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¿Nos hemos equivocado con la meritocracia?
El popular filósofo Michael J. Sandel cree que sí: que es una «tiranía» que humilla a la gente corriente y crea una política elitista
Michael Joseph Sandel , de 67 años, profesor de filosofía política en Harvard desde 1981, ha sido definido como «estrella del rock de la ciencia moral» . Cierto: su eco resulta insólito para un profesor. Las clases de «Justicia» de Sandel, ganador hace dos años del Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, se han emitido como documental en televisión. Sus conferencias han colocado el «no hay billetes» en la Ópera de Sydney, la catedral de San Pablo en Londres o un estadio de Seúl con 14.000 asientos.
La tiranía del mérito (Debate) está a la altura de su popularidad. Pues se comulgue o no con sus tesis, invita a replantearse lugares comunes que damos por buenos. Sandel se lanza, ni más ni menos, a demoler la piedra angular del sueño americano: el apego por la meritocracia, que se ha extendido al resto del planeta. «Si te esfuerzas podrás conseguirlo» , salmodiaba una y otra vez Obama. EE.UU. se construyó con un gran logo dorado sobre su dintel: aquí, si trabajas duro, siempre tienes la oportunidad de pasar de mendigo a millonario. El filósofo responde que no es cierto. De hecho aclara que hoy es más fácil subir de peldaño en Europa que en su país.
Un noble ideal
La meritocracia semeja a priori un noble ideal. Una vez garantizada cierta igualdad de oportunidades, parece de justicia que prosperen más y sean más reconocidos los que por su esfuerzo y talento han contraído más méritos. La idea ha sido comprada tanto por el liberalismo como por el progresismo (de hecho, Sandel l es zurra duro a Obama y Hillary Clinton , enamorados de los tecnócratas formados en la Ivy League y despectivos con la gente corriente poco ilustrada). La gran herramienta para progresar en esa meritocracia es hoy la educación, un título universitario, a ser posible en un campus ilustre.
Sandel va picando de manera implacable los pilares del tan admirado edificio meritocrático, que, a su juicio, ha degenerado en una nueva forma de «tiranía» que humilla a la gente corriente y crea una política elitista. «Construir una ideología política sobre la idea de que un título universitario es necesario para tener un trabajo digno y estima social es algo que termina ejerciendo un efecto corrosivo en la vida democrática» , advierte. La meritocracia provoca la soberbia de los triunfadores, tan orgullosos de su éxito, que creen obra exclusivamente suya, que pierden todo sentido de comunidad y viven en una burbuja elitista . Pero peor todavía: genera un enorme sentimiento de humillación en los que se quedan fuera del sueño, incluso esforzándose.
Se comulgue o no con sus tesis, invita a replantearse lugares comunes que damos por buenos
«Es dudoso que una meritocracia, incluso perfecta, pueda ser satisfactoria moral y políticamente», concluye. Y es que, al final, en la carrera siempre influirá la lotería de cuna, el diferente talento que cada uno recibimos al nacer sin haber hecho nada para ello. Así que clasificar a las personas por sus méritos resulta nocivo y acaba destruyendo el espíritu de la comunidad.
Resulta muy interesante su visión sobre el auge de los populismos . Tuvieron su aldabonazo en 2016 con los inesperados triunfos del Brexit y Trump, quien supo ver y cultivar la humillación de los que se sentían orillados por el culto al mérito y castigados por la globalización.
El filósofo cree que la izquierda está en crisis por haber aceptado el planteamiento de la globalización , conformándose tan solo con mitigar sus secuelas con un poco de política redistributiva. Existe un doloroso problema económico de creciente desigualdad (en 1979, un titulado ganaba un 40% más que uno de secundaria, y en 2010 era ya un 80%). Pero Sandel apunta que lo que late tras la queja populista es sobre todo una respuesta airada a un problema de dignidad: «Los desplazados por la globalización sienten que su trabajo ha dejado de tener estima social». El progresismo intenta fomentar la justicia redistributiva, pero «descuida el reconocimiento», la necesidad que tienen las personas de sentir que contribuyen al bien común .
Un flojo consejero
El libro se ameniza con anécdotas sobre la estresante -a veces alocada- carrera de los estadounidenses para que sus hijos entren en las universidades de élite. Solo flojea este recomendable ensayo a la hora de proponer soluciones. Algunas, pueriles (como que se decida por sorteo qué alumnos entran en ellas). Otras, tan bienintencionadas como evanescentes, como su deseo de que «recuperemos la política de la comunidad, el patriotismo y la dignidad del trabajo» para «volver a un proyecto democrático compartido». En ese punto, el filósofo, judío, elogia la doctrina social del catolicismo. Ni una línea además sobre un tema hoy capital: la nueva economía digital y el abusivo monopolio y desigualdad de los GAFA.
Sandel destapa con agudeza las miserias del culto meritocrático y la deriva tecnocrática de unos gobiernos tomados por ilustrados de Harvard, Oxford, Stanford, Yale... Gabinetes en los que ya no tiene cabida la gente corriente, cuando sigue siendo mayoría (solo 1/3 de los estadounidenses son titulados universitarios). Pero tras leer su excelente exposición sigues con una duda: ¿Existe una alternativa factible mejor que su tan vilipendiada meritocracia?