LIBROS
El eterno adiós de Philip Marlowe
Con «Sólo para soñar», Lawrence Osborne se suma a la lista de escritores que han resucitado al mítico detective creado por Chandler en los años 30
Philip Marlowe -como Drácula o Sherlock Holmes, siempre listos para la revisitadora reescritura- nunca se va por completo. Y el suyo es el más largo adiós de todos. Así, con los años, lo hemos visto resucitar con la prolija mediocridad de Robert B. Parker, la ingeniosa e inspirada metaficción de Osvaldo Soriano, o la brillantez estilística de Benjamin Black/John Banville . Y no olvidemos que Faulkner -uno de los guionistas para la versión cinematográfica de El sueño eterno - fue uno de los primeros en rehacerlo más o menos suyo.
Ahora es el turno de Lawrence Osborne (Londres, 1958) con Sólo para soñar . Y, en principio, la elección de Osborne -convocado por los herederos de Chandler ; su primer impulso fue el de, aterrorizado pensando en la furia de fans, rechazar la oferta- podía parecer un tanto desconcertante y, claro, preocupante. De acuerdo: el hombre es un reputado escritor de travel books y, también, de un puñado de bien recibidos thrillers exótico-nómada-existenciales que parecen muy bien compuestos por partes de Paul Bowles, Patricia Highsmith, Graham Greene, Joan Didion y Robert Stone.
No olvidemos que Faulkner fue uno de los primeros en hacer más o menos suyo a Marlowe
Pero, aún así: hay que tener mucha seguridad o inconsciencia para poner sucias o limpias manos sobre Marlowe. Personaje descendiendo directamente de lo de Scott Fitzgerald. Ser tan querido con cara de Bogart o de Mitchum (por más que su creador pensara en la de Cary Grant al crearlo y creerlo), canalizado por Ross Macdonald para su Lew Archer, deconstruido radicalmente por Robert Altman con Elliot Gould o por los hermanos Coen con Jeff Bridges, considerado demasiado sentimental por Ellroy y hasta puesto en verso y música por Mark «Dire Straits» Knopfler.
Muerte sospechosa
Pero buenas -muy buenas- noticias. Con semejantes antecedentes, Osborne respeta a la vez que desobedece y se sale con la suya . Por un lado es plenamente consciente del carácter y características del personaje (incluyendo muchos ocurrentes símiles marca de la casa y a la altura de los del original); y por otro, lo proyecta más que ninguno hacia el futuro en Baja California, año 1988, Ronald Reagan en la Casa Blanca y Guns N’ Roses en la MTV y un Marlowe de setenta y dos años retirado en un hotel y apoyándose en un bastón que esconde una hoja afiladísima.
Lo que no impide que, enseguida, estemos de regreso en «Chandlerlandia». Hay un muy endeudado norteamericano también septuagenario y muerto en circunstancias sospechosas (se supone que Donald Zinn se ahogó al caer desde un yate en aguas mexicanas) dejando dos millones de dólares a su joven esposa y fatal mujer, Dolores Araya . Aquí llegan un par de empleados de la aseguradora que no están del todo seguros de que se ha actuado con honestidad. Le ofrecen a Marlowe un último caso a cerrar.
Osborne fue convocado por los herederos de Chandler para seguir la saga
Entonces -establecidos los parámetros clásicos de una trama marloweana- Osborne hace lo impensado : reclama todo el libro como algo vivamente suyo y no como la invocación de médium a sueldo. Y hace que Marlowe se ponga en movimiento -con toda la velocidad que le permite su edad, algún puesta al día tecnológica, pasándose de los cocktails al tequila puro y duro- y ofrece un formidable viaje por ese «al sur del Río Grande» escogido como punto de fuga por tantos fugitivos (el Terry Lennox triste, solitario y final entre ellos) para desaparecer y reinventarse.
El mejor elogio
Y tal vez el mejor elogio de todos: como en las novelas de Chandler, poco acaba importando cómo y quién hizo qué. Lo que en verdad importa -todo buen detective privado acaba autoinvestigándose íntimamente- es por qué se lo hace . Así, el verdadero misterio aquí es por qué Marlowe decide seguir haciéndolo. Y la respuesta está en el título: sólo para soñar.
Así, volvemos a recibir y disfrutar un eterno adiós de parte de Marlowe quien sólo se despide de nosotros para -por suerte, como en esta ocasión- poder volver a decirnos hola.