LIBROS

James Salter vuela de nuevo

«Los cazadores» es el título de esta novela recuperada del gran autor norteamericano. Recrea los años que fue piloto del ejército

Retrato de James Salter
Rodrigo Fresán

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El hombre en la foto de portada de este libro es todavía el capitán y piloto de la Fuerza Aérea norteamericana James Arnold Horowitz (New Jersey, 1925-2015) quien, en 1956, renacería con el nombre que lo acompañaría hasta la última página de su vida: James Salter. El motivo para el alias o -nunca mejor dicho- el nom- de-guerre es que no se suponía que un militar fuese por ahí contando cosas acerca de militares. Sobre todo uno que había combatido y volado más de cien misiones en Corea, derribado un MiG-15 ruso, al frente de un escuadrón de acróbatas con alas, y con una cierta fama de audaz y seductor bon vivant de altura. «No lo escribí en secreto, porque eso lo hace sonar como algo vergonzoso o traicionero. Mejor diré que lo escribí de manera privada. Eso es más preciso. Porque entre militares se tenía gran estima a los escritores o a los libros. Es decir, yo quería ser muy celebrado pero en absoluto reconocido», recordó luego Salter a Horowitz.

Así esta Los cazadores como la posterior The Arm of Flesh (de 1961 y muy reescrita y republicada como Cassada en el 2000, ambas basadas en los detallados diarios de acción de Salter ) en principio aparecieron como volando fuera del alcance del radar. Y -aunque la primera tuviese muy poco fiel adaptación cinematográfica con Robert Mitchum y Robert Wagner- pasaron en principio casi desapercibidas. Mejor así: se sabe que Salter siempre gustó de basar sus personajes en personas al alcance de su vista y mano y prosa. («Es una costumbre de James que pone muy nerviosos a quienes lo conocen», sonrió su amigo y colega Peter Matthiessen).

El propio Salter definió la guerra como «el horno donde se cuece el individuo»

Seis años después, Salter ya sería nada más que Salter: adiós a los cielos de la guerra y bienvenidos los lechos de la tierra en esas incuestionables obras maestras de las escaramuzas amorosas que son esa apología del voyeur que es Juego y distracción (1967) y Años luz (1975) narrando el crepúsculo de un matrimonio perfecto de amigos a los que, por supuesto, no les avisó y quienes, al leer el libro, acabaron separándose.

Lo que no impidió que Salter continuase recordando a voluntad su pasado volador y belicoso -en sus memorias Quemar los días , en la antología-recordatorio Gods of Tin: The Flying Years y en las primeras páginas de su despedida con Todo lo que hay - y que volviese a sus primeros libros para ponerlos a punto.

Bautismo de fuego

Antes de todo eso, desde su bautismo de fuego y letra, Salter sabía a la perfección lo que buscaba. Y lo encontró ya en Los cazadores : la experiencia definitiva y definidora y esa paz extraña que sólo se encuentra en combate a muerte o en competición sin tregua (en este sentido, los pilotos de Los cazadores no son muy diferentes a los esquiadores deportivos de su guión para Downhill Racer , con Robert Redford, en 1969, o los domadores de montañas de En solitario , novela de Salter de 1979).

«La guerra es el mejor tema: ofrece el máximo de material en combinación con el máximo de acción. Todo se acelera allí y el escritor que ha participado unos días en combate obtiene una masa de experiencia que no conseguirá en toda una vida», dictaminó Hemingway , quien también postuló aquello de «el coraje es la gracia bajo presión». Tema y gracia, claro, se intensifican aún más entre las nubes.

El santo piloto que guió a Salter aquí y para siempre fue Antoine de Saint-Exupéry

Alguna vez Salter definió que «la guerra es el horno donde se cuece el individuo» y -a propósito de Los cazadores - explicó que «cuando recuerdas la guerra, tanto desde lo histórico como lo autobiográfico, tienes un punto de vista muy diferente que el que tenías cuando estabas participando en ella. Como has sobrevivido, tal vez recuerdes que estuviste un poco asustado, sin saber cómo acabaría todo. Y que había más de una posibilidad de que todo terminase mal. Y poco más. De ahí, por ejemplo, la paradoja de que la guerra se sienta mucho más presente en La Ilíada que en Tolstoi o en Stendhal o en Hugo . Cuando yo escribí Los cazadores me preocupé muy especialmente de que ese vértigo y temblor de la inmediatez no se hubiera perdido o quedado atrás».

Llamada general

Así, Los cazadores lucha y vence y consigue lo mejor de ambos mundos: historia pública privatizada. Aunque el santo piloto-patrón que guió a Salter aquí y para siempre fue Antoine de Saint-Exupéry. Así, toda su «masa de experiencia» (ya sea el feroz retrato de pilotos competitivos como Cleve Connell o Ed Pell o Billy Hunter o Casey Jones luchando más o menos amigablemente entre ellos para conseguir los cinco enemigos derribados que los certificará como «ases», el miedo entre camaradas que descubren que no tienen combustible suficiente y deberán volver planeando a la base Kimpo o la frágil paz de esas chicas que conocen durante licencias breves) no desdeña la jerga técnica que, de pronto, puede virar a lirismo de iluminado y ética de seres solitarios que encontraron allí arriba su lugar en el mundo. Aquí, los aviones son como katanas de guerreros zen suspendidos en la idea del bushido de los ya muertos. En resumen: nada que ver con los grititos de cowboy y las sonrisas psicópatas de Iceman y Maverick durante las piruetas de Top Gun.

Tanto tiempo después de Los cazadores , un octogenario Salter recibió la llamada de un general y admirador suyo preguntándole si quería volar un F-16. Adivinen qué respondió Salter.

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