ARTE
Lo que la pintura aprendió de otras pandemias
A lo largo de la Historia, los artistas han reflejado en sus obras la influencia de las grandes epidemias, entonces llamadas plagas. Repasamos las más importantes
Una epidemia de fiebre tifoidea asoló Atenas durante la guerra del Peloponeso. En época de Antonino, el sarampión y la viruela redujeron drásticamente la población del Imperio Romano. La peste aparecida en Constantinopla en tiempo de Justiniano terminó con un cuarto de los europeos. A mediados del siglo XIV se desató la famosa peste negra, arquetipo del horror , y su rebrote en el siglo XVII mató a casi la mitad de los habitantes de Venecia, Sevilla y Londres.
Tras la I Guerra Mundial se desencadenó una epidemia de gripe que fue más mortífera que la propia guerra , y recientemente el sida se ha cobrado centenares de miles de vidas en el mundo entero. Sabemos que en cualquier momento episodios como estos pueden volver a suceder, pero aún así nos sorprende su aparición. ¿Estamos olvidando que somos mortales?
La cólera de Dios
Epidemia es el nombre que se da a la expansión de una enfermedad cuando el número de afectados hace peligrar a la comunidad entera . Antiguamente se las llamaba «plagas» porque se atribuían a la cólera divina. Cuando se declaraba una, nuestros antepasados, además de rezar, intentaban frenarla. Las medidas de contención que arbitraban (aislamiento de enfermos, enterramiento de cadáveres con cal viva, uso de resinas aromáticas vegetales para limpiar el aire…), resultaban ineficaces porque se enfrentaban a un enemigo invisible y desconocido. Poner en cuarentena una ciudad servía de poco si de ella entraban y salían a placer ratas o pulgas. El avance de la biología y la medicina, una mejor alimentación y, sobre todo, la generalización de las prácticas higiénicas explican por qué ahora somos menos vulnerables al contagio de las enfermedades infecciosas.
La inexorabilidad e inminencia de la muerte, idea sobre la que giraba la interpretación del mundo antes de que el delirio postmoderno pusiera en cuestión la propia realidad, impregnaba antaño todas las actividades humanas, incluidas la literatura y el arte. Esto fue así especialmente en las épocas de gran mortandad. Recuérdese el Decamerón de Bocc accio . Diez jóvenes (tres chicos y siete chicas) deciden retirarse a una villa campestre próxima a Florencia para eludir la peste. Corre el año 1348 y, en vez de mensajes de móvil, los protagonistas combaten el tedio contándose historias, algunas picantes, festivo contrapunto al temor a la muerte. Sólo ocho años antes, Buffalmacco había pintado en el cementerio de la catedral de Pisa una obra profética con el mismo tema: El triunfo de la muerte. Tres caballeros ataviados elegantemente tropiezan en su camino con tres cadáveres dentro de sus féretros. El hedor es insoportable y uno de ellos se tapa con asco la nariz. No se alude a ninguna plaga, aunque tampoco hace falta. La muerte, que el pintor imagina como un genio volador, planea en el cielo segando la vida de los mortales con su guadaña.
La flaca coqueta
Es una representación insólita. Lo usual era representarla como una calavera que baila con los hombres hasta arrastrarlos a la tumba. También posteriormente. Así la pintaron en el XVII Valdés Leal ( In ictu oculi ) o, en el siglo pasado, Nussbaum ( Triunfo de la muerte ). Baudelaire , a medio camino entre los dos, le atribuyó igualmente esa apariencia cuando la describió como «una flaca coqueta de aspecto extravagante».
A partir del XVII, la pintura muestra mayor interés por la realidad, también por la enfermedad
La visión de la muerte como fuerza irresistible que irrumpe en el mundo y se lo lleva todo por delante alcanza probablemente su imagen más impactante y estremecedora en El triunfo de la muerte , de Brueghel . Tampoco aquí se trata estrictamente de una epidemia –la muerte misma es la epidemia–, aunque uno sospecha que si fuera posible analizar el cuerpo de los vivos sobre los que se están abalanzando los esqueletos que representan el final de todas las cosas seguro que hallaríamos en ellos gérmenes, parásitos, úlceras, tumores, todas esas cosas asociadas a los horrores de la pestilencia y contra la que nada podía hacerse en el siglo XVI salvo encomendarse a los santos protectores, en especial, san Roque.
A partir del siglo XVII, la pintura muestra un interés creciente por la realidad, y esto da lugar a un considerable número de piezas dedicadas a los desastres causados por las epidemias. Por un lado, están los artistas que las vivieron personalmente y dejaron testimonio . Notable, en este sentido, fue Michel Serre , autor de tres pinturas sobre la peste que azotó Marsella durante 1720. El pintor muestra las calles de la ciudad sembradas de cadáveres.
Ilustrativa, por lo llena de detalles, es asimismo la pintura de Domenico Gargiulo La plaza del mercado de Nápoles durante la peste de 1656 . Aquí, en España, contamos con dos obras testimoniales muy interesantes, ambas anónimas. Una representa a una multitud (vivos y muertos) delante del Hospital de la Sangre de Sevilla durante la peste que se llevó en 1649 a cerca de 60.000 personas , casi la mitad de la población. La pintura es mediocre, pero sirve a su propósito documental. Hoy se sabe que de los pacientes atendidos en aquel hospital sólo se salvó una tercera parte, 3.000 personas más o menos, entre las cuales, tres únicamente del personal sanitario de la institución. La otra pintura, de mejor factura, representa la epidemia de peste que padeció Antequera en 1679. Es un cuadro curioso que ayuda a saber cómo atacaban los médicos la enfermedad: sangrías, cauterización de bubones...
Lo usual era representar la muerte como una calavera que baila con los hombres
Además de la pintura testimonial, existe, en segundo lugar, una pintura histórica dedicada a las epidemias, muy abundantes en el siglo XIX. La más meritoria se remonta, sin embargo, al XVII . Se trata de un conjunto de cuatro telas que decoran la majestuosa escalera que conduce desde la planta baja a la sala capitular de la Scuola Grande di San Rocco de Venecia , Capilla Sixtina de Tintoretto . Sus autores, Pietro Negri y Antonio Zanchi , no vivieron la peste veneciana de 1630, objeto de sus pinturas, pero nacieron por aquellas fechas y pudieron conocer de primera mano detalles de lo que pasó. La imagen del gondolero recogiendo en su embarcación los cadáveres de un niño y sus padres es inolvidable. Pero son numerosos los artistas que han reconstruido imaginativamente episodios históricos parecidos. He aquí varios ejemplos: La peste de Tebas, de Charles F. Jalabeat ; La peste de Atenas , de Michel Sweerts ; Peste en Roma , de Jules Elie Dalaunay ; o Bonaparte visita a los apestados de Jaffa , de Jean Antoine Gros .
Más brillante es el tercer grupo de pinturas, aquellas que tratan el tema epidémico alegóricamente. Destacaré una: La peste , de Arnold Böcklin . Vestida de negro, blandiendo la guadaña con dos manos, como un guerrero medieval presto a derribar a varios enemigos a la vez, la muerte cabalga un dragón que sobrevuela una ciudad matando todo lo que le sale al paso. Böcklin partió para hacer esta pintura de un boceto titulado Cólera. La muerte no trae la epidemia, ella misma es la epidemia.