LIBROS
«El infinito en un junco», la invención de los libros ahora y siempre
La filóloga Irene Vallejo se ha sacado de la manga un maravilloso ensayo en el que viaja al confín de los tiempos y de la imaginación para contarnos el porqué y el cómo de las historias escritas
Aparece en librerías «El infinito en un junco», misterioso título con el siguiente subtítulo explicativo: «La invención de los libros en el mundo antiguo». El infinito cabe en ese junco que es el papiro , receptor material, junto con el pergamino y el papel, de los libros que en el mundo han sido, sean rollos («volumina») o libros tal y como los conocemos hoy («codices»), que albergan toda la belleza y toda la sabiduría que somos capaces de concebir los seres humanos. La autora de este brillantísimo ensayo, Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), es doble doctora en Filología Clásica, y su condición de filóloga refuerza su otra condición, la de escritora, en lugar de anularla o rebajarla (como tantas veces ocurre).
Ahora que celebramos el sesquicentenario del nacimiento de don Ramón Menéndez Pidal podemos decir, alto y claro, que se puede ser un filólogo magistral, como lo fue don Ramón, y al mismo tiempo ser alguien capaz de escribir como los ángeles, que es su caso. Irene Vallejo riza el rizo de la comunicación filológica hasta convertir su diálogo con el lector en una fiesta literaria . Muy pocos narradores podrían hoy, en este final de la segunda década del siglo XXI, competir, por ejemplo, con Irene a la hora de contar, en el prólogo de su libro (páginas 15-16), cómo cruzan el mundo, a caballo, los enviados de Ptolomeo II en busca de piezas bibliográficas para inundar de libros la Biblioteca de Alejandría, que luego se convertiría en la Biblioteca de Babel soñada por Borges.
Magias narrativas
El vigor de la prosa de Vallejo a la hora de narrar esa «quête» libresca, ordenada por los nuevos faraones macedonios de Egipto, es insuperable. Como lo es también el resto de un libro que ha supuesto para mí el descubrimiento de una autora que no conocía y cuya escritura me ha deslumbrado. Y lo ha hecho así porque atesora magias narrativas de las que no se encuentran ni siquiera en la biblioteca de la Hogwarts School of Witchcraft and Wizardry de Harry Potter.
Se diría que Irene Vallejo ha oficiado de chamán en alguna tribu olvidada, y que ha vuelto a la civilización con las alforjas llenas de historias que narrar, desplegadas por ella con un entusiasmo creador difícilmente superable. Y luego está la pasmosa conjunción de las lecturas grecolatinas con las de otros autores que han conformado la educación sentimental de Irene, como el mencionado Borges, Walt Disney, Goethe , Tolkien, Jack London , Pérez-Reverte , Antonio Machado y una larguísima serie de escritores familiares a nuestra autora desde la niñez, una infancia marcada por la adicción a la literatura. Muchas veces tengo que protestar airadamente cuando nos reprochan a helenistas y latinistas que solo veamos el mundo a través del catalejo de lo clásico.
Animales que fabulan
Mis protestas se ven ahora claramente sustanciadas y argumentadas a partir de libros como este de la doble doctora Irene Vallejo, quien, aun sintiendo un irresistible apego hacia el universo grecorromano, no se limita a glosar sus excelencias, sino que apela a las lecturas procedentes de otros ámbitos culturales, sin rehuir en ningún momento la evocación de la mejor literatura popular, esa que he defendido siempre, pues la considero perfectamente compatible con la llamada «gran» literatura.
Así que, por nuestro querido Calímaco y por el suicida Cleómbroto que aparece en sus epigramas, por la Comunidad del Anillo, por las criaturas innombrables del maestro Lovecraft, por la isla del tesoro que hizo inmortal a Jim Hawkins y a su amigo Long John Silver, no tengo más opción que rendirme ante un libro tan radicalmente hermoso como «El infinito en un junco», en cuya página 401 puede, y debe, leerse lo siguiente: «Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños». Que así sea.