ARTE

Gustav Metzger, contra las imágenes del mundo

En sus acciones de hace décadas descubrimos las «provocaciones» casi mecánicas de muchos artistas de hoy, pero Metzger es un gran desconocido. El MUSAC lo rescata y lo devuelve al lugar histórico que le corresponde

La instalación «Kill the Cars», de Gustav Metzger

ÓSCAR ANTONIO MOLINA

En 2009, la Serpentine Gallery londinense dedicó una importante exposición a Gustav Metzger (Núremberg, Alemania, 1926), que permitió al gran público acercarse por extenso y profundizar en la trayectoria de un artista que, en parte por voluntad propia, en parte debido a la complejidad del propio sistema artístico, siempre aparecía un poco oculto entre los márgenes de las historias y cronologías oficiales , aunque desde el cambio de siglo empezase a ser reivindicado cada vez con mayor intensidad como uno de los grandes nombres del arte de la segunda mitad del siglo XX.

La exposición de Londres, comisariada por quien fuera quizá el más célebre defensor del papel jugado por Metzger en la neovanguardia, Hans Ulrich Obrist , careció del declarado perfil retrospectivo de esta que ahora recala en el MUSAC , donde se han reforzado de manera especial los apartados dedicados a los primeros años de activismo social y de formación artística, el aparato documental en su conjunto, y aquellos aspectos que delatan el compromiso medioambiental y político en que Meztger fue pionero.

Ingenuidad de alcance

La muestra culmina en León su larga itinerancia , que arrancó en primavera de 2015 en Polonia, permitiéndonos evaluar aquí, por fin, el alcance de esas radicales propuestas que con la perspectiva del tiempo parecen tan certeras en los diagnósticos como ingenuas en el enfoque del tratamiento. Y es que, en efecto, las «lecciones» de Metzger nos llegan hoy filtradas inevitablemente por lo que de ellas hizo el arte posterior que las heredó y gestionó. Neutralizadas en gran medida pero, sobre todo, devaluadas ya sin remisión por buena parte de sus seguidores, quienes han vaciado de contenido las intenciones originales para desembocar en una retórica cansina, resulta hoy difícil de contemplar aquellos experimentos sin un deje de romanticismo.

Así, los cuadros corroídos por la acción del ácido con que son pintados, las esculturas que se derrumban sobre sí mismas , en fin, todos los experimentos surgidos al hilo del que sea quizá su más célebre aporte, el «Manifiesto del Arte Auto-Destructivo» , que firmara en 1959, aparecen como esfuerzos para que una categoría negativa se transforme en acción productiva e inventora. Demoler, arruinar, desbaratar, serán para Metzger acciones capaces de dar a luz nuevos episodios de vida y crecimiento, de creación.

El fin del mundo como obra de arte sería la lógica verdaderamente radical en la que habría de culminar esta actitud suya. Pero Metzger, cuya actividad comienza en los años inmediatamente posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial , por lo tanto, bajo el trauma del exterminio y la Tierra Quemada, y que incluso su manifiesto pone en eje con el episodio histórico de la Noche de los Cristales Rotos, de 1938, nunca dará ese paso grandilocuente y decisivo. No avanza hacia el nihilismo completo de Cecco Angiolieri anunciando: «si yo fuese fuego, ardería el mundo».

Raíces dadá

No, el recorrido cronológico de esta muestra no culmina con semejante empeño. Nos transporta de un intento a otro, mas sin lanzarnos nunca al auténtico vacío que posiblemente las raíces dadá en que se apoya Metzger podrían haberle proporcionado de haber extraído de ellas todo su potencial. Los resultados se quedan en otros tanteos más cortos; honestos, y yo diría que incluso convincentes en su mayoría, pero no feroces ni extremos. De hecho, el tramo con más alcance y mejor resuelto, en mi opinión, no es el más llamativo, virulento, ni novedoso. Se trata de toda esa serie de obras, impecablemente formalistas y un tanto autorreferenciales, en las que las imágenes (fotografías en su mayor parte), son negadas a la mirada del espectador por diferentes parapetos. En unos, una plancha de metal; en otros, un muro de ladrillos; en otro, una enorme funda, una cortina, un velo… Cierta luz que centellea por un instante tras una persiana, como un flash, dejándonos entrever, casi inconscientemente, una imagen del horror agotada ya por los media.

Obstrucción de la visión, denigración de la mirada , de esa inercia o pulsión escópica que se encuentra en el origen de la tradición cultural occidental, y que por un instante hacen sentir al espectador que aquel Metzger de la modernidad tardía, si no quería arrancarnos los ojos, sí al menos cualquier cosa que ellos contemplaran de manera complaciente. No es poco.

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