LIBROS
Paul Murray, todo por un atracón de donuts
El novelista irlandés parte de un dramático y absurdo suceso para retratar la pérdida de la inocencia y, por ende, la sociedad actual

Antes de que aúllen «¡spoiler!», sepan que, sí, el título de este libro revela algo muy importante de su trama. Pero, también, que la muerte en cuestión -y es una muerte que afectará a tantas vidas- tiene tiempo y lugar a la altura de la página 5. Porque la cuestión aquí (Daniel «Skippy» Juster muere a sus catorce años durante una absurda competencia estudiantil por quién devora más donuts) tiene que ver con la omnipresencia de ciertas ausencias. El resto del libro informará de todo lo que conduce a ese momento terrible y todo lo que provoca a partir de entonces. La muerte de Skippy es, así, Big Bang y agujero negro al mismo tiempo en la galaxia expansiva y asfixiante del Seabrook College. Prestigioso internado católico irlandés a principios de este milenio. Y no es casual que por ahí fluctúen teorías varias sobre cuánticas dimensiones alternativas cortesía del tan prodigioso como catastrófico Ruprecht Van Doren: verdadero protagonista proponiendo que el universo todo está construido en base a las partículas elementales y la antimateria de la soledad.
Sepan también que, a pesar de arranque tan dramático, Skippy muere -del 2010, segunda de las hasta ahora tres novelas de Paul Murray (Dublín, 1975)- es uno de los libros más entretenidos y desgarradores y graciosos y emocionantes . Hago memoria, busco efecto similar y me resuenan Decadencia y caída de Evelyn Waugh, Oración por Owen de John Irving, Chicos prodigiosos de Michael Chabon, La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Palabras mayores, sí.
«Tierra baldía adolescente»
Skippy muere -su certificable fantasma invocado por un amplio coro- se ordena casi sinfónicamente en tres movimientos/partes para insistir en la terrible y patética aria del modo en que los adultos desafinan al intentar ejecutar la partitura de jóvenes a los que acaban ejecutando. Esos jóvenes que se aferran al mucho más armonioso silbido (y en su muy dialogado chiflar entre lírico y gamberro Murray descuella) de esa fugaz eternidad conocida como, según The Who, «tierra baldía adolescente». Territorio explorado aquí -porque esta es una novela de ideas, de muchas ideas- con modales como los de una Iris Murdoch psicotrópica y con acné. Paisaje donde el desastre de Galípoli limita directamente con los cataclismos de un adictivo video-game o los encantamientos druidas acaso influyan para que un baile de Halloween derive sin dificultad en la más vomitiva de las orgías.
El protagonista muere a los catorce años en una absurda competición estudiantil
La inexplicablemente demorada pero por fin rendida asignatura pendiente de la traducción de Murray es, acaso, la mejor noticia posible en esta poco estudiada rentrée con tan mal conducta. Y, claro, esta reseña podría extenderse. Pero su lectura implicaría pecado imperdonable: demorar el adentrarse en uno de esos libros en los que uno se va a vivir o por lo menos -nunca mejor dicho- a internarse para de pronto descubrir que se está disfrutando de la mejor de las vacaciones posibles.
Digámoslo así: Skippy muere , pero Paul Murray en el curso de esta novela con insuperables calificaciones.
Aquí empieza -con gran clase- el mejor de los recreos.