LIBROS

La noche no se acaba en Auschwitz

La francesa Charlotte Delbo recuerda en «Ninguno de nosotros volverá» cómo sobrevivió al terror del campo de concentración

Jaime G. Mora

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Charlotte Delbo (Vigneux-sur-Seine, 1913; París, 1985) ignoraba que al infierno pudiera llegarse en tren. Ignoraba que el infierno tuviera nombre, Auschwitz, que fuera la última estación de un viaje que podía durar días y atravesar países enteros; que en aquella estación, que en realidad era el final de una vía, quienes llegaban fueran precisamente los que se iban. ¿Acaso alguien puede esperar lo inconcebible? «Hoy se sabe / Desde hace unos años se sabe –escribió, después de la mayor operación de exterminio ejecutada por los nazis– Se sabe que ese punto en el mapa / es Auschwitz / Eso se sabe / Y lo demás se cree saberlo».

Afiliada a las Juventudes Comunistas en 1932, Delbo se casó cuatro años después con Georges Dudach , un miembro la resistencia francesa. Fue este compromiso con el movimiento lo que la llevó a regresar a París en plena ocupación nazi desde Buenos Aires, donde se encontraba de gira teatral como asistente de Louis Jouvet . Delbo eligió la dignidad y no tardó en ser detenida junto a su marido: «Me convocaron en su celda de La Santé, donde yo también estaba presa, para que me despidiera de él». A Dudach lo fusilaron y a ella la deportaron a Auschwitz junto con 230 presas francesas. Solo sobrevivieron 49.

Delbo resistió a doce meses en un campo de concentración donde cada día duraba «más que un año», y cada «minuto más que una vida», y aún aguantó otros catorce meses en el campo de Ravensbrück antes de su liberación, en abril de 1945. Durante el cautiverio le robaron a su marido, conoció el olor de la carne que arde y vio tumbadas en la nieve a sus compañeras de ayer: «Un cadáver. El ojo izquierdo devorado por una rata. El otro ojo abierto con su franja de pestañas. / Intentad mirar. Probad a ver».

En Auschwitz Delbo aprendió que cuando no queda saliva en la boca, con la lengua como un pedazo de madera, no se puede hablar, que cuando a una mujer le han rapado la cabeza varias veces ya no quiere cortarse el pelo jamás y que la noche puede no acabarse nunca: «Cuando el silbato silba el despertar hay una pesadilla que se paraliza, otra pesadilla que comienza / hay apenas un instante de lucidez entre ambas, en el que escuchamos los latidos de nuestro corazón para averiguar si tiene fuerza para latir aún mucho tiempo».

Lo que a Delbo no le quitaron fue la memoria –«¿Por qué he conservado la memoria? ¿Por qué esta injusticia?»–, y cuando por fin volvió a la luz del día decidió que testificaría contra el nazismo con el arma más efectiva: la poesía. Consideraba que «el lenguaje poético es capaz de llevar al lector a lo más hondo de sí mismo». Con esta premisa plasmó su experiencia en la trilogía «Auschwitz y después», una obra que comenzó a escribir mientras se recuperaba en un sanatorio suizo.

« Ninguno de nosotros volverá » (Libros del Asteroide, 2020), con traducción de Regina López Muñoz , recoge los dos primeros volúmenes de la trilogía. A través de breves estampas alucinadas, y otras veces con versos poderosos o con episodios narrados de un modo más convencional, la autora francesa logra una conjunción perfecta entre fondo y forma que hacen de este un libro monumental. Delbo capta imágenes potentísimas, como la de una prisionera se ha cortado su vestido de rayas porque «su coquetería no cedía a la cautividad», o la paradoja que protagoniza ella misma cuando, en los instantes previos al fin de Auschwitz, se enciende un cigarrillo con el mechero de una SS.

«Perder la sensatez y perseverar en la locura de esperar fue lo que salvó a algunos», escribe. Pero «son tan pocos que no demuestra nada». A ella y a las mujeres de su barracón también les salvaron Molière y la obra que representaron durante dos horas mágicas, el hallazgo de un ejemplar de «El misántropo» y los poemas que recitaban antes de que apagaran las luces. «Perder la memoria es perderse una misma –concluye–, es dejar de ser una misma».

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