125 AÑOS DE «BLANCO Y NEGRO»

Miguel Ángel Hernández: «El arte último»

La «Pintura animada» de Cilla llega hasta el filo del abismo gracias a Miguel Ángel Hernández. El suyo es un estremecedor relato sobre el final del futuro y del arte

Detalle de «La pintura animada», de Ramón Cilla

MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ

Entro al museo en cuanto abren las puertas y encuentro los cuadros aún apagados. Pasadas las diez encienden el generador y las imágenes comienzan a aparecer poco a poco, como si estuvieran saliendo de su letargo. Me gusta contemplar el momento en que el cristal oscuro se llena de historias. También me gusta perderme en las salas. Vagar sin rumbo rodeado de imágenes y escuchar el eco de mis pasos. Resguardado del gris oscuro del cielo, de la lluvia pegajosa y del ruido estridente de las torres de vigilancia.

Soy consciente de que pocos comparten ya esta costumbre. Podría ver los cuadros del museo cómodamente desde casa, proyectados en la pared del salón o en el techo del dormitorio. Pero hay algo diferente en este lugar: es la forma de las pantallas, cada una del mismo tamaño que la obra que replica; es la disposición de las imágenes en la sala, una junto a otra; es la posibilidad de verlas todas a la vez, de mezclar historias y colores; es la inquietud de intuir la mirada de un retrato en la nuca, la sensación de estar en medio de las imágenes, de formar parte de aquel mundo desaparecido… Es todo eso y mucho más. Y es sobre todo una memoria, una promesa. La promesa del nuevo comienzo . La brasa de todo aquello en lo que una vez creímos.

Aún recuerdo cuando salimos a la superficie y el Consejo decidió erigir el edificio. Era necesario, decían. Y era necesario hacerlo sobre las ruinas del antiguo museo. No pudimos salvar el arte -cómo íbamos a hacerlo; apenas pudimos salvar a la gente -, pero al menos allí habría un recuerdo de lo que habíamos sido. Un monumento al pasado, pero también una piedra fundamental para construir el futuro. También éramos capaces de eso, de emocionaros y crear belleza. El museo iba a ser el inicio de todo. Un nuevo comienzo. Para recordar. Para construir el porvenir sin olvidar el pasado. Eso dijeron. Al menos al principio. Al menos antes de que todo se volviera gris y oscuro.

Es la inquietud de intuir la mirada de un retrato en la nuca, la sensación de estar en medio de las imágenes

No estoy seguro de cuándo llegó la oscuridad. Probablemente después de la gran crisis . Allí quedó claro que no todos caminábamos hacia el mismo lugar. La comunidad por venir acabó haciéndose trizas y el futuro dejó de existir. El futuro y el pasado. Porque a partir de entonces sólo hubo presente. Para unos y para los otros. Mejor o peor, pero sólo presente.

Quizá por eso el Consejo decidió abandonar el museo a su suerte . No quisieron cerrarlo pero cortaron el presupuesto. Despidieron a los vigilantes, a los conservadores, a los administrativos. Y dejaron que fuera muriendo poco a poco. Ahora es un cementerio. Alguien abre y cierra, conecta y desconecta el generador, nada más. Ya no se cambian las pantallas. Ya nadie limpia el polvo. Ya nada importa nada. Y sin embargo en estas salas aún late la promesa . Al menos yo puedo percibirla. Leve, moribunda, pero aún con vida. Para mí sigue siendo un refugio. Aunque todo esté a punto de desvanecerse.

Una pequeña huella

A veces pienso que acudo a este lugar a observar el final del futuro. A ver agonizar los cuadros como si fueran estrellas que dejan de brillar. Es lo que ha pasado con las pantallas más grandes. Hace unas semanas se apagó la mirada de la Infanta Margarita. Y ayer comenzaron a amarillear las imágenes de la sala de Goya. Las pinturas negras apenas son un fantasma. Es posible que no lleguen a mañana.

Me quedo unos minutos delante de ellas y pienso que tengo que hacerlo . Es necesario. No hay otra solución. Saco el punzón del bolsillo y me acerco a la pantalla del centro. Con cuidado de no romper del todo el cristal, recorro la imagen señalando sus bordes. La pequeña cabeza, el hocico puntiagudo, la mirada perdida e incluso el plano de color que oculta el cuerpo del perro. Es muy poco, casi nada. Lo sé. Pero cuando la imagen desaparezca y el animal se hunda para siempre en el abismo, ahí, en la pantalla, quedará una pequeña huella. Infraleve, pero visible.

Según Plinio , el origen de la pintura estaba en la huella de una sombra, en la silueta trazada por una doncella de Corinto para recordar a su amante antes de perderlo en el mar. Hoy, miles de años después, cuando todo llega a su fin, mi pequeño gesto no dista mucho de aquella forma de duelo. La herida oscura del píxel en la superficie de cristal.

Imagino a los historiadores del futuro preguntándose por estos trazos confusos. Es probable que para ellos no tengan sentido. Quizá vean ahí el origen de un arte nuevo. O, quién sabe, el lamento por el fin de todas las cosas. El último arañazo del hombre antes de ser engullido por el infierno.

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