LIBROS

Éric Vuillard da la palabra a los sin voz

El autor de «El orden del día» recrea en su nueva novela, «14 de julio», la Revolución francesa desde el punto de vista de personajes anónimos

Éric Vuillard, Premio Goncourt 2017
Mercedes Monmany

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En su obra «14 de julio» dice Éric Vuillard: «La noche del 14 de julio de 1789 fue sin duda la más agitada, la más feliz, pero también la más atormentada que haya conocido ciudad alguna». La ciudad de la que habla sería París y esa célebre noche que cambiaría el rumbo de la Historia y cuya conmemoración daría pie cada año a la Fiesta Nacional francesa sería la de la toma de la Bastilla. Es decir, el comienzo de la Revolución. «¿Es una revuelta?», preguntaría Luis XVI al duque de Liancourt y éste le respondería: «No, "Sire", es una revolución».

«La ciudad es un personaje», nos dice una y otra vez Vuillard, Premio Goncourt 2017 por su espléndida recreación histórico-literaria «La orden del día». La ciudad de repente es una masa, una turba. París, compacto e indistinguible, que cuenta por minutos ese día el violento e imprevisto giro de la Historia, «fluye y se desparrama». Sus calles las pueblan «hombrecillos de Brueghel» que se van sumando a riadas de un torrente humano imparable. Un torrente sobre todo iracundo, a causa del reciente y sangriento aplastamiento de la revuelta de los trabajadores de la manufactura Réveillon, que calculó que una vez más «tragarían la píldora» de la bajada inclemente de salarios. Pero calcularon mal y aquello fue la simiente apenas dos meses después.

Hacia la Bastilla

El torrente, ese 14 de julio, día de la ira definitiva, se encamina hacia la fortaleza de la Bastilla, símbolo del poder absolutista. Hacia ella, en una gigantesca algarabía, se dirigen jóvenes tenderos, carreteros venidos de todas partes, vagabundos de aspecto aterrador, extranjeros arracimados en los suburbios, orfebres, aprendices de sombrerero, lavanderas, taberneros, pandillas de mozalbetes hambrientos sin oficio ni beneficio, obreros en paro o aquellos cuya humilde profesión consiste en «alumbrar farolas». La prosa, más soberbia que nunca de Vuillard, al modo de un maravilloso poema épico, que habla de cualquier revolución cuyo eje central sea el Pueblo, avanza página tras página, junto a una humanidad que crece incontrolable.

La ciudad es una masa, una turba. París, compacto e idistinguible, «fluye y se desparrama»

Una prosa, que al igual que esos múltiples focos, móviles y caóticos, de la ciudad, adquiere un brío y un nervio realmente avasalladores, como lo son los minutos y segundos que se golpean entre sí y se abren camino. Sombras, figuras veloces, representadas por poco más que un suspiro, narran minúsculas epopeyas mezcladas con biografías concentradas, estas sí con nombre y apellidos, más o menos resonantes que anuncian el destino, no poco azaroso, de unos revolucionarios, para los que los historiadores del futuro preparan su porción de gloria o de olvido.

Desde hace tiempo Vuillard, uno de los mejores escritores franceses de la actualidad, ha emprendido una senda perfectamente coherente con la idea de «dar voz» a los que no la tienen ni nunca la tuvieron y que lleva directamente al corazón literario de acontecimientos realmente ocurridos, a los que les otorga un desarrollo marginal, desatendido, esquivo, que ilumina escenas de héroes anónimos, detalles percibidos como vorágines llenas de sentido, melancólicos perdedores como ese Buffalo Bill protagonista de la magnífica «Tristeza de la Tierra» (Errata Naturae).

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