DESDE MI CONFINAMIENTO

El Madrid fantasmal de Antonio Gómez Rufo

La prosa de Gómez Rufo, conocedor como pocos de la historia de una ciudad hoy abandonada, se pasea por sus calles desiertas. Metáfora de una imagen global

La confluencia entre Alcalá y Gran Vía, desierta Ignacio Gil

Antonio Gómez Rufo

Para mí, en estos días raros, Madrid se ha reinventado como la ciudad más literaria de cuantas conocí . En la intimidad de mi casa, apenas ultrajada cuando me asomo a contemplar ese paisaje desierto solo comparable al amanecer de un día del puente de agosto, guardo con celo la cuarentena tanto por salud como por civismo, por responsabilidad. Permanezco en mi madriguera con sosiego, al fin y al cabo los escritores nos hemos acostumbrado a la soledad y nos hemos entrenado para ello durante toda la vida: ventajas de ser artistas, ventajas de ser bohemios, ventajas de ser pobres. Y en esa soledad nada dolorosa solo nos sobresalta el momento en el que pasa una moto, o se oye una conversación en las afueras de dos vecinos que, al regresar de la compra, intercambian unas palabras en voz alta, guardando la distancia. Y entonces me asomo a la ventana. Qué extraño, pienso antes, algo se oye ahí fuera.

¡Una moto!, grita mi cerebro, asombrado, estupefacto. O, ¡hay gente!, advierten mis oídos, en alerta, como si se tratara de una gran noticia. Insólito vivir en una situación así , tan desacostumbrada, tan desconcertante.

Porque el coronavirus ha convertido las calles, plazas y monumentos de Madrid en un escalofriante mapa de espacios fantasmales y habituarse no es fácil, siquiera para los que gastábamos los horarios en soledad y ahora solo echamos de menos la práctica de cambiar unas parrafadas con Pepe Bárcenas en el Café Gijón , ir al cine a la plaza de los Cubos , ver teatro en salas alternativas más allá de Atocha , trasnochar en la plaza de Pedro Zerolo y comer un bocadillo de calamares en la Puerta del Sol . Aparte de abrazar a la hija, achuchar al nieto y verse con el resto de la familia y los amigos, claro está.

Madrid se ha vuelto una ciudad fantasmal y, precisamente por ello, me produce una curiosidad tan intensa que al fin he conseguido satisfacer gracias a que la literatura me la ha acercado como nunca y sus paisajes vacíos se han hecho realidad literaria, voces e imágenes vivas, inusuales y, de un modo que no sabría describir sino como maravilloso. Madrid otra vez magnífica, incluso en su desconcierto .

En estos días raros, Madrid se reinventa como la ciudad más literaria de cuantas conocí

Ese desconcierto que ya no es solo patrimonio de los madrileños . Observo desde mi ventana las palomas que ya no se posan en las aceras como antes, también están asustadas; elevo la mirada en busca de los gorriones y tampoco están en sus árboles: ni un silbo se oye de las familiares aves; los perros que salen a pasear tiran de sus dueños hacia atrás, como si quisieran volver a casa porque están inquietos frente al silencio y la ausencia de coches, de personas y de otros animales; faltan las moscas de la primavera, falta el aroma apestoso de la contaminación, falta el ruido, falta la vida.

El desconcierto se extiende y todo ello, que podría ser un ingente material para forjar un sueño literario (del que se estarán alimentando algunos colegas), para mí es una mutilación, una ausencia que me impide imaginar Madrid y necesito verla, no fuera a ser que como sucede con la fantasía en La historia interminable , de Michael Ende , la ciudad esté desapareciendo y, por no verla, poco a poco se esfumen la Puerta de Alcalá , el faro de la Moncloa, la Cava Baja, el Retiro, la Gran Vía, el Santiago Bernabéu, Chueca, Cibeles, el Matadero, la plaza de Oriente, el Museo del Prado y todo el barrio de los Austrias .

Puerta del Sol Maya Balanya

Entonces imagino despierto una pesadilla y, al desconcierto, añado el miedo. Un miedo invencible a perder lo que ha sido esencial para mí , la compañera amante y cálida que me ha acunado siempre: Madrid. Corro a mirarla otra vez desde la ventana y está ahí, al menos mi calle aún no se ha desvanecido. Pero, ¿y las demás? ¿Y todo lo demás?

No puedo contenerme. Compruebo la batería del móvil y hago una vídeo-llamada a los amigos, uno a uno, para que me muestren Madrid desde los balcones de sus madrigueras, para compartir con ellos la seguridad de que la fantasía no muere, de que la ciudad también se impone a sus duelos como lo hizo el Once de Marzo y siempre. Siempre Madrid sobrevive; eterna Madrid.

Llamo a mis amigos y desde la ventana me muestra el gran poeta Antonio Hernández la plaza de Colón, convertida en poema con sus palabras. Raúl Guerra Garrido , genial premio de las Letras, me enseña Narváez, la plaza de Dalí, el Corte Inglés y la Casa del Libro desde su atalaya. Luego el enorme guionista Jorge Díaz me invita a ver Arenal y la Puerta del Sol a través de su móvil. Javier Lorenzo , recién estrenado su Premio Logroño de novela, hace un paneo con el móvil por el parque de Berlín y me habla recio de la épica de la soledad; e Ignacio del Valle , acabando su novela, me consuela mostrándome las calles de Juan Bravo y Conde de Peñalver. Miguel Blasco , que recupera la memoria literaria de su abuelo, me va indicando la fantasmal ausencia en Alberto Alcocer y el paseo de la Castellana; y Ramón Arangüena , voz de radio y tinta de escritor, desde su ático me sosiega comprobando que permanecen incólumes Esproceda, Castelar y Miguel Ángel. Y así voy contemplando la vital soledad de la ciudad en las imágenes de otros tantos amigos y colegas que siguen diseminados por los rincones de Madrid testigos de que la ciudad, y sus fantasmas, siguen vivos, a la espera de ser ahuyentados por el regreso de todos a la toma de las aceras, las calzadas, el ruido, la contaminación y la vida.

Madrid, tan eternamente literaria, ha vuelto a ser malherida y esta vez por esta traicionera plaga del coronavirus que ha convertido sus calles, plazas y monumentos en un escalofriante mapa de espacios fantasmales. Espacios que tampoco esta vez se rendirán porque no lo harán lo mejor que tiene la ciudad, sus vecinos , aquellos que cuando vienen las cosas torcidas niegan con la cabeza, se abrazan con la mirada y se dicen, sin palabras, un castizo y contundente ¡nada; usted, disimule!

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación