OBITUARIO

Harold Bloom, el adalid de la crítica literaria

El ensayista neoyorquino elevaba la opinión a fuente de conocimiento. Creía que divulgar no era vulgarizar, y su vasta cultura no lo alejó del lector común

Harold Bloom Corina Arranz

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Tenía algo de unamuniano, y con el tiempo, esa tendencia a postularse «contra esto y aquello» aumentó. Las circunstancias políticas, académicas e intelectuales ayudaron a esa singular actitud. Harold Bloom (1930-2019), neoyorquino del Bronx, familia judía, licenciado en Cornell y doctorado en Yale, junto al gran George Steiner , bien puede ser recordado como el último filólogo dedicado a la crítica literaria, si se entiende por crítica literaria algo muy lejano a lo que hoy se practica, según le confesó a Valerie Miles , escrita por periodistas, ideólogos o propagandistas.

Colocaba en el pedestal de la referencia sublime al Dr. Johnson , porque entendía que la labor encomendada a la crítica era transformar la opinión en conocimiento. Si como señalara Borges , el misterio de la literatura de ficción es convertir lo que uno ha creado de la más absoluta imaginación en memoria de otro, la crítica convertiría la opinión en una fuente de conocimiento para quien la sigue y la respeta. No es de extrañar que sus afirmaciones fueran algo que muchos compartimos: «No creo que en la literatura actual haya nada radicalmente nuevo». Coincidía en esto con alguien muy lejano a sus intereses estéticos, Jean Baudrillard , quien en los ochenta llegó a afirmar que el arte, la literatura de esos tiempos, eran creaciones de epígonos. Todo lo relevante se había forjado en las primeras décadas del siglo XX. Y es cierto. Y coincidía con Borges en que la literatura siempre es literatura sobre literatura.

Superar retóricas

Así lo demostró en una de sus obras más fascinantes, académicas y minoritarias: La angustia de las influencias (1973), centrada en la poesía. Su ensayo, pormenorizado, minucioso, documentado y audaz, mostraba cómo la obra poética en ese caso se basaba en la superación de las retóricas anteriores.

A Bloom le faltó subrayar cómo en esa angustia que siente el poeta a la hora de buscar las palabras adecuadas se establece una considerable distancia entre lo que declara, como los antecesores que le influyeron y los que de verdad ejercieron, a menudo inconscientemente, esa influencia. Su tesis versó sobre Shelley , y es muy probable que a la hora de enfrentarse a la ingente labor de la crítica académica o la reseña de un libro, recordara las palabras del genial poeta inglés: «No despiertes a la serpiente si no sabes el camino que va a tomar» .

En una sociedad contemporánea obsesionada por el escándalo y anestesiada ante lo complejo y ambiguo, no es de extrañar que su obra El canon occidental (1994) recibiera todo tipo de elogios y vituperios. Junto al citado Steiner, este con su magistral Presencias reales (1994), combatió con inteligencia, firmeza y trabajo la moda de la «deconstrucción», vía Jacques Derrida y el aniquilamiento del gran relato de la Historia y de los nombres.

Descubrió desasosegado cómo, al decir de Alain Finkielkraut , hoy «un par de botas de diseño están al mismo nivel que las obras completas de Shakespeare», y, por ello, debían estudiarse con el mismo celo y dedicación. Que el canon establecido era una imposición clasista y que había que abrirse a los llamados «estudios culturales» y dejar de lado a su amado Shakespeare y a su admirado Cervantes , pues estos correspondían a un momento de la Historia que ya había sido superado.

Es lo que con cierto humor marxista (de Groucho , claro) sentenció como «la escuela del resentimiento»: derrumbar el gran edificio de la cultura occidental en aras del encumbramiento de asuntos laterales, recientes y efímeras modas intelectuales. Tres son las obras que uno recomendaría y que, sin duda, quedarán: las mencionadas más arriba y Shakespeare, la invención de lo humano (1998). Amaba la enseñanza y los alumnos lo seguían con fervor y respeto . Publicó cerca de cuarenta volúmenes; en todos, la huella indeleble de una inteligencia exquisita, una ironía de raigambre familiar, unas enciclopédicas lecturas y una manera de escribir cercana al lector común . Algunos no se lo perdonaron. Allá ellos. Desaparece un humanista de los de antes, nos quedan Steiner, Grafton, gentes conscientes de que divulgar no es vulgarizar, y que el conocimiento, el goce de la belleza requieren interés, curiosidad, actitud crítica y solitaria y, sobre todo, dedicación y silencio.

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