COLECCIÓN ABC

Rafael Munoa, la delicadeza sin mácula

Iba para gemólogo u optometrista y acabó convirtiéndose en un gran dibujante. Rafael Munoa se caracterizó por su trazo elegante, que tan finamente desplegó en ABC

«Historia de las pequeñas cosas. El jamón, 1ª», ilustración para Blanco y Negro

FELIPE HERNÁNDEZ CAVA

Cuando en 2012 falleció Rafael Munoa , uno de los adjetivos que más se prodigó para referirse a su persona fue el de «hombre de bien». Y es que, en efecto, no he conocido a casi nadie que estuviera a la altura de la bondad que él prodigaba y que fue uno más de los legados que dejó en herencia a sus cuatro hijos. No me sorprende que el corrosivo Chumy Chúmez , uno de sus amigos de juventud, le definiera en una ocasión como alguien que «nació sobre una nube y vino al mundo con alas, pero como eso resultaba muy raro se las cortaron». Esa nube de la que cayó estaba sobre su amada San Sebastián, en donde vino al mundo en 1930.

Su padre, Claudio, era un joyero que enseguida advirtió las dotes artísticas de su vástago, por lo que no dudó en enviarle a las clases particulares de pintura que impartía Cobreros Uranga , en las que coincidió con otro muchacho tres años mayor que él, José María González Castrillo, el citado Chumy. Y a buen seguro que su progenitor tampoco se sorprendió de que su hijo ganase con solo 16 años el primer premio en el concurso de carteles de la empresa perfumera Gal.

Aire «embotellado»

Tres años después, en 1949, dejó atrás su querida Donostia -«me convenía salir de ese embotellamiento del aire», diría- para estudiar óptica y gemología en Madrid , en donde la familia de Luis Buñuel le alquilaría el piso que tenía en el mismo inmueble de la calle Espoz y Mina en el que estaba alojada la galería Clan, núcleo en aquellos tiempos de las inquietudes plásticas que trataban de romper con la chatez estética en la capital.

Y aunque enseguida se sumergió en la vorágine de la bohemia artística frecuentando las clases del Círculo de Bellas Artes (donde intimó con Feito, Alcorlo o García Ochoa), de la Academia de San Fernando (donde hizo lo propio con Mampaso o Pascual de Lara), y los cafés y estudios (Eduardo Vicente, Ángel Ferrant, Oteiza, Saura, Pancho Cossío…), nunca dejó de lado la meta profesional que le había traído hasta Madrid.

De manera que cuando se convirtió en una firma habitual de La Codorniz , a donde le llevó su amigo Lorenzo Goñi , el otro genial sordo español, y en la que trabajaría de 1949 a 1970, tuvo claro que el dibujo sería una actividad más, pero no la única, de su perfeccionamiento como persona poliédrica , como tuvo también claro que la pintura y la acuarela (su primera exposición individual fue en Clan en 1959), desempeñaban semejante papel en su vida.

Munoa buscaba un humor sentimental y bonachón, lo que no impedía críticas de aristas duras

Lo que sí le dio La Codorniz fue una popularidad insospechada. Aquellos chistes suyos, de una estilización sorprendente, con algo de amable picassianismo , parecían más propios de un francés, como sus admirados Pleynet o Sevignac, que de un dibujante de estas latitudes tan dadas al desgarro. Y lo mismo acontecía con su sentido del humor: «Yo busco siempre ese sector típico de lectores intelectuales que La Codorniz tan astutamente cultiva. Pretendo, ahora bien, que el humor sea sentimental y bonachón, sin que pueda significar acerbas críticas, de aristas duras y molestas». Y así fueron también sus ilustraciones y chistes para Blanco y Negro y ABC, que conserva en su colección más de setecientas obras, realizadas fundamentalmente entre los años 1958-1963 y 1972-1975.

Todos admirábamos a aquellos personajes que él veía a través del tamiz de la extrema amabilidad con la que se comportaba como quien respira: la etérea sensualidad de esas mujeres altas y delgadas (como su Mónica en El Alcázar); sus tiernos mendigos, sus gatos, sus niños; sus gentes enfrascadas en las pequeñas tareas ; sus campesinos con algo de «milletianos». O aquel angelito y aquel demonio enzarzados siempre en bienhumoradas cuestiones que, así eran los tiempos, desataron la ira -por lo que tenían de «desacralización»- de un padre Llanos que todavía no había descubierto su sensibilidad izquierdista. Había en ellos, como en los paisajes en que los inscribía, un poso de ingenuidad voluntariamente trabajada. Como había, en su manera de aplicar el color, una suerte de fauvismo dulcificado, que fue lo que le valió aquel premio Lazarillo de 1959 por sus ilustraciones para Exploradores de África , de la soberbia colección infantil El Globo de Colores , de la editorial Aguilar.

Entre joyas y platas

Pero nada de aquello le apartó de otros intereses, como el mundo de la joyería y el de la platería. El impulso a la primera coincidió cuando, a finales de los cincuenta, enfermó su padre y regresó a San Sebastián, después de haber hecho todo un periplo vital por Francia, Italia, Mallorca, Ibiza, Inglaterra… Padre e hijo se embarcaron en su joyería de la calle Aldamar, al frente de la cual sigue hoy su hijo Claudio, uno de los cuatro que tuvo de su matrimonio en 1961 con María Teresa Fagoaga. Y a la segunda, a la joyería, para la que le reclamaban como experto tasador Sotheby's o Christie's, le dedicó, con Alejandro Fernández y Jorge Rabasco, un manual de imprescindible consulta: Enciclopedia de la plata española y virreinal americana (1984).

Siempre implicado con su ciudad, se convirtió en figura de referencia de sus instituciones culturales, y desde allí obsequiaba a todos los amigos con su habitual felicitación navideña. Rodeado de los suyos, nada añoraba y nada lamentaba de su existencia.

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