LIBROS
Mujeres en los campos de concentración
Abundaban los testimonios de prisioneros. Ahora, se rescata la voz de ellas
La literatura del Holocausto ha sido tradicionalmente escrita por hombres y «cuando las mujeres supervivientes rompieron el silencio, los hombres ya habían copado todo el espacio», escribe Giuliana Tedeschi . Pero ellas también estuvieron allí y también lo contaron: en los últimos años, han aparecido valiosos testimonios de mujeres prisioneras de Auschwitz-Birkenau, Ravensbrück o Bergen-Belsen que narran lo vivido en libros que dialogan entre ellos. Mientras los hombres contaron su experiencia poco después de lo sucedido y muchos hicieron carrera literaria, no fue así en el caso de las mujeres, que han necesitado poner distancia para que el odio no cegara su escritura. Para un hombre, sobrevivir a los campos era un milagro. Una mujer tenía el 50 por 100 de probabilidades.
Nada más llegar, las prisioneras eran desnudadas como forma de humillación y sometimiento. Les quitaban la ropa y les rapaban el pelo para que todas fueran iguales. Les quitaban su identidad. Pero a las mujeres, además, les quitaban algo más íntimo: con el ayuno severo y el trabajo extenuante, en pocos días perdían la forma de su cuerpo y se les retiraba la menstruación. Les quitaban su condición de mujer. Muchas fueron esterilizadas, forzadas a abortar o las secuelas les impidieron ser madres . Las que estaban embarazadas veían como sus hijos morían de hambre nada más nacer; algunas los asfixiaban para evitarles el sufrimiento. Quienes tenían hijos menores de trece años, presenciaban cómo los llevaban a la cámara de gas.
Tras haberles quitado su ropa, a las mujeres que no eran arias les daban otra que había pertenecido a una prisionera muerta. No importaba si era grande o pequeña: era la única que tenían. También les daban zapatos desparejados, muchas veces uno de tacón y otro plano de hombre, y tenían prohibido intercambiarlos entre ellas. Una decisión nada casual para Goti Bauer : «Era intencionada, estaba tomada para privarnos no sólo de nuestras cosas sino también, y, sobre todo, de nuestra dignidad como personas» .
Cuando Ginette Kolinka volvió a Birkenau cincuenta y cinco años después, le pareció un decorado: faltaban el barro y la suciedad, el humo de las chimeneas, el intenso frío que pasaban cuando les hacían salir de la ducha sin secarse en medio de la noche helada, los gritos y los golpes arbitrarios de las kapos . Faltaba, sobre todo, el olor, «una mezcla de carne quemada, aunque eso aún no lo sabíamos, y de mugre».
Las prisioneras vivían hacinadas y sin nada más que los harapos que llevaban puestos. Un pedazo de pan o una mondadura de patata eran un lujo. Odette Elina se avergüenza al recordar cómo robaban a las muertas. Anise Postel-Vinay estuvo en Ravensbrück marcada como «NN», noche y niebla. Así señalaban a las personas susceptibles de desaparecer sin dejar rastro. Eran las favoritas para los experimentos de Mengele : mujeres a las que inoculaban virus del tétanos o de la gangrena gaseosa directamente en los huesos, a las que dejaban morir para observar la enfermedad; mujeres a las que quitaban músculos de las piernas o causaban grandes heridas que no curaban. Las que lograban sobrevivir quedaban mutiladas para siempre.
Si las judías eran prisioneras de segunda, las gitanas eran todavía inferiores en la jerarquía de los campos. El testimonio de Ceija Stojka en Bergen-Belsen es desgarrador: dormían a la intemperie, comían tierra y bebían el rocío que destilaba el alambre de las vallas. Para resguardarse del frío, los niños se refugiaban entre los montones de cadáveres ; tenían el tronco abierto, porque por el camino les habían vaciado las entrañas para comérselas.
La única autora que aborda el tema desde la ficción es Java Rosenfarv , superviviente de Auschwitz y de Bergen-Belsen. Y, curiosamente, es la única que menciona la violencia sexual , quizás protegida por la distancia que la ficción le permite poner. En sus relatos condensa sus experiencias como superviviente, muchas compartidas con el resto de autoras: su dificultad de adaptación a una vida normal, el peso de la culpa por haber sobrevivido, la vergüenza por haber actuado de forma miserable, el recuerdo del horror.
«No profundizo nunca en determinados aspectos porque no tengo el valor de ir hasta el final del testimonio extremo», escribe Liliana Segre . En estos testimonios, las autoras narran hechos terribles, auténticas atrocidades. Pero los textos dejan ver que hay mucho más y que sus autoras no han sido capaces de contarlo. Lo que vivieron fue mucho peor. Aunque nos sobrecoja lo que cuentan, no han sido capaces de relatar lo que verdaderamente es el espanto.