LIBROS

Manolito el Pollero, el último bohemio

Es un nombre olvidado en los manuales al uso de literatura. Pero sigue vivo. Se recupera su único poemario, prologado por Camilo José Cela

Manolito el Pollero, a la derecha, con Camilo José Cela
Luis Alberto de Cuenca

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Manolito el Pollero, nom de guerre de Manuel Fernández Sanz (1909-1966), es alguien olvidado en los manuales al uso de poesía española contemporánea. Y, sin embargo, sigue vivo, y muy vivo, en la memoria de los poetas de varias generaciones , empezando por sus contemporáneos, que alabaron sus formidables aptitudes para la poesía y lo honraron con su amistad. Me estoy refiriendo a nombres propios como Cela, el genial Mingote, Manolo Alcántara, José García Nieto, Gerardo Diego, Antonio Fernández Molina y muchos más. Todos ellos coincidieron en atribuir a Manolito un oído musical fuera de lo común a la hora de componer versos, un gracejo insuperable —y a veces insufrible— en la confección de esos versos y, si me lo permite Gracián, una «agudeza y arte de ingenio» auténticamente excepcionales. Cuando digo que es difícil que nazca un personaje de la talla humana y poética de Manolito el Pollero en los próximos cien años, no estoy exagerando un ápice.

El libro que sitúa hoy Reino de Cordelia en los escaparates de librerías nace del concurso de varias personas. En primer lugar, el propio Manolito, que es quien lo escribió y que, por su temperamento bohemio, no anduvo nunca muy práctico a la hora de defender ante la posteridad el innegable talento que tenía, pues no se conservan de él más que un puñado de poemas aislados insertos en antologías y revistas, además de las 27 piezas de que consta la Silva, grillera y cigarral que tengo en las manos, publicada poco después de morir su autor gracias a los buenos oficios de Camilo José Cela. Este último es, sin duda, el deuteragonista del rescate libresco que estoy saludando, pues fue a él a quien se dirigió Manolito durante los días que pasó en casa del futuro Marqués de Iria Flavia (desde el 11 de enero hasta el 9 de febrero de 1966, el mismo año de la muerte del Pollero, que acaeció en Asturias el 29 de junio), ofreciéndole un original con destino a la selectísima colección «Juan Ruiz», una de las publicaciones anejas a la mítica revista Papeles de Son Armadans. La tercera persona responsable de la Silva manolítica no es otra que el editor, encuadernador y librero de viejo Mario Fernández González , propietario de la también mítica librería Berceo, quien fue comprando con el tiempo un ingente material —poético, ensayístico, fotográfico...— de y sobre Manuel Fernández Sanz , material que ha servido de base para una deliciosa introducción biográfica y literaria y para la reproducción del mismo libro, pues Mario posee dos ejemplares impolutos del rarísimo poemario del Pollero publicado por Cela que ahora se reedita, con el prólogo que el autor de La colmena redactó para la ocasión en 1966.

Acrobacias verbales

La poesía de Manolito tuvo una difusión oral muy considerable en su época, además de figurar en florilegios escritos como Historia y antología de la poesía española , de Federico Carlos Sainz de Robles (a partir de la segunda edición, Madrid, Aguilar, 1950), o Poesía cotidiana (1939-1964), una antología del citado A. F. Molina (Alfaguara, 1966). Atestigua esa difusión hablada, por ejemplo, el que mi amigo y maestro Ángel García López me venga recitando de memoria, a lo largo de los últimos cincuenta años, la «Canción para dormir un pie» del Pollero, incluida en esta Silva , cuyos escuetos cuatro versos rezan: «A la nana, nanita, nana. / Duérmete, chiquirritín, / dentro de tu calcetín, / que es de lana».

Esta y otras acrobacias verbales de Manolito fueron recordadas con frecuencia en las tertulias de los cafés durante décadas, y algo nos ha llegado de todo aquello a los «jóvenes» que ahora bordeamos la inquietante barrera de los setenta. Como aquel disparatado comienzo del poema «Semana Santa» : «Jueves Santo, / Viernes Santo: / duelo y llanto. / Tanta aflicción es de espanto, / no sé ni cómo la aguanto, / ni soporto ni resisto / ver al Señor, ver a Cristo / tragar hiel, ¡está tan visto!»; poema que termina rimando un «muchos» repetido hasta cuatro veces con los kukluxklanescos «cucuruchos» que abundan en las procesiones.

Claros ejemplos de un delirio y frenesí bohemios que resultaban pintorescos y extemporáneos en una época en que la bohemia clásica había dejado de existir. Pero Manolito el Pollero podía permitirse el lujo de ser el último de los vates bohemios, entre otros méritos porque fue el único poeta de su tiempo (y yo diría que de todos los tiempos) que vivía de la pluma. Y a fe que era verdad, pues, como cuenta Mario en la introducción, la familia de Manolito tenía una pollería y huevería de alta gama en la calle de Tetuán, en pleno centro de Madrid, que subvenía con creces a las necesidades cotidianas de nuestro poeta y hacía de él un bohemio atípico, pues no solo guardaba en los bolsillos rimas inverosímiles, sino también plumas, muchas plumas, innumerables plumas de pollo y de gallina.

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