ARTE

José Luis Pardo: «En el urinario duchampiano encuentro semejanzas a la política»

José Luis Pardo ganó el Anagrama de ensayo con «Estudios del malestar», donde disecciona la desazón social de nuestros días. Sobre esta asunto, y sobre arte contemporáneo, otra de sus constantes, conversa con Fernando Castro Flórez

José Luis Pardo (a la izquierda) y Fernando Castro Flórez, durante la conversación en el Círculo de Bellas Artes de Madrid José Ramón Ladra
Fernando Castro Flórez

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Cuando el mundo y gira y gira sin parar, nada como hablar con un filósofo que gusta de intervenir en la conversación contemporánea escribiendo libros y en los periódicos. Para hablar de ese mundo, del arte, la política y otros asuntos nos sentamos con José Luis Pardo (Madrid, 1954), ganador del último Premio Anagrama de Ensayo.

Su libro «Estudios del malestar» arranca con la anécdota de una conferencia de un profesor de cuyo nombre no quiere acordarse aunque todo hace pensar que es Jacques Ranciere , que llega tarde a la Complutense y pronuncia la palabra «comunismo», generando una enorme excitación. ¿Qué efectos ha tenido lo que llama «jerga de la autenticidad» en la política?

Este libro es un intento de explorar las raíces de un fenómeno que muchos analistas consideran muy sorprendente y que incluso causa perplejidad, que es el surgimiento de movimientos políticos de carácter neocomunista o neofascista . No me satisface la explicación dominante de por qué han pasado esos fenómenos, entendiéndolos como una respuesta a las políticas de ajuste presupuestario, de gestión de la crisis, sobre todo en la Unión Europea. Las raíces intelectuales de los movimientos son bastante más profundas. En el fondo, esa jerga de la autenticidad nace de un descontento, de un cierto malestar con el Estado de derecho, con la democracia liberal, con el pacto social, que se puede rastrear perfectamente en el siglo XIX tanto en el seno del marxismo cuanto en el nacionalismo, que luego adquieren carta de doctrina en los Estados totalitarios fascistas y comunistas y que, en la segunda mitad del siglo XX, se convierte en un malestar con el Estado del bienestar. El Estado del bienestar se considera como una especie de narcótico que frena la revolución o como un dispositivo de control biopolítico de las masas. Ese anhelo de una política que sea más auténtica que la política, de una derecha que sea más auténtica que la derecha, de una izquierda más auténtica que la izquierda, está muy vivo en estos tiempos.

Uno de los temas que atraviesa el libro es lo que podemos llamar «el conflicto de la Facultad de Filosofía» de la Universidad Complutense, en la que es profesor y a la que describe como un agente «filocomunista», entre utópico y nostálgico. Alude a los estragos de la jerga de la autenticidad política convertida en banderín de enganche para la política.

En la Facultad de Filosofía de la Complutense hay viejos comunistas desde hace mucho tiempo, pero también hay muchos otros especímenes, entre ellos yo. Lo singular ha sido que unos estudiantes, a los que se esta diciendo todo el tiempo que no van a ser sujetos empleables, de pronto, unos profesores, verdaderos «héroes» para ellos, le indican que la filosofía puede cambiar el mundo y pueden incidir en la realidad y, además, ven a algunos de ellos sentados en el Congreso de los Diputados. No digo que la filosofía no pueda influir en la sociedad; Platón, Aristóteles, Hegel, Kant... han tenido una influencia enorme en nuestras sociedades, pero es una influencia a largo plazo y con un montón de mediaciones: académicas, científicas... La ilusión de poder cambiar el mundo con aplicar una doctrina filosófica es no solamente una ilusión, sino que se realiza solo mediante la violencia.

Plantea una genealogía que va desde la Transición hasta el movimiento de los indignados y la dinámica política actual. ¿Podría sintetizar tu interpretación del proceso de la transición política española?

Creo que lo que llamamos la Transición no es más que la manera como se plasmó en España ese acuerdo global que fue el proyecto del Estado del bienestar después de la II Guerra MundiaI, y que, en España, por sus especialísimas circunstancias, no se pudo hacer hasta el año 70, después del fin de la dictadura. El consenso necesario para esa transición fue una operación muy delicada, muy frágil, que estuvo en peligro en muchas ocasiones. Los protagonistas eran relativamente conscientes de que se podía venir abajo en cualquier momento porque se apoyaba en unas bases relativamente débiles. Aunque contaba, eso sí, con que por parte del resto de Europa había un interés en que España tomase esa senda. A medida que fue pasando el tiempo, esa operación política se convirtió en una especie de cosa ambiental y se mitificó para ahora estar sometida a disputa continua en el seno del gran enfrentamiento que vivimos.

«El deseo de cambiar el mundo con la filosofía es una ilusión que se realiza solo mediante la violencia»

Un protagonista singular y decisivo en el libro es Duchamp. Aparece el urinario en distintos momentos como un «atentado simbólico» y establece una cierta analogía entre los «orines» que corroen el concepto de Arte y las posturas presuntamente trasgresoras en el arte y en la política.

En el urinario duchampiano encuentro semejanzas con la política de la autenticidad. Han regresado formas de justificación política de las prácticas artísticas que habíamos desechado hacía años porque nos parecían algo parecido al estalinismo. Por otra parte nos encontramos con un desencanto con respecto al proyecto vanguardista histórico, pues expresa muy bien esa especie de malestar, en una dinámica de desconfianza ante las instituciones artísticas.

Habla del museo de arte contemporáneo como una «institución anti-institucional», en una radiografía de una suerte de «marxismo curatorial».

Los grandes centros de arte contemporáneo están constantemente pagando su mala conciencia por el hecho de ser más o menos museo, de tener que ver con el pasado colonialista, etcétera. Y las prácticas curatoriales expresan muy bien la ansiedad de los tiempos, el hecho de que todo es a corto plazo, de que ya no hay grandes consensos ni grandes mayorías, sino un conjunto de minorías muy poco bien avenidas que generan una situación de gran inestabilidad; de la misma manera que el mundo del arte, puede dar la sensación de que es muy difícil predecir, qué cosas van a resultar interesantes. En la política, las elecciones, por esas políticas del malestar que han destruido los consensos, se han convertido casi en tómbolas. Ha desaparecido el ágora en el cual los individuos de una sociedad deliberaban acerca del poder público. Se habla mucho de la sociedad, del pueblo o de la gente, pero ni la sociedad de la que se habla, ni la sociedad civil, ni el pueblo, ni la gente, son el conjunto de ciudadanos que viven bajo una ley común, es una especie de muchedumbre que solo existe mediante los sondeos, en una precaria cohesión de lo fantasmal.

Al final, retoma la paradoja de Benjamin de «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», poniendo en cuestión las «virtudes» de la politización del arte.

Siempre he tenido la sensación, cuando Benjamin dice que solo quedan dos caminos (la politización del arte en el comunismo o la estetización del arte que es el fascismo) que tenía algo que ver con aquello de Machado de las dos Españas. La de la charanga y pandereta me parece mal, pero la del cincel y la maza tampoco es la alegría de la huerta. Esas alternativas han confluido, de forma siniestra, en lo mismo.

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