LIBROS
Los estertores del siglo americano
En «Nuestro hombre», la biografía del diplomático Richard Holbrooke, George Packer vuelve a abordar el declive de la superpotencia
Autor de dos novelas cuando aún no había encontrado en el periodismo narrativo su verdadera vocación, con «La puerta de los asesinos» , la crónica en la que documentó en primera persona el fracaso de la guerra de Irak, George Packer (California, 1960) se ganó el derecho a ser considerado uno de esos reporteros imprescindibles. «El desmoronamiento» , un preciso retrato del declive de Estados Unidos desde los años 70 por el que ganó el National Book Award, no hizo sino confirmarlo como uno de los autores de no ficción más talentosos del momento.
Reportero en «The New Yorker» durante 15 años, ahora en «The Atlantic», Packer combina en sus libros el rigor característico del mejor periodismo yanqui con la voluntad narrativa de los novelistas decimonónicos. A este género total se adscribe también su última propuesta, «Nuestro hombre» (Debate, 2020), donde vuelve a abordar el fin del «siglo americano»; en realidad, ese medio siglo que comenzó con la Segunda Guerra Mundial y durante el cual EE.UU. impulsó las Naciones Unidas, la Alianza Atlántica y la doctrina del mundo libre.
Sostiene Packer que nadie simboliza esta época como Richard Holbrooke (1941-2010), el diplomático al que biografía en «Nuestro hombre». En Vietnam, cuando era un veinteañero sin experiencia pero con una ambición ilimitada, ocupó su primer puesto de responsabilidad, el primer capítulo de una brillante carrera que lo llevó a ser secretario de Estado adjunto en las administraciones de Carter y Clinton , embajador en Alemania y la ONU y ejecutivo de Wall Street.
Holbrooke fue un personaje excesivo. «Gracias a él podemos regodearnos en contemplar la ambición humana en toda su desnudez», escribe Packer. Tenía un ego desmedido; fue manipulador, corrupto y ferozmente competitivo. Fue, en el argot diplomático, «un hijo de puta, nuestro hijo de puta». Se comparaba con «un esquiador en una carrera de descenso que va a toda velocidad: o ganas o te caes», y así consiguió logros tan importantes como los acuerdos de Dayton que pusieron fin a la guerra de los Balcanes.
Tenía la convicción de que la misión de EE.UU. consistía en acabar con los tiranos, llevar la paz a todos los rincones del planeta e impedir las atrocidades en masa. Bien agitada, esa mezcla de egoísmo e idealismo que encarnaba Holbrooke fue lo que sostuvo el «siglo americano». Actor principal de este periodo, en cambio, nunca ocupó la secretaría de Estado, su gran ambición. La misma codicia que cimentó su trayectoria fue también su condena.
«Yo antes pensaba que si Holbrooke se hubiese reformado un poco –una dosis de contención, un fogonazo de luz interior– podría haber conseguido cualquier cosa», anota Packer. «Pero no nos hagamos ilusiones. Somos siempre nosotros mismos, íntegramente. Si apartamos el elemento disruptivo que caracterizaba a Holbrooke, se mata aquello que lo hizo "casi grande"».
Para escribir esta biografía, Packer se ha pasado siete años poniendo en orden las montañas de documentos que le entregó la viuda de Holbrooke, su tercera mujer, y las 250 entrevistas realizadas en una decena de países. No es una biografía al uso. A ratos, el tono es distendido, con apelaciones al lector, y el autor se debate entre la admiración y la repulsa. «Ahora que Holbrooke ya no está –dice en las últimas páginas–, ¿no sienten también ustedes un poco de remordimiento?».
La pregunta llega tras relatar los últimos días de Holbrooke, que fueron patéticos. Jugó todas sus cartas a ser el jefe de la diplomacia de Hillary Clinton , pero el huracán Obama les pasó por delante y hubo de conformarse con ser el enviado de la nueva secretaria de Estado en Afganistán y Pakistán. Sin los reflejos de antaño, enfermo y despreciado por un equipo de tecnócratas jóvenes y metódicos que lo percibían como un viejo dinosaurio, fracasó en su misión.
Los Estados Unidos de Obama, quien sabía que su tarea era gestionar el declive, no estaban hechos para los excesos de «Nuestro hombre». Holbrooke se arrastró durante meses para conseguir una reunión que Obama nunca le concedió. Murió en el intento. Esta humillante persecución de un presidente que lo ignoraba ilustra también las nuevas limitaciones de la potencia americana, ayer en Oriente Próximo y hoy contra el coronavirus.
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