LIBROS
Juan Eduardo Zúñiga, raro
El escritor falleció la semana pasada a la edad de 101 años. Nació en Madrid en 1919 y vivió la guerra en la capital. Su obra está marcada por la herida de la contienda
Alguno de sus cuentos, Zúñiga lo titula mediante dos o más palabras yuxtapuestas. A veces añade una fecha; podría ser el pie de una fotografía. Es un recurso que en él, sea por el juego semántico, sea porque el lector ya conoce o intuye al autor, suscita una emoción peculiar : «Noviembre, la madre, 1936»; «Los deseos, la noche»; «Ruinas, el trayecto»: «Guerda Taro»...
¿A dónde nos lleva Zúñiga? Zúñiga nos lleva siempre, indefectiblemente -y nosotros lo sabemos, y queremos acompañarlo- al corazón de un dolor secreto . Secreto no porque sea inconfesable, ni siquiera desconocido, sino porque es inexpresable, y por ello tan nuestro, compartido. Podríamos enunciarlo de distintas maneras: el dolor de haber presenciado los horrores de la guerra, el dolor de los vencidos y los desemparados, el dolor de haber atisbado cómo la ruindad, la codicia, la traición o el miedo se adueñan de las almas.
Todo esto está en Zúñiga, como también está, explícito, el alcance ético y político de la literatura , el compromiso ideológico, la precisión de fechas y lugares, anclas para una realidad que huye hacia la desmemoria. La lucha contra el olvido es el motor de su escritura. Está en el célebre arranque de «Largo noviembre en Madrid»: «Pasarán unos años y olvidaremos todo (...) Cuanto vivimos, parecerá un sueño (...)», publicado en 1980, y con las mismas palabras, más de veinte años después, en «Capital de la gloria», y con otras parecidas en otros muchos lugares.
La lucha contra el olvido es el motor de su escritura. El alcance ético de la literatura
Ahora bien, lo mismo podemos encontrar en otros autores, y también la angustia, la imperiosa necesidad de impedir que el tiempo borre las huellas del infortunio, porque esas huellas serán el talismán protector, la esperanza de los seres futuros. Ahora bien, lo extraordinario no es tener o enunciar ese propósito, sino cumplirlo.
Amado Chéjov
¿Cómo lo consigue? En el orden narrativo, de la mano de su amado Chéjov , con acendrada delicadeza, Zúñiga eludirá siempre, sistemáticamente, el último revelado. Lo ha señalado la crítica: va poniendo las fotografías encima de la mesa, pero la última -ineluctable, por otra parte, pues no se trata de «finales abiertos»- deja que seamos nosotros quienes la hagamos. El recuerdo ya no es suyo, sino nuestro . Y así se opera la salvación de la memoria.
Otra hipótesis, complementaria, nos sitúa en la perspectiva de lo que Carmen Laforet llamaría «escribir y vivir» . No me refiero, por supuesto, al cansino debate entre autobiografía y ficción. Ya sabemos que Juan Eduardo Zúñiga nació en 1919 y vivió la guerra en Madrid. Me refiero al paso del tiempo, a los días y los años de la vida propia en relación con la escritura. Me atrevería a decir que Zúñiga, ascético, necesitaba una lúcida longevidad para cumplir con la empresa que se había propuesto, que ese dolor inexpresable necesitaba tiempo, mucho tiempo para alcanzar la condición de tesoro inextinguible. Tiempo no ya de maduración literaria, sino de perspectiva, y depuración y consolidación del dolor mismo. Acaso la censura alargó el plazo. Puede ser. Lo cierto es que en 1980, cuando floreció definitivamente su obra, lo hizo ya inmune a toda corrosión y contingencia, patrimonio ya no sólo de sus contemporáneos, sino de cualquier generación futura.
Juego de espejos
He hablado de Carmen Laforet. Con motivo de su muerte, en 2004, Zúñiga escribió un artículo, «Carmen, Primavera, 1945», en el que se recordaba viendo o buscando en ella «el aura de un secreto que la rodeaba como personalidad astral, como emanación de su naturaleza», los rastros de esa «honda herida incurable (...) condición imprescindible de todo gran y auténtico escritor».
Juego de espejos. Ella se le queda mirando, y define: «Eduardo, raro». Acepta él la apreciación, y yo la tomo prestada. Un título muy suyo, pienso. De Zúñiga, escritor.