farrucas, granaínas, tangos, sevillanas y bulerías en las que el tímido guitarrista, de carácter retraído, apenas se ha dirigido al público. Se le ha escapado media sonrisa al bordar la cantiña y poco más, la cual recibe como escondido en su guitarra. En el patio de butacas, ovaciones por doquier. Y nada más terminar la actuación, una mujer grita a otra sentada lejos: «¡Aún estoy descolocada, qué emoción!».
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Nos cierran el auditorio y, en el taxi camino de su hotel, se desahoga: «¡Ya estoy más tranquilo! Al principio estaba un poco nervioso, agarrotado. Nunca había tocado aquí, e impone. Pero en la soleá ya me he relajado al ver que a la gente le gustaba y todo ha ido para arriba. No sé, estoy contento, ha sido un triunfo». «¿Habéis traído vosotros la guitarra?», pregunta a sus acompañantes, preocupado, nada más bajar del coche.
Es la guitarra con la que ha tocado hoy. ¿De cuándo es?
Me la regaló mi padre en 1978. Yo tenía 16 años. No era Reyes ni nada, simplemente se fue hasta Córdoba sin decir nada para comprármela. A llegar me la dio sin más y, al abrir el estuche, flipé. ¡Era tan bonita y nueva! Llevaba sin tocarla desde finales de los 80, pero hace poco le pedí a José Romero, un gran constructor de guitarras y amigo de Madrid, que me la arreglara. Ahora la llevo a todos los sitios .
¿Qué pensó cuando se la devolvió arreglada?
Que era una maravilla. Y, claro, me acordé mucho de mi padre y de todo lo que viví con él de niño. Murió cuando yo tenía 35 años. Él, 52 o 53, muy joven... Mmm... Murió mal, pero esa historia te la cuento otro día .
Se acordaba del día que este se acercó a Paco de Lucía en un festival de homenaje a Manolo de Huelva y le preguntó: «¿Puedes tocarle al niño el trémolo de la taranta?». Riqueni tenía 13 años, pero ya era un genio precoz. Y el autor de «Entre dos aguas» le animó a convertirse en solista y, además, empezó a hablar de él en el mundillo, le invitó a su casa varias veces y le acompañó a la tienda de Felipe Conde, en Madrid, para ayudarle a elegir una guitarra.
Después siguió estudiando con Manolo Sanlúcar , a los 14 años ganó los dos premios de guitarra más importantes de España, abandonó el colegio a pesar de su padre y empezó a practicar siete u ocho horas diarias, hasta que se fue a Madrid en busca de una oportunidad al cumplir la mayoría de edad. Allí coincidió con otros grandes guitarristas jóvenes de la época, como Tomatito o Vicente Amigo: «Fue fantástico. Había una afición enorme. Nos reuníamos todos en el Candela, donde se podían ver hasta veinte estuches en el suelo. ¡Menudas fiestas, un disparate!». Y pronto estaba acompañando a estrellas como Enrique Morente , José Mercé , Carmen Linares, José Menese, Rocío Jurado e Isabel Pantoja. Con su primer disco, «Juego de Niños» (1986), fue descrito como un guitarrista lleno de imaginación y fuera de lo común. Y el cuarto, « Maestros » (1994), se lo produjo Morente, quien quiso inaugurar con él su sello: Discos Probeticos.
Todo iba bien hasta que, en 1996, su mundo se hizo pedazos: primero le diagnosticaron síndrome bipolar y, después, su padre se suicidó. «Eso me descolocó mucho. Él era un apoyo grande y, encima, no fue una muerte normal», confiesa ahora en el vestíbulo del hotel. A eso se sumó una depresión y problemas con el alcohol. Se lo tragó la tierra y llegó a dormir en la calle. Fue acogido más adelante en el sofá de la academia flamenca Amor de Dios , situada en el Mercado de Antón Martín, en Madrid, hasta que Morente fue a su rescate: se lo llevó a Granada, le dio alojamiento, le llevó a médicos, pagó sus medicinas y le hacía compañía «todos los días».
¿Recuerda cómo fue la llamada de Morente?
Bueno, de joven, cuando yo estaba bien y tenía mucho trabajo, ya teníamos ya mucha conexión. No sé la razón, pero le gustaba estar, hablar y cantar conmigo. Siempre estábamos muy a gusto juntos. Y cuando estuve mal, vino a ayudarme. Me llevó a tocar con él en sus conciertos cuando no estaba demasiado mal, aunque otras veces no podía por mi estado .
