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Las fuentes del Nilo: el gran enigma geográfico
La búsqueda del nacedero del gran río africano, un secreto inviolado durante milenios, todavía despierta pasiones
África es, sin discusión, el más literario de los continentes. Todavía hoy la búsqueda de las fuentes del Nilo , un secreto inviolado durante cerca de tres milenios, continúa desatando pasiones entre los entusiastas de la historia de las exploraciones, muy por encima de otras pesquisas de la misma índole.
El Nilo constituye el rasgo geográfico más sobresaliente del continente africano, una líquida y dilatada vara mágica que vuelve fecundo y próspero todo lo que toca. Sólo en una cosa se ha mostrado inveteradamente mezquino: en mantener a cal y canto el misterio de sus orígenes, un enigma cuyo solución definitiva, entrado ya el último tercio del siglo XIX, fue calificado por sir Harry Johnston como el mayor descubrimiento geográfico tras el de América.
Los antiguos egipcios , asentados en el valle inferior del Nilo, conocían seguramente su curso aguas arriba hasta la actual Jartum, donde el gran río se separa en dos brazos, el Blanco y el Azul. Y se cita a Herodoto , el Padre de la Historia, como el primer europeo que remontó su corriente con intención de llegar a su nacimiento, pero la primera catarata frustró su propósito a sólo 950 km de su desembocadura, poco más allá de la isla Elefantina. En el siglo I d.C., Nerón, emperador de Roma , seducido a su vez por el ya mítico arcano nilótico, envió una expedición militar que rebasó la confluencia del Nilo Blanco con el Azul, navegando por el primero más arriba de lo que ningún europeo lo hiciera antes, hasta estrellarse contra un obstáculo formidable e imprevisto: las cenagosas marismas del Sudán oriental . Hubo, sin duda, otros viajes pretéritos, fracasados por uno u otro motivo, de los que la Historia no guarda memoria.
A las puertas del siglo XIX, el constante interés de Europa por el Nilo se acrecentó. La campaña de Napoleón en Egipto (1798-1799) permitió al sabio Dominique Vivant , barón de Denon, rescatar del olvido el cotidiano vivir de las antiguas civilizaciones ribereñas. Y en 1827, el belga Adolfo Linant recorrió el Nilo Blanco 250 km más allá de Jartum, convirtiéndose – que sepamos- en el primer europeo en hacerlo desde el siglo I de nuestra era, cuando los romanos se atascaron en los fangos del Sudd.
En 1838, Mehmet Alí , virrey de Egipto, organizó una expedición que superó por fin los pantanos del Sudd, pero sin mayores resultados prácticos. Otros dos viajes de los egipcios -el último en 1842- consiguieron ampliar el límite de lo conocido hasta los 4º 41´de latitud norte, ya en las proximidades del lago Alberto. El cerco se estrechaba , aunque el Nilo seguía sorteando todos los esfuerzos por localizar su cabecera.
Hasta que en 1857, recogiendo el guante del desafío, la Real Sociedad Geográfica de Londres patrocinó a Richard Burton y John H. Speke , dos jóvenes oficiales de la Compañía de las Indias Orientales, la pertinente expedición. Estimando que la visión de Ptolomeo sobre el diseño geográfico del Nilo era, hasta la fecha, la más acertada, ambos militares renunciaron al tradicional remonte del río y, partiendo desde la costa del Índico , penetraron hacia el África profunda por regiones que ningún blanco había pisado jamás.
En esta ocasión, la voluble diosa Fortuna se alió con Speke para concederle el triunfo negado a tantos durante milenios. Mientras Burton permanecía en Tabora recuperando su salud, resentida de continuo, su compañero partió solo hacia el lago Victoria , de donde volvió convencido de que de allí manaba el padre de los ríos , como así informó a la Real Sociedad Geográfica, que, juez y parte en el botín, se apresuró a creerle, pese a las sesudas objeciones de Burton.
Ya en 1862, durante una segunda expedición acompañado por James A. Grant en calidad de subordinado, Speke daría por resuelto el problema del Nilo, siempre sin aportar pruebas concluyentes. Pero el destino había escogido ya al hombre que, tres lustros después, solventando todas las dudas, contestando a todas las preguntas y descorriendo de una vez para siempre los velos del misterio de los misterios geográficos , confirmaría a John H. Speke como su genuino descubridor. Por entonces tenía sólo 21 años y no imaginaba ni por asomo que África iba a marcar su vida a sangre y fuego. Su nombre era Henry Morton Stanley .