Dio con el tratamiento correcto y se retiró un año a la sierra de Huelva para apartarse de los malos vicios. Los más grandes del flamenco le rindieron un homenaje para recaudar dinero en el teatro del Ateneo Cultural de Madrid. Por allí se pudo ver, incluso, a los hermanos Coen y a la actriz Frances McDormand . Y cuando parecía recuperado, con un contrato sobre la mesa para inaugurar la Bienal de Sevilla, llegó aquella condena tardía por una acumulación de delitos leves y una agresión callejera, en 2010, relacionada con su trastorno.
¿Tuvo vértigo al quedar libre?
Sí, a estar por fin libre. Es una sensación difícil de explicar si no la has vivido, como un temor que queda durante algunos años, una herida abierta por un daño sufrido .
¿Cómo lo maneja?
Es un pulso a la vida en todos los aspectos: personal, de salud, con la guitarra, con la profesión. He ido ganándolo poco a poco hasta llegar hoy al Auditorio. Todo son pequeños retos .
¿Le queda alguno?
No sé si es una meta, pero… sí. Se me pasa por la cabeza mucho que me gustaría tocar en el Teatro Real. ¡Sí! No sé, igual es solo fantasía mía .
¿Por qué lo considera una fantasía siendo usted el guitarrista que es?
No sé, imagínate... ¡tocar en el Teatro Real! Es algo muy grande en la carrera de un artista. Es como un sueño poder tocar allí .
¿Siente inseguridad antes de salir a escenarios como el Auditorio Nacional?
A veces sí. La guitarra es un instrumento difícil y en mi música hay pasajes muy complejos. Hoy, de hecho, ha venido mi hijo, que es uno de mis mayores críticos. Nada más acabar el concierto, me ha señalado los errores. Por ejemplo, en el bolero, y me ha echado una pequeña bronca: «Te has equivocado en las notas más importantes» .
Al salir publicó «Parque de María Luisa» (Universal, 2017), un disco que le costó acabar.
Sí, fue muy duro, porque me cogió entrando y saliendo con el tercer grado y por la complejidad de la obra. Cada tema fue tratado con mucha delicadeza, con cuidado de no excedernos en los efectos para que no fuera una horterada .
¿Imaginó que fuera a ser considerado uno de los grandes discos del flamenco moderno?
No tenía ni idea de que fuera a provocar esa reacción en el público . Y tampoco se habría grabado si no fuera por Paco Bech [productor y manager]. Yo no tenía interés, aunque mis partituras estaban ahí escritas. No sé, quizá prefería un disco solo de guitarra y no este, entre el flamenco y la música sinfónica. Pero él insistió: «Hay que hacerlo, Rafael, ¡esto es importante!» .
¿Escribió algo de ese disco en prisión?
No. Allí dentro cogía mucho la guitarra, pero solo para tocar cosas de Paco [de Lucía] que me servían para no perder la agilidad. A los otros internos con los que convivía, además, les gustaba que tocara cosas como «Entre dos aguas» o Los Chichos, para ponernos ahí con el café y el cachondeo. Estaba todo el día con la guitarra, pero no componiendo, ni mucho menos. La cárcel no es un espacio para ponerse a filosofar ni componer .
¿La cárcel le sigue sonando a seguiriyas, como dijo?
A seguiriyas, tonás y cantes jondos muy duros, los que hablan de falta de libertad, de sufrimiento y de otras penurias. Nunca toqué esos palos dentro, siempre cosas más alegres .
Pues «Parque de María Luisa» es triste.
La tristeza y la nostalgia eran necesarias ahí, porque era una mirada a mi juventud, cuando vivía mi padre. A mi recuerdo del parque donde me enamoré de mi novia y de Sevilla. Y luego le di forma a esos sentimientos con la guitarra .
Le califican uno de los guitarristas más grandes de la historia del flamenco, ¿se lo cree?
Qué va, no me los creo. Además, soy tímido y los halagos, no sé… forman parte de la profesión. Cuando me lo dicen, me quedo cortado. Creo que, a veces, el público exagera sobre mí. Y, en cualquier caso, si fuera verdad, sería una gran responsabilidad .
¿Preferiría que no lo dijeran?
¡Uf, no sé! Me siento un poco acorralado. Por un lado me gusta y, por el otro, me asusta .